El 21 de octubre de 1893 murió en La Habana el gran poeta modernista cubano Julián del Casal. No voy a hablar de su obra, que eso ya lo han hecho hasta la saciedad quienes lo reconocen y respetan, sino de lo que Casal es para mí.
Alguien le llamó el paje de la muerte. Lo fue. Enfermo desde muy joven de una tuberculosis que le provocó un aneurisma en la aorta, Casal tuvo siempre presente que su vida sería breve y hubiera querido vivirla intensamente, pero para lograrlo habría necesitado instalarse en los imaginarios que tanto amó: Francia, la Edad Media, el Japón, la Grecia clásica. Esa es la condena de muchos poetas que nunca pueden hacer realidad sus sueños.
Todos no son lord Byron, que amaba a Grecia y se fue a morir en tierra griega luchando por la libertad del país que veneraba más que al suyo propio. Los sueños de los poetas casi siempre se transforman en versos y, si acaso, alimentan otras almas, pero jamás el alma hambrienta de quien los hace.
Yo le he dedicado mi último libro, La serpiente roja, y en el último cuento, Encuentro con el paje de la muerte, lo busco febril por la Ciudad Vieja en los lugares que frecuentaba y yo también he frecuentado, y termino encontrándolo en el jardín de Madre Teresa de Calcuta, uno de mis espacios mágicos que, estoy segura, él también habría amado si hubiera existido en su época.
Escribí ese cuento como un experimento sobre lo que yo diría a Casal, si en realidad lo encontrara. Para mí, Casal es una parte del alma habanera que está hoy extinta. Es ese perfume hipnótico y raro que sentimos al pasar por una calle donde no se ve a nadie o al entrar en una habitación vacía, un rastro que quedó, pero anuncia, para quien sea capaz de comprender, que ha estado allí un príncipe del espíritu, alguien a quien no alcanzaremos a ver jamás.
Casal tuvo una sensibilidad sublime y mórbida, tal vez de no haber estado tan enfermo desde su niñez su poesía no hubiera sido tan doliente, pero de lo que estoy segura es de que habría sido el mismo amante de la belleza y lo exótico, porque la belleza es un instinto, el núcleo de la vitalidad de un alma, como la pasión por la muerte lo es del dolor y de la pena de un alma.
He meditado mucho sobre el rechazo y la burla que despertó Casal no solo entre la gente común, sino entre la mayoría de los intelectuales habaneros de su tiempo, y me da miedo llegar a la conclusión a que he llegado y que nace de esta pregunta: ¿por qué solo sus amigos de La Habana Elegante, los Borrero y poetas tan gigantes, como José Martí, Rubén Darío y otros modernistas de América pudieron comprender la grandeza de Casal, y en nuestros días solo un grupo de poetas y algún que otro escritor luchamos sin éxito por rescatarlo de un silencio que es como un gemelo del olvido? ¿Aún tanto tiempo después de ser espectro, sigue teniendo “el pobre poeta”, como le llamó Martí en su obituario, sus enemigos encubiertos?
Duerme Casal sus sueños imposibles en una sepultura abandonada que, acaso, no guarde sus verdaderos restos.
Nosotros seguimos dormidos, pero no en un ensueño poético, sino en una modorra del espíritu que espanta por lo abismal. Cada vez que callamos su nombre, el poeta se nos vuelve a morir. (Gina Picart)