¿Quién no conoce en Cuba uno de los más recitados poemas de José Martí, La bailarina española?
Centenares de niñas de primaria, vistiendo trajes
color fuego de volantes y lunares, peineta y mantilla de borlas alquilados por
sus papás, bailaron alguna vez unos pasitos de flamenco, mientras la maestra de
Español declamaba los versos del Apóstol durante alguna celebración escolar.
¿Por qué entonces, si se trata de un poema tan célebre, no aparece en el
índice de los dos tomos de poesía de las Obras
Completas de su autor?
Este es solo uno de los misterios relacionados con
esta poesía conocida y declamada en el mundo entero. Todos se refieren a esta
joya por ese título, pero resulta que no existe ningún poema martiano nombrado
así. La bailarina…, en realidad,
aparece bajo el número diez romano de los Versos
Sencillos. Martí jamás la llamó de otra manera.
Pero no terminan aquí las curiosidades. ¿Quién era la
bailarina que llegó, soberbia y pálida, a estrujar sobre tablado de corazones
el alma del solitario exiliado, amante fervoroso de la belleza?
Su identidad es conocida: Martí encontró a Carolina Otero, una noche de invierno en que tal vez
nevaba, en un teatro de Nueva York donde ella actuó en más de una ocasión. Si
nos atenemos a lo que dice el poema, no hubo entre los dos ningún contacto
personal, no fueron presentados ni Martí se acercó al camerino de la mujer
excepcional a cuyas plantas se arrastraba entonces la mitad masculina del
planeta. Fue solo uno de esos episodios evanescentes que duran lo que el
humo, pero dejan una huella inolvidable en quien los vive.
El siglo XIX fue tan rico en cortesanas célebres como
Venecia y Florencia durante el Renacimiento. Pero había una mujer que
sobresalía entre este tupido ramillete de odaliscas occidentales. Una mujer por
quien muchos hombres se suicidaron o se hicieron matar, al punto de ser apodada
la sirena de los suicidas. Una bella entre las bellas. Reina del donaire. Diosa
del sexo. Esta mujer era Carolina Otero, quien bien hubiera podido reclamar
para sí el título ostentado por la deidad solar japonesa Amaterasu Omikami, en
español augusta hembra que camina en el
cielo.
¿Qué parte de la historia de Carolina Otero, La Bella,
como la apodaron sus fans, llegó a conocer un hombre tan entregado a una causa
como Martí? Es difícil saber si mientras la contemplaba moverse en escena
durante aquella noche neoyorquina, él ya tenía noticia de su leyenda. Carolina
mintió mucho sobre su vida, lo mismo que Mata Hari, probablemente porque se
avergonzaba de sus orígenes sórdidos. Su nombre verdadero era Agustina Otero
Iglesias, y había nacido en 1868 en Valga, un pueblito paupérrimo de
Pontevedra, España. Fue hija de una
madre soltera que descuidó su educación y le dio varios hermanos.
La familia se hacinaba en una cabaña de apenas
cuarenta metros cuadrados, donde el hambre estrechaba las gargantas. La linda
galleguita fue violada salvajemente a los 10 años a la vera de un camino, lo
que le costó una rotura de la pelvis, una hemorragia que casi acabó con su
joven vida, y una esterilidad que arrastró para siempre. El suceso se convirtió
en la comidilla de los vecinos. Para escapar de aquel ambiente envenenado,
pocos años después de su tragedia la adolescente huyó con una compañía de
cómicos portugueses de paso por la localidad.
En Barcelona se hizo amante de un banquero dispuesto a
promocionarla como bailarina. Con él se fue a Marsella y después a París, donde
a los 24 años decidió cambiar su nombre,
demasiado vulgar, por el de Carolina, y dio comienzo a su mito difundiendo por
doquier que era una gitana de Andalucía. No solo se dedicaba a la danza,
también podía actuar en el teatro y hasta cantar, al punto de que llegó a
representar el protagónico en la ópera Carmen, de Bizet. En la cumbre de su
fama tenía su templo en el Folies Bergere de París. Visitó Nueva York, Europa,
Argentina, Rusia y Cuba, entre otros países, y en todas partes la aclamaron.
Creó un estilo donde se mezclaban el flamenco y el fandango de su Galicia natal
con otras danzas exóticas, y salía a escena envuelta en gasas transparentes
bordadas con pedrería tras las que se insinuaban sus armoniosas formas. Fue la
primera artista española que logró fama internacional. A los 30 años poseía una
de las fortunas más importantes de su tiempo.
Morena y de ardientes ojos negros, era tan bella Carolina que sirvió de
inspiración a grandes artistas de su época.
Tenía medidas perfectas de busto, cintura y caderas (97-53-92), y toda ella
desplegaba tal sensualidad que se la comparaba con una serpiente. Se dice que
el célebre arquitecto francés Charles Delmas modeló las cúpulas del hotel
Carlton, de Cannes, alucinado por la extraña forma de sus senos. Cuando se
observan sus fotografías, impresiona, por increíble, la brevedad del talle.
Reunió un tesoro en joyas valiosísimas: uno de sus amantes, el Zar de Rusia
Nicolás II, le entregaba en cada uno de sus encuentros una gema de la corona de
su país, mientras un poderoso banquero alemán le obsequió un collar que había
pertenecido a la reina María Antonieta de Francia. (Gina Picart)