Medicina natural y tradicional en La Habana colonial

Algunos piensan que la medicina natural y tradicional es un recurso a cuya sombra nos cobijamos cuando somos muy ignorantes o estamos pasando por una racha de carencias económicas que afectan el cabal funcionamiento de la medicina alópata, o sea, la asociada a doctores de batas blancas, hospitales, quirófanos, equipos de medicina nuclear, etc.

Como tantísimas ideas convertidas en creencias muy arraigadas, esto es completamente falso, porque la medicina natural se practica en Cuba desde los tiempos de los aborígenes y fue la única de la que pudieron auxiliarse los primeros españoles que pisaron estas tierras y los que luego las habitaron como residencia permanente.

La historia de la medicina natural cubana no termina con descubrimientos tan importantes como la causa de la fiebre amarilla ni con la aparición de la primera generación de médicos de esta isla graduados en prestigiosas universidades extranjeras, una de ellas la Escuela de Medicina de París, por solo citar un ejemplo, generación que dio grandes nombres, sobre todo en la Clínica, a la medicina nacional, cuyos galenos llegaron a gozar de reconocimiento fuera del país antillano.

La medicina natural y tradicional siempre se ha practicado en Cuba, y su capital nunca ha sido una excepción. Y tampoco hay que pensar que solo la empleaban las capas más bajas de la población: los esclavos, los libertos, los indios. Craso error: las clases altas no solo la consumían, sino que también la conocían muy bien y, en algunos casos, nuestras grandes damas eran verdaderas expertas en sus usos y la aceptaban sin remilgos.

Hay una historia sobre el tema, cuyo origen no puedo citar con exactitud porque la conocí mucho antes de dedicarme al periodismo; la leí en algún libro de crónicas o de historia habanera.

Se trata del caso de una ilustrísima familia de la villa de San Cristóbal de La Habana, cuyo hijo único se moría sin remedio de unas fiebres que los médicos llamados junto a su lecho no podían detener y menos encontrar su causa, que con gran probabilidad fuera tifus.

Con rostros graves, terminaron por desahuciar al muchacho, y se dio comienzo a la preparación de los funerales. Una tía del joven aristócrata pidió ayuda en secreto a un esclavo anciano de la dotación doméstica. El hombre, gran conocedor de la herbolaria y seguramente “un taita” consumado en su religión, recomendó a la atribulada señora un extraño remedio, que ella aceptó sin vacilar.

El esclavo comenzó a traer del palomar de la mansión pichones de palomas que, uno por uno, iba sacrificando y colocando entre el ombligo del agonizante y el hueso pubiano. Esta extraña cura duró horas. Cada vez que un pichón se iba enfriando otro le sustituía. Al fin, el moribundo abrió los ojos, y poco después estaba tomando de la mano de su tía una sopa de pichones preparada por el fiel esclavo.

¿Magia, brujería? No. Según la medicina natural y tradicional, tal como la conocemos hoy con todas las aportaciones de Asia y la India que han llegado a nosotros, esa zona del cuerpo humano es un muy importante centro donde se concentra la energía vital, que en el joven la enfermedad había mermado hasta casi conducirlo a la muerte.

La energía tiene muchas formas, y una de estas es el calor. El procedimiento del esclavo proporcionó una transmisión de energía de los cuerpos de los pichones a la zona llamada Tan-Tien (chakra 2) en medicina tradicional, elevó la capacidad del organismo del enfermo para derrotar el mal que lo aquejaba. Un médico chino habría usado ventosas; un médico actual, antibióticos. El esclavo actuó según su sabiduría ancestral y salvó a su amo. Pero la confianza de la tía en el anciano curandero fue decisiva, porque por su propia cuenta el esclavo nunca se habría atrevido a aplicar su remedio.

De un segundo caso sí puedo citar la fuente: la escritora habanera Renée Méndez Capote y su muy valioso libro Memorias de una cubanita que nació con el siglo.

El abuelo materno de Méndez Capote era nada menos que un personaje muy conocido en La Habana por ser un médico insigne, Papá Ramón su Mercé le llamaban hasta sus pacientes, que eran, sí, de la clase alta citadina, pero también pobres esclavos, a quienes trataba de manera enteramente gratuita.

Este interesantísimo personaje constituye por sí mismo motivo para una investigación periodística aparte de este artículo, tales fueron su prestigio y las anécdotas que protagonizó.

Solo diré, para que se entienda la relevancia de lo que cuento sobre la madre de Méndez Capote y la medicina natural, que Papá Ramón nació a finales del XVIII en el seno de la familia Chaple, fundadora de la Sociedad Económica de Amigos del País y cuyo apellido se inscribe entre los urbanizadores de La Habana e impulsores de la educación.

Los Chaple vivían entregados al cultivo de la ciencia, y Papá Ramón, como antes dije, era un médico ilustre y prestigiosísimo, cuyas curas, tan célebres como eficaces, le valieron la posesión de una calesa con tiro de caballos de lujo y arneses de plata, regalo de un poderoso cliente agradecido.

