Recordaremos 2022 como un año difícil en todos los órdenes. También lo fue para el cine cubano, cuya producción se vio menguada principalmente por la pandemia, la emigración del talento joven y los crecientes problemas económicos (las ayudas del Fondo de Fomento se vieron afectadas por la carestía y la inflación). A pesar de estos y otros obstáculos, el Festival de La Habana consiguió estrenar, hace unos días, los más recientes filmes de Fernando Pérez (El mundo de Nelsito) y Kiki Álvarez, que abordaremos en estas páginas a medida que se vayan estrenando. Además, hace unos días, el Icaic exhibe en salas cinematográficas Oscuros amores, el filme más reciente de Gerardo Chijona.
No creo que traicione ni un ápice mi oficio crítico si reconozco, en primer lugar, las titánicas y complicadísimas circunstancias en que se realizaron todas estas obras, y otras que veremos seguramente a lo largo de 2023 como el segundo largometraje de Patricia Ramos (cuyo título de producción es Una noche con los Rolling Stone) y la ópera prima de Alan González Una mujer salvaje. Varias interrupciones afectaron la preproducción, el rodaje y la edición de todos estos filmes y también de Oscuros amores, que padeció además la pérdida de tres piezas claves en su realización, tres creadores recientemente fallecidos a los cuales se dedica la película: Juan Carlos Tabío, el más eficaz realizador especializado en comedias que ha dado Cuba; el eminente director de fotografía Raúl Perez Ureta, y el entrañable y versátil actor Enrique Molina, vinculado con varios proyectos anteriores de Chijona como Un paraíso bajo las estrellas (2010) y Esther en alguna parte (2013).
Con tres historias de amor y muerte, a lo largo de las 12 horas que abarca una noche habanera, el más reciente filme de Chijona aspira a garantizar su eficacia a partir de un elenco estelar (tal vez uno de los mejores que se haya visto en pantalla en la última década) todos interpretando personajes bizarros y excepcionales, fuera de las zonas de confort habituales. Mientras tanto, la trama ansía seducir al espectador mediante el popular registro de la comedia, aquí con matices de humor negro, y dentro de una trama de enredos y equívocos, que tributan a un argumento farsesco, que pone de manifiesto, en última instancia, el entrecruzamiento entre los deslices éticos de las tres historias y personajes cuyo comportamiento resulta francamente anómalo.
Actores fetiches de Chijona han sido también Carlos Enrique Almirante y Vladimir Cruz, obligados a superarse profesionalmente ahora y en las anteriores La cosa humana y Los buenos demonios. Ambos actores, el uno en el papel de un cubano que regresa para reiniciar un antiguo romance, y el otro en el difícil papel de un director de orquesta cuyas acciones desencadenan la historia, se ocupan de darles la bienvenida, en numerosas escenas, a tres actrices capaces de insuflar nuevos aires al cine cubano, si aparecieran con mayor frecuencia: está la contundente carnalidad de Yenni Soria, la facilidad para la autoparodia de Yailín Coppola, y la refractaria organicidad de Yailene Sierra.
Isabel Santos otra vez comparte reparto con Luis Alberto García (treinta y tantos años después de actuar juntos en Adorables mentiras, la ópera prima de Chijona) y aquí interpretan a dos insólitos personajes: Celina, una veterana sofisticada y necrófila, y Mediondo, un traficante de drogas, zafio y lujurioso. Ambos personajes significan un nuevo empeño de ambos intérpretes por seguir escalando los estrados más altos de la versatilidad y la profesionalidad en tanto encarnan antihéroes, gente rara y extravagante, como es costumbre en las comedias, por más que se realicen en una atmósfera de crisis económicas y lamentables pérdidas.
Y tal vez esa contradicción entre el deseo de hacer una comedia ligera, efervescente, coral, y cierta tristeza irreprimible, extraña, a veces amenaza con lastrar los propósitos más altos de esta película inusual de uno de nuestros cineastas más prolíficos cuyos filmes, tanto documentales como de ficción, son medulares para comprender la evolución del cine cubano desde los años 80 hasta el presente. A diferencia de películas anteriores del director (Adorables mentiras, Boleto al paraíso, Los buenos demonios) su nueva producción se aparta de empeño por caracterizar a fondo personajes que, además, intenten demostrar una tesis.
Aquí triunfa lo absurdo de los escenarios y de las relaciones entre los personajes, se adueñan del guion los gags verbales y las situaciones disparatadas, como una escena de baile que aparece hacia el final y que se mueve sobre el filo cortante del ridículo total, un tono por demás lícito en una comedia. A este respecto puede decirse que Paula Alí y Osvaldo Doimeadiós refrendan sus respectivos prestigios de humoristas cuando interpretan, respectivamente, a la dueña de una «posada» donde ocurre un crimen, mientras que él se ocupa de «darle vida» al personaje de un cadáver, resucitado mediante la imaginación de la necrófila.
Con un desenlace quizá súbito, y medio forzado, donde se salva la genuina voluntad de rendirle homenaje al cine cubano, Oscuros amores pudiera ser vista en tanto emprendimiento nocturnal y lánguido dentro de nuestra escueta producción reciente de comedias cinematográficas. Seguramente dista de la altura a que arribaron las mejores películas de Chijona, y por supuesto que provocará criterios divididos, como todas las comedias que en el mundo han sido, pero lo que soy yo me niego a trucidar críticamente este nuevo empeño de nuestra cinematografía, porque, en primer lugar, me alegra que todavía seamos capaces de pensar en cine; en segundo lugar, porque me trae de vuelta a algunos de los actores y actrices más queridos de nuestras pantallas, y además, porque me enseñaron desde niño lo que significa el sentido de pertenencia. Quien desee destrozarla escena por escena lo puede hacer. Pero que no cuenten con mi complicidad. (Por Joel del Río. Juventud Rebelde)
Isabel Santos en su papel de Celina, una veterana sofisticada y necrófila, junto a Osvaldo Doimeadiós.
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