Historia de la Macorina cubana (I) (+ fotos)

María Calvo Nodarse, más conocida como La Macorina, fue la primera mujer cubana que obtuvo licencia para conducir un automóvil.

El acontecimiento ocurrió en 1917, y de inmediato ella escandalizó a sus contemporáneos, manejando por Prado y Malecón un llamativo convertible rojo, supuestamente de la marca Hispo-Suiza.

Llevaba el cabello cortado al por entonces escandaloso garzón, al cuello una larga bufanda que ondeaba al viento, y en la boca un largo cigarro que fumaba en pose muy sensual.

Cartera dactilar de La Macorina.

Macorina, chofer en su automóvil, debió dejar una huella indeleble en la memoria del pintor Cundo Bermúdez, quien la retrató muchos años después a bordo de aquella máquina, en un gouache de estilo muy personal que recuerda vagamente —y quizás tuvo como referencia— El Bugatti verde, óleo famoso de la conocida pintora polaca Tamara Lempicka, también inspiradora de leyendas urbanas alrededor de su conducta erótica.

Las dos mujeres tuvieron mucho en común: época, belleza y una vida licenciosa semejante (con amplia ventaja por la polaca, que conste). Solo se diferenciaban en que, mientras Tamara tenía sangre aristocrática y fue una muy exitosa artista de la plástica, María nació guajira en los campos de Cuba y, hasta donde se conoce su biografía, no tuvo más oficio que la prostitución.

María vio la luz en Guanajay, Pinar del Río, en 1892, y llegó a La Habana con 15 años, aparentemente raptada por su novio de entonces, quien al parecer no era tan fiero como pudiera pensarse, y hasta se puede uno preguntar si no habrá sido ella quien le raptó a él, pues a los pocos meses de un modesto idilio a nivel de cuartería centrohabanera, lo abandonó y comenzó una intensa actividad para hacerse notar en los ambientes frecuentados por hombres con dinero. Años después ella dio a la prensa una versión bastante sublimizada del suceso:

“La primavera en el campo embriaga. Yo tenía 15 años y la sentía en la piel, en los ojos, en el alma. La primavera me empujó a escapar de casa con un hombre que prometió amarme por siempre. Mis padres intentaron que regresara, pero seguí en La Habana con mi primer y único amor, aquel que recordaré hasta mi muerte. Él apenas podía garantizar nuestra seguridad económica. Un día apareció una mujer que dijo saber la forma en que podíamos vivir lujosamente. Yo accedí y con ese tremendo error comenzó una etapa de mi vida…”

Otras versiones cuentan que su carrera ascendente comenzó cuando un político acaudalado la atropelló con su auto, provocándole una lesión de cadera que la haría cojear levemente hasta su muerte. Supuestamente, su atropellador le habría obsequiado en desagravio el primer automóvil que ella poseyó. Pero esta historia de amores y fortunas que comienzan con un accidente, ya sea de coche o bicicleta, automóvil o tractor, es demasiado común, y se la achacan a cualquier romance que trascienda el anonimato.

La Historia recuerda a La Macorina —y sus retratos lo confirman plenamente— como una mujer de gran belleza, se dice que mestiza de china y negro o al revés, aunque la foto de su licencia de conducir muestre una mujer blanca, pues en el crisol antillano de razas todo es posible. Alta, estatuaria, con unos inmensos ojos oscuros y expresivos.

Mi condición heterosexual invalida un poco mi opinión al respecto, pero la verdad es que me parece una de las damas más bellas de aquellos tiempos, e incluso hasta podría competir con la más espectacular de todas: la aristocrática y clásica belleza Catalina Lasa del Río.

Hay testimonios de que, además de preciosa, era María de trato gentilísimo, gran refinamiento y correctísima educación, y no fueron estas las únicas virtudes que la adornaron.

Se comenta que nunca olvidó a su familia campesina y le enviaba cada mes fuertes mesadas.

También demostró tener un elevado concepto de la fidelidad, pues, cuando era amante del Mayor General José Miguel Gómez —quien llegó a ser Presidente de la República—, y este fue enviado a prisión por su impenitente espíritu conspirador, no solo no lo abandonó, sino que lo visitaba en la cárcel y, a su modo, trabajó denodadamente para obtener su libertad.

Por muchos años, María, pese a todo lo que dio que hablar en la pacata Habana de su tiempo, jamás practicó la vulgarísima prostitución callejera, sino que fue una especie de demi-mondaine muy selectiva —salvando las distancias—, al estilo de Cora Pearl, Lianne de Pugy, Cleo de Merode o cualquiera de las tantas bellas exquisitas que hacían en París las delicias de príncipes y reyes desterrados, quienes por esa misma fecha dilapidaban fortunas en los casinos de la Ciudad Luz.

En 1958, cuando ya sus días de gloria habían terminado, María concedió una entrevista a la revista Bohemia, en la que, nostálgica del pasado, pero aún con esa punta de orgullo que nunca llega a morir en una hembra de temple, declaró rotunda al periodista:

“Más de una docena de hombres permanecían rendidos a mis pies, anegados de dinero, suplicantes de amor.”

Es posible que las polvaredas levantadas por sus automóviles confirieran una especial vitalidad a su hermosura, pues su glamour duró más de lo que suele suceder a esta clase de mujeres. (Gina Picar. Fotos: Internet)

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