La calavera de un restaurante de La Habana

 

En 1977, mi mamá tuvo que someterse a una cirugía de tiroides en el hospital Oncológico de La Habana. Durante los meses anteriores a la intervención, yo mantuve una relación estrecha con sus cirujanos.

El día que la operaron, ella prefirió que se quedara mi abuelita a cuidarla por la noche. “La primera noche es la más dura”, me decía. Yo estaba muy preocupada y, a pesar de que la cirugía fue un éxito, no quería irme del hospital y estaba dispuesta a dormir en un banco. Uno de los cirujanos, el doctor Cándido, alto, trigueño y bien parecido, fanático criador de perros de raza, se dedicó a disuadirme de aquel sacrificio inútil:

—Ven conmigo —me pidió—, me he pasado el día operando y estoy agotado, imagínate, el día entero operando cabezas y cuellos… Me vendría bien relajarme un poco. Te invito a la barra del Polinesio, yo voy mucho por allí y es muy bonita.

Yo no quería porque me daba escrúpulo estar en una barra en un restaurante de lujo mientras mi mamá estaba con la garganta abierta y recién operada, pero él insistió hasta que, con tremenda conciencia culpable, lo acompañé.

Cuando entramos al restaurante, me deslumbró aquella decoración medio africana. Los camareros saludaron a Cándido con familiaridad, y el barman lo anunció, entre sonrisas:

— ¡Dóctor, qué bueno verlo por aquí, hoy le tengo una sorpresita!

Nos sentamos y empezamos a conversar sobre lo que íbamos a tomar. Yo no recuerdo qué pedimos, pero todavía cierro los ojos y veo la sonrisita pícara del camarero, una de esas sonrisitas que tiene la gente cuando van a gastar una broma tremebunda.

Yo tomé nota, pero pensé que el camarero estaba haciendo una de aquellas caritas cómplices entre hombres por ver al doctor acompañado de una muchacha tan jovencita. Cándido le dijo algo, y el camarero se puso a preparar los tragos, agitó la coctelera con gran destreza, y de repente puso ante nosotros un par de calaveras de loza del mayor realismo, y las llenó de hielo:

— ¿Qué le parece la sorpresa, dóctor? —le preguntó a Cándido, como si le estuviera haciendo el mejor chiste del mundo. Cándido se quedó inmóvil, mirando aquellas calaveras con una fijeza que asustaba. De pronto, comenzó a mover la cabeza muy despacio a un lado y a otro. Se veía que tenía atoradas las palabras, que no le salían, hasta que por fin, con una voz casi al borde del colapso, empezó a gimotear sin dirigirse a nadie en especial:

— ¡Pero tú no me puedes hacer esto a mí…, no…, tú no me puedes hacer esto a mí!, ¿Por qué me hacen esto a mí? ¡Yo me paso el día abriendo cráneos, viendo gente morirse, me vengo a tomar un trago y me lo sirven en esto! ¡No, no no…! ¡No puede ser!

Dejamos la barra. Cándido necesitaba aire fresco. Pocas veces he visto un hombre tan perturbado. Al día siguiente, me tropecé con él a la salida del hospital. Lo miré a los ojos y le sonreí. Cándido se volvió a quedar medio en coma, miró para otro lado y no me respondió el saludo.

Desde entonces, cada vez que nos volvimos a encontrar, nos evitamos cuidadosamente, asediados por la risa burlona de aquellas calaveras repletas de hielo y con los ojos huecos. (Gina Picart)

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