Memorias gastroeróticas en La Habana

El maestro Ciro Bianchi recién preguntaba a unos amigos cuáles habían sido sus restaurantes preferidos en las décadas de los 60, los 70 y los 80, cuáles eran los platos emblemáticos, la decoración y otros detalles.

Elaboré para él una respuesta lo mejor que pude y, mientras intentaba extraer de mi memoria todos los datos solicitados, recordé algunas anécdotas entre curiosas y cómicas que me ocurrieron en restaurantes.

Es verdad que recordar es volver a vivir… Y como siempre, soy una cronista tan juiciosa y preocupada por La Habana colonial y republicana, un poco tristona, un poco nostálgica de los tiempos idos, he pensado que tal vez podría permitirme, por una vez, compartir una sonrisa jocosa con los lectores de este sitio digital.

Aquí van, pues, tres anécdotas, simpáticas unas, otras absurdas, pero todas reales. Me sucedieron a mí. Debo confesar también que mi lectura de El vecino de los bajos, último libro de Enrique Núñez Rodríguez, está fresquita de la semana pasada. Siento su espíritu soplando sobre mi nuca. De verdad. Cualquier semejanza que advierta el lector no es pura coincidencia.

La pizzería fantasma

Si la memoria no me traiciona, allá por el año 1968, mis padres, entonces jóvenes y brillantes y muy amigos de pasear, decidieron llevar a su niña, por primera vez, a comer pizza.

Mi papá vistió uno de sus trajes ingleses y una de sus muchas preciosas corbatas; mi mamá se puso un vestido de seda azul y unos zapatos altos de charol, y un collar de cristal de roca que mi papá le había regalado. A mí me pusieron un vestido blanco de granité, un “saco”, como se les llamaba entonces a aquellos modelos sin entallar que ocultaban la forma del cuerpo. Era lindo, pero mi familia era muy convencional y a mi mamá se le ocurrió que yo debía llevar unas medias blancas con mis zapatos de corte bajo.

Yo tenía entonces 12 años, estaba en octavo grado y enamoradísima de un muchacho grande, fornido, de ojos verdes y rasgados y pelo “chino”, que se llamaba Orestes, y por supuesto, jamás me había puesto el ojo encima porque andaba con las grandísimas de noveno. Me negué a ponerme las medias, pero nadie le ganaba una pelea a mi mamá, y menos si mi padre la apoyaba, como siempre hacía.

El restaurante se llamaba La Píccola Italia y estaba en algún lugar entre Monte y los alrededores del Capitolio de La Habana. Era un local pequeño con mesitas en la planta baja y una galería elevada, también con mesitas, y allí arriba quiso comer mi mamá. Los manteles eran de cuadros rojos y blancos; las pizzas, ¡ah, las pizzas!, tenían una gruesa capa de jamón y queso en medio, además de la acostumbrada en la parte superior, exactamente como un cake, y eran altas y enormes. Jamás en toda mi vida he vuelto a ver otras como aquellas ni tan exquisitas.

Saboreé la mía, a pesar de que estaba completamente amargada por causa de las medias blancas, pues, aunque mi mamá no se hubiera dado cuenta aún, yo ya no me sentía niña para nada, y aquellas medias horrorosas me tenían más muerta que viva.

Me había sentado de espaldas al salón y tenía las piernas hechas dos buñuelos debajo del mantel, pero en fin…, en aquellos tiempos una escolar de 12 años era una niña, y la obediencia su mejor cualidad.

Cuando salimos del restaurante caminamos un poco buscando un taxi. De repente, cuando íbamos a cruzar una avenida, aparecieron dos sombras como salidas de la nada, dos enormes fantasmones que a la luz de un farol se convirtieron nada menos que en Orestes y Villafuerte, su mejor amigo, también de mi misma secundaria.

Iban muy elegantes, peinaditos y, sobre todo, vestidos como muchachos grandes. Yo me detuve y me quedé clavada en la acera. Mis papás no entendían lo que me pasaba y estaban muy sorprendidos. Me hablaban y yo no contestaba.

Me parecía que La Habana entera me estaba cayendo encima. ¡Qué vergüenza! Orestes y su amigo me reconocieron y se detuvieron para saludarme. Y entonces… Orestes me miró las piernas, qué digo las piernas ¡me miró las medias! Y la noche se rompió en pedazos, la pizza se rompió en trocitos, el mundo se acabó: Orestes se sonrió con una risita perfectamente canalla.

El impacto que sufrí fue tan grande que a partir de ese instante no conservo ni un solo recuerdo de aquella noche, nada sobrevivió en mi memoria. No sé cómo llegamos a mi casa, ni lo que hablamos ni qué pasó después.

El bloqueo mental posttraumático que sufrí fue tan abrumador que jamás he logrado recordar dónde estaba La Píccola Italia, y la pizzería se convirtió para mí en una de esas obsesiones culpables que lo persiguen a uno para siempre.

Me he pasado la vida preguntando a muchísimas personas si conocieron aquel restaurante y dónde estaba situado, pero jamás he conseguido una respuesta. Nadie recuerda una pizzería con ese nombre en La Habana. Como hubiera dicho Freud: un escenario borrado. (Gina Picart)

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