Arraigado en la fibra más íntima de la nación cubana, Fidel nos sigue acompañando desde la sobrevida. No hay metáfora en esa afirmación, sino certeza cabal de que su espíritu rebelde pervive en la cotidianidad de un país que no renuncia a la construcción de la obra social, emancipadora y humanista que es la Revolución.
El Comandante en Jefe también vive,
especialmente, en el pueblo. Y es esa, quizá, la razón más hermosa que
demuestra que su viaje a la inmortalidad -emprendido aquel desgarrador 25 de
noviembre de 2016- figura solo como pretexto para extrañar su presencia física,
pues hace mucho tiempo que su legado estaba impregnado en el sentir de millones
de agradecidos.
Por eso, aunque haya partido a
otra dimensión, Fidel no ha dejado de estar entre nosotros. Renace en cada
batalla que libra el país, en cada nuevo desafío, en cada victoria, en cada niño
que aprende a leer y a escribir la palabra Patria, en cada gesto de solidaridad
o altruismo…, en la defensa de la verdad y de lo justo.
En presente también se habla del
líder inquebrantable que jamás cedió un ápice frente a las amenazas del enemigo
imperial; del hombre de ciencia que avizoró la necesidad de emanciparnos por
nosotros mismos y con nuestros propios esfuerzos; del estadista con visión
estratégica de futuro; y del político excepcional que con humanismo,
inteligencia y constancia convirtió a una pequeña isla del Caribe en un
referente mundial de lucha y resistencia.
De esa herencia moral se nutre
hoy la fortaleza de los cubanos para sortear las más complejas adversidades que
nos acechan. Los ejemplos sobran.
Basta con recordar que, cuando una
pandemia sin precedentes puso en vilo a toda la humanidad, nuestros científicos
fueron capaces de desarrollar soberanas vacunas para combatir con eficacia la
terrible enfermedad, dentro y fuera de la Isla. No hubo duda de que ese
resultado extraordinario era el fruto del empeño del líder histórico por
fomentar la industria biofarmacéutica en el país.
Cuando nos quisieron arrebatar la
tranquilidad con intentos de disturbios que amañaban los intereses
injerencistas del gobierno estadounidense sobre nuestro cielo, la defensa de la
soberanía nacional primó en el sentir de un pueblo comprometido con su historia
y con la convicción fidelista de defender valores en los que se cree al precio
de cualquier sacrificio.
Cuando otras naciones han
necesitado la ayuda internacionalista ante la ocurrencia de epidemias,
huracanes, terremotos y diversas situaciones de desastre, ahí han estado
nuestros galenos del Contingente Internacional Henry Reeve poniendo en alto el
nombre de la Mayor de las Antillas, brindando un servicio de calidad,
devolviendo la esperanza a los más humildes y perpetuando, con su hacer, las
ideas del Comandante.
Su semilla fértil, además, anda
esparcida por todo el continente de América Latina y el Caribe; está en África,
en Vietnam y en tantas otras naciones, donde el crisol de su vocación solidaria
aún irradia con hondura bajo el principio de compartir lo que tenemos y no lo
que nos sobra.
Martiano de honda raíz, nuestro “Quijote
americano”, como lo bautizara su entrañable amigo Hugo Chávez, no quiso
monumentos en Cuba que lo glorificaran ni calles que llevaran su nombre. Y,
ciertamente, no los necesita en su tierra. A Fidel lo podemos encontrar en
cualquier sitio y en cualquier momento, proyectado en cada obra social
edificada con el esfuerzo de un país en Revolución.
Lo podemos encontrar en el
campesinado dignificado, en las mujeres emancipadas, en los maestros más
consagrados… y en el espíritu deportivo y cultural de una nación que tiene ante
sí el reto tremendo de continuar defendiendo la convicción profunda de que no
existe poderío en el mundo capaz de aplastar la fuerza de la verdad y las
ideas.
Por eso ahora, cuando se nos
convoca a participar, a construir, a formar parte activa de las transformaciones
que demanda Cuba en medio de circunstancias económicas dificilísimas, muchos
buscan las respuestas en Fidel, el gigante de verde olivo que nos enseñó que
para sostener nuestra obra socialista tenemos que cambiar todo lo que deba ser
cambiado, y desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera del ámbito
social y nacional.
De su prédica revolucionaria,
sustentada en el ejemplo mismo de quien vivió por y para los humildes, hemos
aprendido también que la «Revolución es creer que se pueden mover montañas», y
que es posible convertir en realidad los sueños colectivos si no nos faltan la
unidad, la perseverancia y la fe en la victoria.
No existe huracán, por fuerte que
sea, que quiebre la voluntad de recuperación de los cubanos. Eso también nos lo
enseñó Fidel. No hay, tampoco, ninguna medida coercitiva del bloqueo que
amilane nuestro empeño de seguir trabajando, de seguir fundando y de seguir
resistiendo, porque la máxima que nos guía es la de luchar con audacia,
inteligencia y realismo.
Y aunque sabemos que en lo
adelante nada será sencillo, pues la política expansionista y neoliberal de las
grandes potencias no se detendrá, Cuba seguirá sorteando los obstáculos bajo
los principios inquebrantables de la Revolución, que es lo mismo que mencionar
los innegociables preceptos que nos inculcó Fidel.
Absuelto por la historia, su
ejemplo nos compromete, la vigencia de su obra nos guía, y su presencia de luz
nos ilumina. Porque el Comandante en Jefe vive en todos los que no lo dejaremos
morir; se agiganta en los que se levantan cada día a construir un país mejor; y
se consolida en la belleza que emana del decoro.
Al retratarlo en versos, el
argentino Juan Gelman expresaría: “Dirán exactamente de Fidel/gran conductor,
el que incendió la historia etcétera/pero el pueblo lo llama el Caballo y es
cierto/ Fidel montó sobre Fidel un día / se lanzó de cabeza contra el dolor,
contra la muerte…”.
Y es que, sencillamente, nuestro
líder histórico sigue palpitando en todas las dimensiones de la Revolución. (Granma)