José Martí, la mente prodigiosa (+ video)


Durante mucho tiempo ha sido frecuente la expresión de asombro ante el caudal de conocimientos que pudo atesorar Martí en vida tan agitada y breve. Ese pasmo poseyó también a la gente que estuvo cerca de él, y aún a quienes se adentraron en la intimidad de su trato y de su vida. Son así numerosos los testimonios que nos han llegado de quienes, al tratarlo, se maravillaban de que pudiera manejar ideas tan firmes y extensas sobre materias que no eran su especialidad.

Así comienza el primer párrafo  del cuaderno titulado Martí Crítico de Arte (Cuadernos de divulgación cultural de la Comisión Nacional Cubana de la Unesco, La Habana, 1953)del intelectual y periodista habanero Félix Lizaso, miembro fundador del Grupo Minorista y miembro del Consejo Editorial de la Revista de Avance. Colaboró en varias publicaciones de su época y se le considera una de las figuras más representativas del periodismo cubano de la primera mitad del siglo XX. Lizaso era un apasionado admirador de José Martí y un estudioso de la obra y pensamiento del mayor prócer de Cuba y uno de los pensadores más importantes de habla hispana.

No ha habido alguien que haya reflexionado sobre la vida y obra de Martí que no se haya preguntado cómo pudo adquirir una cultura enciclopédica de corte humanista en su breve y convulsa existencia. Maestros tuvo magníficos, pues fue el discípulo amado de Rafael María de Mendive, quien a su vez lo fuera de José de la Luz y Caballero, una de las más grandes personalidades de la pedagogía hispanoamericana y un coloso del pensamiento ético. Pero Martí procedía de una familia humilde, y ni su padre valenciano ni su madre canaria tenían una escolarización significativa. Creció en un hogar muy pobre y vivió los primeros dieciséis años de su vida en La Habana de la segunda mitad del siglo XIX, en la que, si bien confluyeron muchas mentes brillantísimas en todos los saberes de la época, no había instituciones culturales lo suficientemente preparadas como para que un adolescente pudiera hacerse con una cultura grecolatina clásica de la mejor estirpe y se convirtiera, a tan precoz edad, en alguien capaz de escribir una pieza teatral como Abdala, cuyo manejo poético y teatral es ya la obra de un autor dramático completamente maduro.

¿Era Martí un genio o una mente de altas capacidades? Para llegar a una conclusión definitiva de carácter científico nos falta un dato considerado esencial en la actualidad: el cociente de inteligencia o CI, que considera genios a todos los individuos que rebasen la cifra de 140, aunque hoy conocemos grandes científicos y sabios que con un poco menos han hecho descubrimientos que han cambiado el mundo y la civilización humana. En tiempos de Martí emergía la célebre ciencia de la Frenología, que pretendía calibrar las condiciones y dotes de la personalidad humana por las formas del cráneo, y de acuerdo con sus postulados, la forma de la bóveda craneana de Martí y la llamativa elevación de su frente habrían bastado para concederle la genialidad más absoluta. Un criterio que se maneja hoy tiene que ver con la genialidad en todas las áreas del conocimiento, y un ejemplo perfecto de ello sería el italiano Leonardo de Vinci, músico, pintor, arquitecto, matemático, ingeniero, químico, etc. Pero tanto la frenología como la multivalencia de la inteligencia, sobre todo en el caso de la primera, no consiguen explicar el misterio de la genialidad. Einstein, por ejemplo, fue un genio de la Física, con un CI que aplica para merecer reconocimiento de genialidad, y sin embargo no se conoce que haya creado jamás alguna obra que pudiera inscribirse en el terreno del arte.

Otro factor importante a la hora de hablar del genio, consiste en la polémica de si puede brillar sin ser cultivado a través de una educación adecuada o, de lo contrario, no se manifiesta. Los estudios en torno al genio han revelado la existencia de individuos que no asistieron a grandes universidades ni realizaron altos estudios y, sin embargo, hicieron aportes decisivos para el desarrollo de la ciencia y la tecnología. En el caso de Martí, se sabe que desde sus primeros años su vida fue una absoluta consagración al estudio y a la meditación. Quienes hayan visto esa genial película del cineasta cubano Fernando Pérez, Martí, el ojo del canario, se habrán percatado de la atención que presta Fernando a una condición muy especial presente en Martí desde su infancia: su extraordinaria conexión con la naturaleza y su temperamento melancólico dado a la introspección y la meditación. A estas características de su personalidad de une la extraordinaria rapidez con que era capaz de absorber conocimientos y procesarlos.

