Un lacón volador en La Habana

Estudiaba yo en la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana y estaba un poco acomplejada porque mi amiga Gretel Alfonso tenía muchos admiradores y nunca le faltaba con quién salir.

Cuando nos juntábamos para estudiar Latín en la biblioteca de los bajos del Ministerio de Educación, ella me contaba lo movidas que era sus noches y a los lugares tan bonitos adonde la llevaban sus pretendientes, pero aquello eran monólogos, porque yo nunca tenía nada que contar: estaba pasando por una “mala racha seductora”.

Una noche se me ocurrió invitar a mi amigo Alberto, vecino de enfrente y estudiante de Ingeniería. Ninguno de los dos teníamos dinero, pero yo necesitaba salir para poder contar algo a Gretel. Era cuestión de honor, así que le dije a Alberto que yo tenía diez pesos. Él tenía un peso. Yo recordaba que el último escenario de las proezas erótico-gastronómicas de Gretel había sido La Divina Pastora:

—Vámonos a La Divina Pastora—le dije a Alberto.

— ¡Pero eso es carísimo! —me contestó, abriendo mucho sus lindos ojos castaños.

Sí, era carísimo, pero Alberto era un bello doncel flaquito y yo estaba sedienta de romance, y de crónica, pues estaba decidida a convertir en diálogos aquellos largos monólogos de mi amiga.

—No importa —le aseguré a Alberto, imagino que con el mismo tupé con que Colón le aseguró a Isabel que hallaría la ruta de Indias—. Nosotros somos amigos del alma, compramos una comida y la compartimos. La vamos a pasar bien, tú verás.

Nos pusimos lindísimos, con los mejores “trapitos” que teníamos, y aprovecho aquí para acotar que casi siempre que salía con muchachos, ellos llevaban jeans y camisa blanca arremangadas, el vestuario juvenil masculino estándar de aquellos años.

Hicimos el viaje en guagua, contentísimos. Ninguno de los dos había estado antes en aquel restaurante de lujo, pero Gretel me había dicho cómo llegar y me había contado que era precioso, y yo me atusaba mis bigotes invisibles, como el gato con botas, prometiéndome una noche inolvidable.

Llegamos. Los camareros, amabilísimos, nos condujeron a una mesita para dos, aunque disimulaban mal la pobre impresión que les causaba nuestro vestuario de estudiantes ilíquidos, porque allí los comensales estaban elegantísimos y eran, casi todos, gente mayor. Con el peso de Alberto no había que contar, porque era para pagar la guagua de ida y vuelta. Con mis diez pesos nos compramos un lacón, así, desnudo y solo en el plato. Una sola pieza con más cantidad de “gordo” de lo que habría podido esperarse en un restaurante como aquel. Alberto se moría de vergüenza. Era tímido, y las circunstancias conspiraban abiertamente contra nosotros:

—Tú no te preocupes —lo animé—, lo que tenemos que hacer es fingir que somos unos novios muy enamorados que están dándose la comidita en el piquito. Dentro de un ratico ya nadie nos va a mirar.

Pusimos en práctica mi estrategia. En la mesa de al lado una pareja de más de 70 años nos observaba con desaprobación. La señora llevaba un vestido negro y un collar de perlas, y un peinado con rizos canosos lleno de laca. Le dije a Alberto que seguro era una peluca. Se lo dije para hacerlo reír un poco. Y entonces Alberto, ceremonioso y galante, tomó los cubiertos y se dispuso a cortar el lacón. Yo lo observaba distraída, porque estaba mirando la noche estrellada, la gente, la decoración, el mar… Pronto noté que mi amigo estaba en apuros:

—Gina, no puedo picar esto —me susurró casi sin mover la boca, y vi que estaba sudando.

—A ver —le respondí con esa especie de determinación heroica que me asalta casi siempre en situaciones límite —dame acá, que yo lo pico.

Alberto me pasó en silencio el plato con el trozo aquel de carne y grasa y pellejos, y yo, muy dispuesta, comencé a picar, pero al instante descubrí el problema: el cuchillo era un simple cuchillo de mesa, sin filo, y su borde romo resbalaba olímpicamente sobre los “gordos” de nuestro malvado lacón. Llamé al camarero y le reclamé enérgica por la mala calidad del producto que nos habían servido. El camarero se disculpó con airecito socarrón que no se molestó mucho en disimular y se alejó, dejándonos con aquel tremendo problema encima de la mesa.

Comer o no comer, he ahí la cuestión. Y nada: aquel lacón había que cortarlo como fuera. Seguí insistiendo, yo, tan flaca que mis profesores de escultura de San Alejandro ya me habían advertido que aunque tenía talento, mis muñecas delgadísimas jamás podrían arreglárselas con piedra o madera. “Dedícate a la cerámica”, me aconsejaban. Pero aquella noche nos teníamos que comer aquel trozo de carne inmundo, y yo seguí picando con todas mis fuerzas, hasta que di un muñecazo en falso y el lacón salió despedido del plato; voló por el aire mientras Alberto y yo seguíamos su trayectoria consternados, y fue a dar justamente en la cabeza de la señora de al lado.

Yo resulté aquella noche muy buena profeta, pues en realidad la señora llevaba una peluca, que nuestro lacón volador arrastró en su vuelo vil. Se me hizo evidente que Alberto iba a desmayarse. ¡Había que hacer algo! Me levanté con todo el empaque de una reina, y con la cara más dura del mundo fui hasta la mesa vecina, agarré el lacón con las dos manos (por si las moscas) mientras decía muy oronda:

—Ustedes disculpen, pero esto es mío.

Y me llevé aquel muslo de puerco momificado de vuelta a nuestra mesa, donde Alberto estaba ya a punto de expirar. Sensatamente renunciamos a comerlo, pedimos un mojito, que nos tomamos a la mitad, y también a la mitad nos fumamos el único cigarro que llevábamos, despacio, con mucho estilo.

Y en cuanto vi más recuperado a mi amigo, nos largamos de allí, pero caminando lento, como si fuéramos Jackeline Kennedy y Aristóteles Onassis. Al día siguiente, en el cubículo de la biblioteca, le conté a Gretel tremenda historia de amor en La Divina Pastora. (Gina Picart)

Publicar un comentario

Gracias por participar

Artículo Anterior Artículo Siguiente