Un sitio de obligada visita en el centro histórico de La Habana Vieja es el jardín dedicado a la Madre Teresa de Calcuta, símbolo del amor incondicional a pobres, enfermos y oprimidos, que ha constituido siempre la piedra de toque en la prédica del cristianismo.
Inaugurado en 1999 en un área
aledaña al Convento de San Francisco de Asís, el jardín es amplio, arbolado,
con zonas umbrías, y decorado con esculturas de gran valor artístico, entre las
cuales ocupa lugar muy principal la de la propia religiosa, realizada en bronce
por el escultor cubano José Villa Soberón, también autor de piezas como John
Lennon, Hemingway, Benny Moré y El Caballero de París, cuyo estilo realista
causa gran impacto en quienes las contemplan.
Madre Teresa de Calcuta, cuyo nombre verdadero era Agnes Gonxha
Bojaxhiu, nació en 1910 en el seno de una familia católica, en la actual
Macedonia, aunque se le reconoce como de nacionalidad albanesa.
Siendo aún una niña, ingresó en
la Congregación Mariana de las Hijas de María, donde inició su actividad de
asistencia a los necesitados. Conmovida por las crónicas de un misionero
cristiano en Bengala, a los 18 años abandonó para siempre su ciudad natal y
viajó hasta Dublín para profesar en la Congregación de Nuestra Señora de
Loreto. Como quería ser misionera en la India, embarcó hacia Bengala, donde
cursó estudios de magisterio y eligió el nombre de Teresa para profesar.
Durante casi 20 años ejerció como
maestra en la St. Mary’s High School, de Calcuta. Sin embargo, la profunda
impresión que le causó la miseria que observaba en las calles de la ciudad la
movió a solicitar a Pío XII la licencia para abandonar la orden y entregarse
por completo a la causa de los menesterosos.
En 1948, poco después de proclamada la independencia de la India,
obtuvo la autorización de Roma para dedicarse al apostolado en favor de los
pobres.
Mientras estudiaba Enfermería con
las Hermanas Misioneras Médicas de Patna, Teresa de Calcuta abrió su primer
centro de acogida de niños. En 1950, año en que adoptó también la nacionalidad
india, fundó la congregación de las Misioneras de la Caridad, cuyo pleno
reconocimiento encontró numerosos obstáculos antes de que Pablo VI lo hiciera
efectivo en 1965.
Sus profesas no tardaron en ser
reconocidas por su sari blanco ribeteado en azul moviéndose entre los seres más
enfermos y desposeídos de la Tierra en la ciudad de Calcuta, que al decir de
muchos, parece olvidada de Dios, pero también en el mundo entero, pues el
ecumenismo de Madre Teresa quedó plasmado en estas palabras suyas:
"Para nosotras no tiene la menor importancia la fe que profesan
las personas a las que prestamos asistencia. Nuestro criterio de ayuda no son
las creencias, sino la necesidad. Jamás permitimos que alguien se aleje de
nosotras sin sentirse mejor y más feliz, pues hay en el mundo otra pobreza peor
que la material: el desprecio que los marginados reciben de la sociedad, que es
la más insoportable de las pobrezas."
Madre Teresa creó una leprosería
en Bengala y convenció al Papa Juan Pablo II de abrir un albergue para
indigentes en el mismo Vaticano. Fue comisionada por el Papa para mediar en el
conflicto de El Líbano, lo que habla muy alto del prestigio que ella gozaba en
el mundo entero.
Ya muy anciana, aquejada por
dolencias cardíacas y respiratorias, Madre Teresa contrajo la malaria, lo que
la obligó a delegar como superiora de su Orden en Sor Nirmala, una hindú
convertida al cristianismo. Recibió por su labor de compasión y piedad el
Premio Nobel de la Paz, entre otros muchos reconocimientos. Falleció a los 87 años de edad. La llamaban
la Santa de las Cloacas.
Lo primero que llama la atención
de quienes se enfrentan por primera vez al bronce que representa a Teresa de
Calcuta en su jardín habanero es su encorvada pequeñez. Cuando uno se para
frente a ella tiene la impresión de estar viendo el cuerpo de una niña de ocho
años prematuramente envejecido. El escultor Soberón expresó que él quería
integrar al jardín el cuerpo de Madre Teresa de Calcuta en toda su pequeña y, a
la vez, enorme humanidad. El destacado intelectual cubano Abel Prieto dejó
escritas sus reflexiones sobre la estatua:
"Me impresionó tremendamente aquella mujercita increíble que reza
o medita doblada sobre sí misma, como un mínimo bulto irradiante de humanidad,
apoyada apenas en el quicio de un bloque muy bajo de mármol, humildísima, pero
llena de misterio y dignidad, oscura, sí, pero también extrañamente iluminada.
Es una pieza extraordinaria, muy lograda, concebida con la mayor mesura y
parquedad de recursos."
La conservación de la escultura
está a cargo de los expertos del antiguo Convento y, a pesar de permanecer al
aire libre, solo requiere ser limpiada con una pátina especial cada cierto
tiempo, cual si la pureza del alma de Teresa protegiera su alter ego de
cualquier suciedad que pudiera mancillarla. Siempre, a cualquier hora, en
cualquier momento del año, la anciana de bronce tiene en su regazo o a sus pies
flores que depositan en señal de amor y de respeto quienes visitan su parque.