Siempre se ha dicho, y ya es un lugar común, que si Martí no se hubiera entregado en cuerpo y alma a la causa de la independencia de Cuba, habría sido un artista genial. Lo fue como poeta y escritor, al extremo de que se le considera uno de los iniciadores de la única corriente literaria que ha nacido en América, el Modernismo, cuyos límites desbordó, pues su obra no queda enmarcada dentro de los patrones de este movimiento, como sí es el caso de Rubén Darío y Julián del Casal, el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera y otros. Así lo ha reconocido la Real Academia de la Lengua Española, rancia institución líder de nuestro idioma que no prodiga sus loas, con la reciente publicación de una selección de prosas martianas en cuyo prólogo se afirma que Martí revolucionó la lengua española. Su poesía, en especial su libro Versos sencillos, creó nuevas formas métricas que todavía hoy deslumbran a los estudiosos del arte poética.

Su actividad periodística no solo fue prolífica, sino también impecable, y sus principales características son su poder de observación, la penetración psicológica y un estilo muy avanzado para su época, y que nadie ha logrado imitar después de él. No he conocido cronista más suntuoso ni crítico de arte con semejante lúcido fervor. Su capacidad profundísima de observación, su sensibilidad casi rayana en lo patológico, hicieron de él un observador implacable a cuyo ojo no escapaba detalle alguno, y pienso que si Martí se hubiera dedicado a la pintura, hubiera destacado tanto en ella como en las letras. Muy a menudo he observado que cuando un pintor escribe, y esto lo he notado muy especialmente en Martí y en Jean Hugo, la plasticidad de las descripciones confiere a su prosa algo sumamente diferente de quienes no poseen el don de la mirada pictórica.ç

Aunque en la universidad mis profesores de Filología siempre me dijeron que los diferentes lenguajes del arte no son intercambiables entre sí, no son traducibles de un soporte a otro, yo siempre he tenido la inquebrantable convicción de que entre la imagen y la palabra existen puentes misteriosos, pero que no le es dado descubrir ni explorar a todos los escritores. Los antiguos griegos ya sabían esta enigmática verdad, y para nombrarla crearon un vocablo hermoso: ekphrasis. Según el semiólogo, investigador y escritor italiano Umberto Eco «cuando un texto verbal describe una obra de arte visual, la tradición clásica habla de écfrasis». Luz Aurora Pimentel, investigadora y teórica literaria mexicana, señala la existencia de tres clases de écfrasis: la «referencial», aquella donde el objeto plástico existe en la realidad autónoma; la «nocional», en la cual el objeto visual solo existe en el lenguaje, como por ejemplo el escudo de Aquiles relatado por Homero en la Ilíada. La tercera categoría, propuesta por Pimentel, se titula «referencial genérica» y es aquella en la que, sin designar objetos precisos, remite al estilo de un artista (personalidad, estilo, trascendencia de su obra, etc.):  

La comparación entre poesía y pintura es recurrente en la historia del arte occidental. La entrada de la écfrasis a este enfrentamiento, en lugar de servir como reconciliación entre ambas artes, ha sido utilizada para separarlas más; por un lado, los defensores de la pintura señalan que la écfrasis, en la poesía, es un elemento parasitario de la pintura, y por el otro bando, los amantes de la literatura aseveran que la écfrasis enriquece a la poesía. El debate se centra en la diferencia de lenguajes, ya que el lenguaje escrito es continuo, visual y auditivo, mientras que el lenguaje pictórico es simultáneo y visual”.  

Yo podría citar un ejemplo que constituye una vivencia personal mía y también se relaciona con La Ilíada. Mientras me encontraba como invitada en un Festival Literario en la isla portuguesa de Madeira, tuve la oportunidad de asistir a una conferencia dictada por un profesor de la Universidad de Milano, Italia, cuyo título era La mirada panorámica en La Ilíada.

No recuerdo el nombre del conferencista, pero sí que habló todo el tiempo en italiano y, sin embargo, yo no solo comprendí perfectamente lo que decía aunque no he estudiado ni hablo esa lengua, sino que aún conservo las notas que tomé. El tema de la conferencia era la descripción que hace Homero —a través de la mirada de los héroes troyanos desde los altos muros de su palacio— del ejército griego en formación militar antes del primer ataque a las murallas de la ciudad sitiada. El término panorámica no es para nada ajeno para un guionista de cine y televisión, un camarógrafo, un director. Es un tipo de toma que la cámara realiza desde lejos, de manera que muestra al espectador el cuadro general de algún suceso, un paisaje, etc.

