Nunca ha sido posible descubrir de dónde procedía Cristóbal Colón; aunque las muchas biografías que se han escrito sobre él le atribuyen Italia (Génova), Portugal y otros países como tierra de origen, lo único que se puede asegurar con cierta certeza es que, al parecer, tenía sangre hebrea.
Los
historiadores piensan que, por esa razón, le financiaron las naos los hermanos Pinzón,
judíos españoles conversos, y muchos de sus tripulantes también lo eran.
Tratándose de él, lo único que puede
asegurarse es que fue un hombre con enormes conocimientos de ciencia náutica y
un marino expertísimo, y estos atributos no se los discutieron jamás ni sus más
enconados enemigos ni sus más envidiosos rivales.
Es
verdad que en la época ya grandes cartógrafos de la antigüedad y la Edad Media
habían dejado cartas de navegación que aún hoy sorprenden por su gran
acercamiento a la verdadera forma de las tierras que cartografiaron, pero esos
documentos, trazados sobre pergaminos y muchos de ellos iluminados al estilo
medieval con figuras y letras de oro y lapislázuli, habían estado muy bien
guardados en los monasterios, en manos de las órdenes religiosas que poco a
poco fueron copando todas las tierras europeas tras la caída del imperio
romano, pero… ¿hay pruebas incontestables, algo así como el testimonio personal
de algún abad, de haber albergado a Colón en sus dominios y haber puesto en sus
manos aquellos saberes tan bien custodiados? Hasta donde sé, no se ha podido
esclarecer a ciencia cierta porque, precisamente, nadie se atribuyó hasta hoy
el acto de entregar aquellas cartas a Colón.
Si los primeros españoles que pisaron la
tierra cubana creyeron estar dentro de un sueño ante el espectáculo de sus magníficas
bellezas naturales, que hoy ya no
existen en la forma virgen en que aquellos ojos alcanzaron a verlas, también
sufrieron una decepción terrible: lo que andaban buscando por el mundo Cuba no
lo tenía: el poquísimo oro hallado en sus ríos pronto desapareció.
Cuba
solo tenía para ofrecer su tierra fertilísima, su clima generoso y la ausencia
de animales peligrosos para el humano. Y una situación geográfica que, una vez
dividido el globo terráqueo por el papa Borgia entre españoles y portugueses,
dejaba a los españoles con una isla estratégicamente tan importante que fue
llamada Llave del Golfo y Antemural de las Indias.
De Cuba partieron todas las expediciones
que descubrieron el continente americano, y no solo los Virreynatos de México y
el Perú, no solo las tierras que hoy son Argentina, no solo Centroamérica ni
los enormes llanos venezolanos, sino también la Florida, a donde partió desde
La Habana con su flota el valiente Adelantado y Gobernador de Cuba don Hernando
de Soto, quien ya no iba tanto tras el oro como tras las aguas de la Fuente de
la Juventud y las siete ciudades de Cibola, mitos de la Conquista que, como
toda hazaña humana, suele producirlos en grandes cantidades.
Hernando
de Soto jamás regresó, dicen que murió de fiebres tratando de alcanzar su
sueño, perdido en pantanos donde acechaba la muerte, pero, de todas formas, y
aunque muchos no lo saben, la Florida fue durante mucho tiempo, no más que una
extensión de la Capitanía de la Isla de Cuba, poblada por indígenas de aquella
tierra, pero en muy gran número por esclavos provenientes de Cuba y por
españoles.
En un pasado históricamente no muy remoto, la Florida entera fue una provincia cubana gobernada desde esta isla. (Gina Picart)
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