En el ambiente recoleto de lugar, hay otras esculturas, entre las que
sobresale la llamada Mesa del Silencio, realizada por el ceramista Carlos
Alberto Rodríguez Pérez, a quien califican de Maestro por el alto nivel de
destreza que ha alcanzado en su arte.
Muy en concordia con la tesis
expuesta por el artista, ceramista y dibujante, las figuras humanas de La Mesa…
son de color blanco, para acentuar su inexpresividad, y están sentadas en
posiciones que no guardan relación entre sí. “En contraste -explica su creador-,
los objetos (la mesa y las sillas) son verdes, tienen vida”.
Lo cierto es que esta obra
conmociona de inmediato a quien la contempla por primera vez, porque produce la
impresión de hallarnos ante aquellas figuras humanas desenterradas entre las
ruinas y el magma de Pompeya, que al principio parecieron estatuas a sus
descubridores, pero que el mundo no tardó en reconocer, horrorizado, como
cuerpos humanos vitrificados por el calor del volcán en medio de las más
espontáneas poses de la vida.
Aunque de un modo mucho más
amable, La Mesa… también remite a aquella espantosa colección de ajusticiados
mediante los métodos más crueles, que el rey Ferrante de Nápoles hacía trabajar
a su taxidermista hasta convertirlos en momias dotadas con la apariencia de la
vida, y luego las sentaba ante una mesa bien servida, como remedo de convite, y
él en medio de ellas, para refocilarse, contemplando las últimas expresiones de
terror de quienes en vida fueran sus enemigos. Un conjunto escultórico
realmente inquietante esa Mesa del silencio, y sin embargo, hipnótico.
Por toda el área del parque pueden verse esparcidas unas cerámicas en forma de grandes huevos moteados que introducen una nota de color en el follaje, y también podemos contemplar la estatua de una beata con los brazos en cruz, de diseño muy estilizado, en contraste absoluto con el gran realismo que distingue la imagen de Madre Teresa, doblada sobre sí misma en un acto de introspección suprema. No sé por qué, esta escultura siempre me recuerda El grito de Munch, y no me agrada mirarla. Lo que me trasmite es el desgarramiento de un alarido mortal.
Aunque su presencia en el parque
no responda a ningún fin decorativo, las losas fúnebres que flanquean a ambos
lados el sendero que cruza el área, se integran al conjunto de un modo
sobrecogedor, pero muy orgánico, ya que aportan al lugar la quietud de un
camposanto.
El primer fallecido cuyas cenizas
fueron sepultadas allí para su descanso eterno fue la secretaria personal, por
más de 25 años, del doctor Eusebio Leal Spengler (1942-2020), “eterno historiador”
de la Ciudad de La Habana.
Con el tiempo, estas reducidas
moradas de la muerte han ido aumentando su número, y entre los nombres grabados
sobre el mármol pueden reconocerse los de algunas de las más destacadas
personalidades de la cultura cubana, tales como Marta Arjona, Lisandro Otero,
Liborio Noval y otros.
Nunca he entendido por qué ha
florecido allí el pequeño cementerio, pues aunque el parque de Madre Teresa es
un lugar recoleto y yacer en la Eternidad bajo la protección de la Santa se
torna un destino final envidiable, no es menos cierto que la constante presencia de los fieles que acuden a la Iglesia Ortodoxa
Griega, ubicada al fondo de la zona, y de los visitantes del lugar perturba la
necesaria paz de los difuntos y no les garantiza el reposo a sus almas.
De continuar esta proliferación
lapidaria, pronto todo el espacio que todavía ocupan las áreas verdes que tanta
belleza confieren al parque, desaparecerá, cubierto por esa red de tarjas de
bronce y mármol de conmemoración.
Sin embargo, no son esos los
únicos huéspedes incorpóreos que rondan por allí bajo los árboles, pues el
Convento de San Francisco de Asís, además del cementerio exterior, cuenta con
una cripta donde reposan, desde 1999, los restos del Caballero de París,
procedentes de Santiago de las Vegas.
También muestra la casa religiosa
en su museo parte de la mortaja del conquistador de América, Hernán Cortés,
traída desde México para La Habana en 2003 por el investigador y etnólogo
Manuel Moreno Fraginals.
También fueron sepultados allí muchos habaneros de todas las razas que
lucharon durante la toma de La Habana por los ingleses, incluido el Comandante
de la Real Armada Española, Luis de Velasco. Después de 1842, la mayoría de
esos cuerpos fueron exhumados y trasladados a sus ciudades natales.
Al fondo del parque, se yergue la pequeña edificación de la Iglesia Ortodoxa Griega, sobria, dorada bajo la luz del atardecer, umbral a un estado de beatitud interior que muchos paseantes de La Habana encuentran sin querer en sus andares por la urbe que besa el mar, y al que algunos regresamos de vez en cuando para revivir momentos de quietud, siempre gratos al espíritu. (Gina Picart)