El conferencista demostró cómo la descripción homérica de las tropas griegas era exactamente lo que hubiera mostrado una cámara de cine emplazada sobre las murallas troyanas. Eso es ekphrasis, o dicho de un modo más simple: pintar con la palabra, y aquí se me ocurre mencionar que la poeta Gabriela Mistral, en una conferencia que impartió sobre la obra de nuestra Dulce María Loynaz, dijo que esta usaba “palabras-pintura”. No sé si  Mistral conocía el término griego, pero se refería al mismo fenómeno linguoestilístico: la capacidad de conferir visualidad y materia a la voz descriptiva hasta equipararla al impacto de la mirada ante la contemplación de una pintura. Si yo fui capaz de comprender durante 45 minutos la exposición del profesor milanés, no tengo duda alguna de que se debió únicamente a la fuerza de la ekphrasis.

Y este es el secreto tremendo de la grandeza de Martí como crítico de artes plásticas (porque su desempeño como crítico teatral no va a ser tema de este trabajo). Lizaso y otros estudiosos de la obra de Martí sostienen que fue en España donde tuvo sus primeros contactos con la pintura, pero ello no ocurrió solo en los museos, que también visitó a su paso por París, sino a su amistad con pintores españoles, en cuyos atelieres era muy bien recibido.

Quienes se han movido alguna vez en las aulas de una academia de artes plásticas, saben que no es lo mismo estudiar la pintura a través de las láminas de los libros de arte, que ver a los pintores  en plena faena frente a sus lienzos, paleta en mano mezclando colores y ensayando pinceladas, claroscuros, luces, volúmenes, veladuras… Sabemos por Fermín Valdéz Domínguez, el amigo del alma de Martí desde su infancia, que fue durante la estancia del Apóstol en Zaragoza, España, donde Martí frecuentó el taller del pintor Pablo Gonzalvo. Lizaso afirma que fue así como obtuvo Martí por primera vez “un conocimiento íntimo de los anejos de la pintura”. Las visitas frecuentes y ensimismadas del Maestro a los museos de Madrid le pusieron en contacto con la pintura del gran artista aragonés Francisco de Goya y Lucientes, pintor oficial de la Corte Real pero también del pueblo. Lizaso piensa que la enorme influencia ejercida por Goya sobre la sensibilidad pictórica de Martí se debió a la afinidad espiritual que los unía, aunque nunca se encontraron en vida. Gonzalo de Quesada conservó los cuadernos de anotaciones de Martí, entre los que se encuentran unas  Notas al pie de los cuadros de Goya, que el joven exiliado cubano tomó velozmente durante su estancia en los museos. Lo que más impactó a Martí de la pintura goyesca fue, además de su profunda sensibilidad y su fuerza de expresión, el empleo del color.

Martí llega a México en un momento de esplendor cultural. En ese país es donde eclosiona como el periodista brillantísimo que fue, y allí se repite la misma situación que con el zaragozano Golzalvo. Martí traba amistad con el pintor mexicano Ocaranza y frecuenta su taller, como también el del escultor Contreras. Una tarde, cuando este daba término a la estatua que le habían encargado sobre una figura prominente de México, viene llegando el poeta Urbina, quien se asombra de ver un nutrido grupo de artistas y escritores entre los que descubre a Gutiérrez Nájera, nucleado alrededor de un orador cuya voz describe Urbina como: “…de barítono atenorado, una linda voz cálida y emotiva, que parecía salir del corazón sin pasar por los labios, y así entrar en nuestra alma por un milagro del sentimiento. Las palabras eran finas, nuevas, musicales, como gemas combinadas en el broche deslumbrante de un joyel”. Y sigue el narrador:

Cuando terminó un aplauso unánime y un grito de entusiasmo desbordaron las emociones, se abrió el grupo y dio paso a un hombre pálido, nervioso, de cabello oscuro y lacio, de bigote espeso bajo la nariz apolínea, de frente muy ancha, ancha como un horizonte; de pequeños y hundidos ojos, muy fulgurantes, de fulgor sideral. Sonreía: ¡qué infantil y luminosa sonrisa! Me pareció que un halo eléctrico lo rodeaba. …Mis amigos me vieron y corrieron hacia mí agitando los brazos: “¡Ven, ven —exclamaron—¡Es José Martí”.

Tal vez la mayor prueba de la sagacidad del juicio martiano en cuanto a las artes plásticas haya sido su rápida percepción del nacimiento de una escuela nueva en la pintura mexicana. Él lo supo ver antes que nadie, y su profecía se cumplió generosamente con el surgimiento del muralismo azteca de Diego Rivera y Vicente Orozco.

