Cuando uno se sienta en la butaca de una sala-teatro, ya sea El Sótano, el Hubert de Blanck, o una más imponente, como el Karl Marx o el Gran Teatro de La Habana, y disfruta en la oscuridad del espectáculo de unos actores que van y vienen por la escena declamando bocadillos, cantando o simplemente representando la vida, nunca se acuerda de preguntarse cómo surgió este arte en la isla de Cuba, verde y feraz en el centro del Caribe, la tierra más hermosa que ojos humanos han visto.
El teatro NO llegó a Cuba con los conquistadores españoles, como muchas personas suelen creer. Como ocurre en todas las culturas en sus más primitivos estadios de desarrollo, ya pueden identificarse ciertas expresiones teatrales entre los aborígenes cubanos, pertenecientes a los grupos aruacos de Las Antillas.
Estos grupos ejecutaban a nivel tribal el famoso y no menos misterioso areíto, consistente -hasta donde hoy sabemos- en un conjunto de música, baile y pantomima. El areíto tenía un objetivo mágico-religioso, y se proponía dar a los hombres poderes sobre la naturaleza e invocar la protección de los dioses.
Es posible, aunque no está definitivamente probado, que incluyera alguna forma de representación de mitos pertenecientes a la cosmovisión de este grupo indígena antillano.
Los conquistadores españoles que vinieron a establecerse en suelo cubano ya conocían y trajeron consigo formas teatrales provenientes de la Edad Media, pero durante los primeros años de su estancia en Cuba todo se redujo a danzas, juegos e invenciones, escenificadas a las puertas de las escasas iglesias levantadas con urgencia en los poblados recién fundados, y siempre con motivo de alguna festividad o celebración religiosa.
Pedro Castilla, primer director de escena cuyo nombre ha llegado a nosotros, fue el hombre que montó en la villa de San Cristóbal de La Habana una danza para la fiesta del Corpus, el 12 de mayo de 1570.
Tres años después y para la misma fiesta, las Actas Capitulares del Cabildo habanero mencionan nuevamente su nombre junto con la ordenanza de que los gremios de sastres, carpinteros, zapateros y herreros monten sus respectivos juegos, llamados invenciones, para dar lustre a la celebración de aquel día, en lo cual Pedro Castilla les debe dirigir. Se añade también orden para que los negros horros se adhieran a la escenificación y ayuden en lo necesario a maese Pedro conforme él les indicara.
Y aquí surge un detalle muy interesante: la presencia de negros en las incipientes representaciones teatrales habaneras, lo cual, forzosamente, tuvo que imprimir a estas el primer sabor propio de nuestra tierra, aunque los asuntos y temas fueran entonces absolutamente hispánicos; porque los negros, obligados a adoptar la religión católica, apostólica y romana, tenían en su poder un arma terrible que los ayudaba a preservar las culturas y tradiciones que se habían traído colgando de sus grilletes en las bodegas de los barcos negreros. Esta arma eran los cabildos negros.
Los cabildos, asegura Fernando Ortiz en su Catauro de cubanismos, eran casas provinciales donde se reunían negros y negras bozales de una misma tribu o nación y hacían celebraciones en los días festivos, en que tocan sus atabales y tambores y demás instrumentos nacionales, cantan y bailan en confusión y desorden con un ruido infernal y eterno.
Los cabildos eran también asociaciones de socorro y ayuda mutua para prestar apoyo a sus miembros en caso de necesidad. Cada cabildo tenía un rey o una reina. Vale decir que no fueron un invento cubano, pues existen pruebas documentales que demuestran su existencia entre los negros de Sevilla, España, mucho antes de que los peninsulares pisaran la isla.
Esta imagen del cabildo negro es la que capta la mirada del hombre blanco, quien no puede pertenecer a un cabildo ni conoce sus interioridades ni sus ceremonias secretas. Lo que en el año de gracia de 1528 un vecino de la villa de San Cristóbal denunció como escándalos insoportables en un cabildo cercano a su vivienda, muy bien pudieron ser danzas o patakines representados por los asistentes a tal celebración.
Los patakines africanos, al ser representados, aunque sea como parte de un ceremonial religioso, se convierten en una forma de teatro primitiva y ritual, pero teatro al fin. De estos cabildos o asociaciones de negros libres salían los ayudantes de maese Pedro de Castilla, nuestro primer director de escena. (Gina Picart)