He crecido escuchando canciones maliciosas, pícaras, de doble sentido o abiertamente obscenas, y su contrapartida, las constantes quejas de maestros, periodistas, religiosos, funcionarios y personas que preferirían ser sordas antes que agonizar las veinticuatro horas de todos sus días bajo el martillete de estas cantinelas.
He crecido escuchando disputas
controversiales sobre si esta música, que he llamado maliciosa, es cultura o
sub cultura, es arte o marginalidad. Si es producto de una pérdida alarmante de valores en
nuestra sociedad, o de un debilitamiento del sistema educacional de la nación
cubana; sobre si tiene la culpa el Gobierno, excesivamente liberal, que pone
por la tele las instrucciones más descarnadas sobre cómo tener sexo, o se trata
de una conjura del imperialismo para debilitarnos ideológicamente. En fin, que
he crecido viendo buscar al culpable.
Pero lo que
me he encontrado en medio de una investigación sobre la toma de La Habana por
los ingleses, ha sido un libro del Doctor Julio Le Riverend, La Habana,
biografía de una provincia, (Academia de la Historia de Cuba, La Habana,
1960) que ha venido a aclararme un poco las cosas. Por lo menos para mi consumo
personal. Porque resulta que si ahora
nos parecen inmorales las letras del reguetón, y antes nos lo habían parecido
las de la Charanga y otras muchas agrupaciones y músicos individuales que sería
engorroso enumerar aquí, hay que ver, señores, lo que cantaban los elegantes,
solemnes y muy patrióticos habaneros de los siglos XVIII y XIX en esta capital.
La Habana
bailadora tenía constantes celebraciones festivas, y las orquestas, en su
mayoría integradas por músicos negros y mulatos, tocaban piezas llamadas El
cachirulo, Que me toquen la zarabandita (¡donde se habla de Fray Juan de la
Gorda Manzana!). Y pese a la existencia del cargo oficial de Censor, cuyo
ocupante vigilaba la salud de la vida pública, la gente bailaba y se divertía
con La guabina:
La mulata Celestina
Le ha cogido miedo al mar
Porque una vez fue a nadar
Y la mordió una guabina.
Dice doña Severina
Que le gusta el mazapán
Pero más el catalán
Cuando canta la guabina.
Y algo
posterior en el tiempo es la letra asombrosa de El Sungambelo:
De los sungambelos
que he visto en La Habana
Ninguno me gusta
Como el de tu hermana.
Aunque no
seamos gente de la colonia no hace falta mucha imaginación para deducir que un sungambelo
debe de estar situado por delante o por detrás de la mitad inferior del cuerpo
femenino, nos atreveríamos a aventurar que entre la pelvis y las caderas.
En 1840 lo mismo se escuchaba cantar
a los habaneros melosas canciones europeas y otras compuestas en el país con el
estilo del Romanticismo que imperaba en la época (El destino, La Atala, Vivo
en prisión oscura, etc…), que otras mucho más pedestres como El forro de
catre, El mandinga siguato, Panetela pa la vieja, Baja la pata y otras, que también se bailaban con
entusiasmo compartido por igual entre ricos y pobres. “Obras llenas de
intención, de gracia y de ritmo”, afirma Le Riverend, y añade: “El elemento
africano está dominando la música nacional y todas las clases lo van
admitiendo, previo un discreto blanqueamiento”. Me pregunto sin cesar qué diría
la letra de El mandinga ciguato. No sé por qué, entre todas es esa la
que más despierta mi curiosidad.
Y todo eso
ocurría a pesar de que en esos años coloniales y distinguidamente decimonónicos
las clases sociales tenían muy bien definidos sus perfiles, y lo mismo sus
lugares de recreación. La clase media y la aristocracia liberal bailaban en el
Liceum Artístico y Literario de La Habana. El pueblo bajo, por todas partes.
Cómo andarían las cosas de desbordadas y de mezcladas en la música habanera,
cuando un señor tan importante como el compositor Rafael Saumell se sentía en
la necesidad de añadir a las partituras italianas del repertorio de las
orquestas que dirigía, una acotación al margen: “Ejecutar con sandunga”.
Hay que
tomarse con calma la picardía, el doble sentido y la obscenidad de las letras
de nuestras canciones actuales. No
quiero decir que no debamos hacer nada, porque tengo muy claro que nadie tiene
derecho A imponer a otros sus gustos musicales, ya sean buenos o degenerados.
Me refiero a la parte filosófica, o si se prefiere, conceptual, de la
percepción del fenómeno.
No debemos
sentir que la obscenidad es algo nuevo que nos invade como una marca
nostradámica del fin de los tiempos o la acreditación de las profesías mayas,
sino entender que es una de las muchas formas que adopta la cultura popular y
no solo en Cuba, ni en el Caribe, ni en el tercer mundo.
¿Se asombraría usted mucho, lector,
si alguien le dijera que en Alemania y los Países Bajos, a finales del XIX y
comienzos del XX, las mujeres del pueblo y los obreros tenían, entre sus modos
de burlarse de otras personas, el de detenerse en plena calle, levantarse la
falda o bajarse el pantalón y mostrar el trasero a la víctima o víctimas de la
burla? ¡Y encima menéarselo en pleno rostro a quien querían ofender!
Sin embargo,
el continuo suceder histórico de un fenómeno cultural, su carácter masivo, su
índole popular y cualesquiera otros argumentos se quieran enarbolar, así sean
argumentos ideológicos o nacionalistas, no serán jamás suficientes para validar
la imposición de formas artísticas a quienes simplemente no se identifican con
ellas y no desean disfrutarlas. (Gina
Picart. Ilustración: Cubadebate)