Cuando Martí llega Nueva York, se reúne de nuevo en ambientes literarios y artísticos, y el pintor cubano Tomás Collazo, deslumbrado por el profundo conocimiento sobre arte que muestra Martí, así como por su extraordinaria penetración psicológica y su infinita cultura, obtiene para él un cargo de crítico de arte  en una revista, The Hour, que recién comenzaba a publicarse.

El culto ferviente a la paleta y a la fuerza expresiva de la composición va a caracterizar los trabajos martianos sobre crítica de arte, faceta de su obra a la que Martí no parece haber conferido demasiada importancia, tal vez porque no le pareciera meritoria su pluma en ellos, como lo demuestran las orientaciones que, para una futura publicación, ofrece en su correspondencia final con Quesada, donde le indica que solo cuatro de estos trabajos deberían ser reproducidos: El Dorador, perdido hasta hoy, El Cristo de Munckazi y el dedicado a los óleos del pintor ruso Vereschaguin, a quien Martí reverenciaba de un modo especial porque pintaba para predicar contra la crueldad y el dolor de las guerras. He aquí algunos fragmentos que escribió sobre las obras de este pintor:

Asiste a la campaña de Plevna, y la pintará en páginas copiosas, desde la primera trinchera de nieve hasta el hospital verdinegro donde muere cara a tierra el turco… Si pinta una batalla, la velará en humo espeso ¡acaso para decir que es toda humo!, como cuando su zar, desde la colina en que lo rodean, sentado en la silla de campaña, sus generales de banda lila al cinto, ve a lo lejos, por la humareda que les va detrás, que huye Rusia del turco, que Alá les va cortando las colas a los potros cosacos”. “0 pintará la batalla antes, con los soldados tendidos en el trigal, mano al gatillo, a las espaldas la manta amarillosa, como el cielo, y a un lado los jefes, en pie, de galón rojo en la gorra.

En Plevna antes del ataque. 1881.

O después del combate, pintará, con sangre acabada de derramar, los heridos de bruces, encuclillados, enroscados, moribundos. El centinela, de capote gris, tiene la cara deshecha. Un general, con la cabeza baja, como quien va a recibir la hostia de la muerte, está, casaca al hombro, a los pies del que acaba de expirar, con el rostro como barro. Otro muerto también, encogidas las piernas, y los brazos abiertos, se ríe, con la cara verde. Este alza con cuidado, como a un amigo, la pierna en tablillas. Ese se sujeta el brazo que le pende. Aquél aprieta los labios, al tratar en vano de levantarse entre mochilas, cantinas y fusiles rotos. Entre los muertos y heridos otros fuman. Un oficial, como para animar el cuadro frío, habla al paso con una cantinera. En la tienda repleta, un herido pide en vano entrada. Uno vuelve hacia atrás la cara sin ojos. La serranía, amarilla; el cielo, lanudo. Y el corazón no se conmueve ante aquella pintura de pensamiento compuesta como para aleccionar, porque la calma visible del artista, la madera de aquellos cuerpos, la mudez de aquel cuadro, donde falta la agitación de la agonía y la dignidad de la muerte, contrastan con un tema que pide miradas que desgarran, cuerpos que se hundan al abandonar el espíritu, líneas rotas y crespas, escorzos fugaces y violentos, y un aparente desorden de método que realce y contribuya al del asunto.

Puesto de socorro en Plevna después del ataque. 1881.

No quiero correr el riesgo de hacer más extenso este trabajo ahondando en pormenores de la faceta martiana como crítico de arte, aunque queda demasiado por decir. Sé que no puedo aspirar a responder la interrogante sobre si fue José Martí un genio o una mente de altísimas capacidades que incursionó con esplendor en la prosa, la poesía, el periodismo, el teatro, la oratoria, la política y hasta en temas científicos, además de su dedicación a la masonería, y todo eso de un modo ancilar, mientras unía al exilio cubano, conspiraba para enviar expediciones patrióticas a la isla y organizaba la Guerra de Independencia de 1895. Pero tampoco lo he pretendido. La grandeza mayor de Martí radica, para mí, en la fuerza con que inspiró en quienes le conocieron, y sigue inspirando todavía en muchos hombres y mujeres de hoy, la necesidad, torturante a veces, de acrecer cada día la estatura interior para llegar a ser, tan siquiera, una pálida sombra del Homagno con alma de titán. (Gina Picart)

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