Se habla mucho en todas partes de
las últimas noticias sobre Marte, el planeta que ha fascinado a tantos
científicos, místicos y escritores de ciencia ficción desde hace no menos de
tres siglos: ¡hay agua allí, hay atmósfera y probablemente vida!
¡Por fin un lugar adonde podría escapar la depredadora humanidad
terrícola que está viendo acabarse sus opciones en su mundo de origen!
Cuando leo todo esto y recuerdo novelas, poemas, filmes sobre el tema a lo largo de mi existencia, surge ante mis ojos, desmesuradamente agigantada, la imagen del más grande escritor de ciencia ficción de todos los tiempos, el norteamericano Ray Bradbury, y su hermosísimo libro Crónicas marcianas, que ha sido (y sigue siendo) la Biblia de tantos amantes y cultivadores del género.
Bradbury también soñaba con el planeta rojo, pero sin olvidar la realidad. Por eso, en todas las expediciones a Marte que imaginó en sus textos, había siempre una Humanidad que llegaba en sus cohetes y lo ensuciaba todo, destruyendo los monumentos marcianos de una magnificencia olvidada y sembrando los desiertos marcianos de envolturas cerosas de hots dogs.
Vivir en otra parte, aunque sea en Marte, no salvará a los hombres de sí mismos.
Llegaremos a los desiertos anaranjados de Marte y construiremos cúpulas que albergarán ciudades, y cúpulas climatizadas bajo las que desarrollaremos una agricultura y una ganadería florecientes; haremos muchas investigaciones, descubriremos nuevos metales, construiremos naves mejores y capaces de navegar por el universo; alargaremos hasta la eternidad la capacidad de vida del homo sapiens; eliminaremos la posibilidad de que nazcan seres deformes o enfermos; puede que hasta lleguemos a alcanzar la perfección que Dios promete a los puros de corazón.
Pero cualquier tarde, como imaginaba Bradbury, cuando estemos sentados en las terrazas y los pórticos ciclópeos de nuestros nuevos palacios marcianos, viendo pasar nubes de polvo dorado por un cielo de astros nuevos y pastar las más caprichosas formas animales que hayamos sido capaces de crear manipulando el ADN, nos estrujará de repente el corazón la sensación familiar de que hemos empezado a agotar, también, los recursos naturales de Marte.
Entonces daremos inicio a una frenética actividad científica que nos lleve a descubrir otro planeta con agua, con atmósfera y con capacidad para la vida adonde podamos fugarnos cuando la naturaleza marciana, harta de nosotros, nos expulse del paraíso conquistado en otra vuelta de tuerca.
Ahora mismo, he leído que alguien ha tenido la idea de abrir una bolsa de papas fritas en suelo marciano… Mi pánico solo es comparable a mi confusión.
Y aquí viene a mi mente la figura de un gran poeta griego-alejandrino, Constantino Kavafis, autor de uno de los poemas más significativos y demoledores que yo haya leído: La ciudad, y aquellos dos versos que repite al final de cada estrofa como un sonsonete anunciador del destino más oscuro: “Donde quiera que vayas/ la ciudad te seguirá”. Porque el hombre no necesita cambiar de planeta ni fugarse a los espacios siderales con sus adelantos tecnológicos escondidos bajo su casco de cosmonauta.
Lo que la humanidad necesita es una conciencia mayor de respeto a la naturaleza y a sí misma. Lo que el hombre necesita es aprender modos de convivencia donde la guerra no tenga ninguna posibilidad de existir. Lo que el hombre necesita es amor y piedad hacia el planeta que es su casa, hermoso, pródigo, el mejor de todos los paraísos, y que valoramos tan poco.
Si fuéramos capaces de evolucionar hacia estados superiores de conciencia que hicieran todo eso posible, no tendríamos necesidad de pensar en Marte como el hogar sustituto del que estamos perdiendo, sino, acaso, como un sitio donde pasar unas vacaciones novedosas, llenas de encanto.
Mientras no aprendamos a ser mejores, la ciudad nos seguirá adonde quiera que vayamos, con todos nuestros vicios, nuestros pecados, nuestros crímenes y nuestros odios.
Siempre seremos una raza aniquiladora, obligada por su propia mano a escapar sin sosiego de planeta en planeta, hasta que desaparezca del universo el último de nosotros. Bradbury lo sabía. Nosotros no queremos darnos por enterados. (Gina Picart)