Cuando se dice adiós eterno a un profesor querido


Cuando yo tenía siete años, mi abuelo paterno, don José Manuel Picart y Ruíz-Lavín, me abrió su pequeña biblioteca, que nada tenía en común con las preciosas colecciones empastadas de cuentos de hadas que hasta entonces me compraba mi familia, y puso en mis manos la Biblia, el Pequeño Larouse y un ejemplar del Quijote en dos tomos. Era la edición cubana ilustrada por Juan Moreira.

Muy lejos estaba yo entonces de imaginar que, ya en la secundaria, decidiría estudiar en la Academia de Artes Plásticas San Alejandro y sería alumna suya.

Sí recuerdo que, habituada como estaba a las preciosas ilustraciones realistas a color de los cuentos de hadas y a las ilustraciones en blanco y negro de esos mismos libros, con una fuerte influencia Art Nouveau del gran ilustrador inglés Audrey Beardsley, las líneas algo hieráticas y el dibujo plano de aquellos tomos quijotescos no me gustaron nada.

Y llegó el día en que me presenté en aquel lugar que sigue en mi memoria como un mundo absolutamente mágico, y Moreira fue uno de mis profesores de dibujo.

Lo recuerdo como una figura del Greco, tan alto, delgado y pálido como el conde de Orgaz, con una cerrada barba negra y su inseparable sombrero.

Con las muchachas, fue siempre muy respetuoso y considerado, aún en casos como el mío que, habiendo elegido la Pintura como especialidad, carecía por completo de habilidades para dibujar porque no veía los volúmenes, todo lo contrario de lo que me ocurría en Escultura, donde me destacaba precisamente por verlos demasiado bien, fenómeno que llamaba mucho la atención del claustro de profesores y nadie se explicaba.

Mientras algún que otro profesor, cuyos nombres cayo por la mucha agua que ha pasado desde aquellos tiempos bajo el puente, pero sobre todo porque tenían razón, me dijeron crudamente que yo carecía de talento para la pintura y el dibujo y debería “irme con mi música a otra parte”, Moreira se sentó conmigo una tarde debajo de una de las muchas estatuas que adornaban la escuela, y dando muchas vueltas, con gran delicadeza, me hizo ver que mi verdadero lugar no estaba con pinceles y tubos de óleo, sino en el barro del aula de Escultura, y me recordó las escultoras cubanas que han brillado en nuestra historia de la plástica. Me habló largamente de Rita Longa, de Gilma Madera, y me aseguró que estaba convencido de que yo podía llegar a ser como ellas.

La decisión no fue difícil para mí, porque, aunque yo amaba la pintura con pasión, sentía sensaciones físicas casi eróticas cuando hundía mis manos en el barro fresco, al extremo de que, desde el primer día que pisé la escuela, el profesor Fausto Ramos, al ver con la firmeza que yo hundía mis manos en la tina de aquel fango húmedo y lleno de piedrecitas, sin una sola mueca de asco, se me quedó mirando y vaticinó: “Tú vas a ser escultora”.

Su vaticinio, desgraciadamente, no llegó a cumplirse, porque en cuanto pasamos en tercer año del barro a la madera, cierta condición de mi organismo me impidió seguir en la escuela.

Pero lo importante de este recuerdo es, hoy, la compasión que, sin hacerla evidente, me demostró Juan Moreira, porque él sabía que mi gran sueño era pintar. Si no se hubiera dedicado a la pintura, creo que tenía grandes dotes para la Psicología.

Nunca lo vi descomponerse con ningún alumno, era afable y no muy dado a hablar, como otros profesores que sí parecían atacados de ecolalia, aunque eran muy simpáticos. Moreira era un artista reconcentrado, o por lo menos así lo recuerdo. Amaba el grabado como pocos he visto. Yo nunca visité su taller porque él no solía invitar a los alumnos, pero seguí de cerca su obra, sobre todo su trabajo como ilustrador, aunque, después que abandoné la escuela, solo volví a verlo un par de veces en mi vida.

Ojalá todos los maestros dejaran una huella en sus alumnos como la que él dejó en mí, aunque nunca fuimos cercanos, pues hay profesores que, siendo ellos mismos grandes artistas y poseyendo una sensibilidad innegable para su obra, no son empáticos con sus alumnos y no tienen el tacto necesario para no herir a quienes se equivocan de vocación o no tienen el talento necesario para dedicarse a ella.

Moreira no era así, era un hombre considerado, creo que tenía buenos sentimientos, y fue un gran artista, a pesar de lo cual nunca lo vi persiguiendo honores ni reconocimientos. El sitio web Portal de La Habana le dedica estas hermosas palabras:

…laboró como asistente de Venturelli en los murales del Hotel Habana Libre y del edificio donde se fundó Prensa Latina, realizó románticos retratos de héroes y amigos acompañados de animales...y avanzó hacia una vertiente de arte erótico sintética en diseño y purista en los cuidadosos planos cromáticos de duros contornos.

Moreira fue un exigente profesor de dibujo en la Escuela Profesional de Artes Plásticas "San Alejandro", concibió composiciones ornamentales y simbólicas para fuentes y espacios de la existencia pública urbana. Ya llegará el momento de la justa y necesaria muestra retrospectiva, de sacar a la luz cuanto hizo y ha de conocerse por generaciones nuevas, de reunir sus aportes en un libro cargado de historia y sentimientos.

Ya he dicho adiós a varias personalidades de la cultura cubana a quienes tuve el honor de conocer y, por supuesto, hasta que yo misma sea llamada, continuaré haciéndolo, siempre con la misma pena por la pérdida que cada uno de ellos representa para el arte de mi país. Así que otra vez lo hago, esta vez digo adiós a Juan Moreira. (Gina Picart)

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