Pues cuenta Méndez Capote, de su madre María Chaple, cómo esta dama, nieta, biznieta, tataranieta, sobrina y cuñada de médicos, estaba muy orgullosa de sus antepasados galenos y sentía gran respeto por la ciencia, pero poseía todo un almacén de herbolaria y potingues de la más variopinta procedencia. Méndez Capote escribe en su estilo fresco y amenísimo, del que solo reproduzco fragmentos:

Mamá poseía un botiquín maravilloso. En el exterior era un mueble de aspecto inocente   era un escaparate chiquito, de caoba, con dos puertas de cristal cuajado, colgado en la pared, bien fuera del alcance de los niños.

En la primera tabla estaban alineadas las botellas. Licor de Basbieta, un agua verde que todo lo curaba, se empleaba para lavar rasponazos […] Poción Jacoud, que levantaba las fuerzas y se tomaba por cucharadas. Cola Cardinet y Quinium Labarraque, para después de las fiebres y los catarros. Pepsina de Mihale, para ayudar a digerir toda clase de cosas que los niños no deberían comer […] Licor de rábano y licor de berro para desarrollar muchachos sanos […]

[…] Después venían los implacables purgantes que constituían un hábito, y al que no sé cómo los cubanos resistimos y conservamos siquiera un pedazo de intestino […] El famoso aceite de ricino espeso, apestoso, asqueroso […]

En la segunda tabla se hallaban los polvos medicinales y las pomadas. Bicarbonato, ácido bórico, alumbre […] Bloquecitos de alcanfor, sebo de carnero en barritas para las inflamaciones musculares. Enjundia de gallina frita con orégano y laurel, que bien caliente curaba la ronquera, las bronquitis y los dolores de garganta. Manteca de cacao para las peladuras y grietas de los labios. Flor de adormidera para adormecer los intestinos desvelados por purgantes asesinos. […] Almidón tostado para aliviar en los muslitos gordos las consecuencias de tanto encaje y tanta tira bordada almidonada. […] Cascarilla legítima de huevo para conservar la blancura y la tersura de la piel. […] Mentol en cristales, que diluido en alcohol aliviaba los dolores de cabeza más rebeldes […]

Pero si hasta aquí el botiquín de María Chaple contenía remedios naturales muy usados en Occidente en aquellos tiempos y antes también, ahora viene la parte más ligada a la medicina natural y, también, la más asombrosa:

Y en la última tabla, lo que más fe inspiraba. La magia de las hierbas. Bejuco Ubí para asmas y catarros. Poleo blanco para los enfriamientos del pecho, y canela legítima de Ceilán para los enfriamientos del vientre. Anís para expulsar los gases atravesados. Hojas de salvia y llantén para los dolores de muelas. … Granadas secas para sujetar la caída del cabello. Raíz de altea para desinflamar los intestinos. Tilo y manzanilla, traídos directamente de España para aliviar los nervios y las malas digestiones.  Borraja para las fiebres, por si eran eruptivas. Semillitas de linaza y de mostaza, para hacer verdaderas cataplasmas y auténticos sinapismos […] tuna espinosa, que se tostaba y se aplastaba y se aplicaba sobre el vientre para aliviar las indigestiones […] perejil, que mezclado con alcohol curaba el reuma […]

Y la pícara Méndez Capote, muy simpática ella, acaba su relato contando que, cuando el tío Fernando, médico de profesión como ya era tradición en los varones Chaple, recomendaba sus remedios de ciencia para curar a los niños y se atribuía el mérito por sus mejorías, María Chaple murmuraba por lo bajo: “Sí, sí…, y lo que yo les doy”.

¿Verdad que muchas de las hierbas, sustancias y preparados naturales sanadores atesorados por la madre de la escritora todavía nos suenan de lo más familiares? Eso es porque entre los cubanos, como entre todos los pueblos del planeta, la medicina de las abuelas, que ahora llamamos más formalmente medicina natural y tradicional y es tan antigua como el hombre mismo, nunca ha muerto ni podrá ser desbancada por los más sofisticados medicamentos producidos por las poderosas farmacéuticas del mundo, que no siempre han estado, ni están ni estarán, como diría el trovador Silvio Rodríguez, al alcance de todos los bolsillos, y sí de todas las manos necesitadas, siempre que no se pretenda que son inútiles, fruto de supersticiones ancestrales y todo aquello de que se acusa a las humildes -pero portentosas- hierbas y sustancias que la Madre Tierra pone al alcance de todos sus hijos sin excepción, pues ella no hace distingos ni de fortuna, ni de raza, ni de ideologías o religiones para entregar sus dones.

No olvidemos nunca que defender la ciencia por sobre la tradición no siempre es de sabios. En muchas y muy vitales ocasiones, ambas se complementan para salvar. (Gina Picart Baluja. Imagen de portada: periódico Guerrillero)

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