Hace tiempo, alguien
a quien le gusta sorprenderme puso en mis manos un rotograbado del periódico
Revolución, del 17 de junio de 1963, en el que aparecen varios materiales muy
interesantes.
Uno de ellos se titula Los misterios de la Luna, firmado por el habanero Oscar Hurtado (1919-1977), de quien se cumplieron, el 8 del presente agosto, 104 años de su natalicio.
Los iniciados en una
literatura tan polémica y undergrownd,
como es la ciencia ficción en Cuba, sabemos que Hurtado está considerado el padre de
ese género en el país.
Durante las primeras décadas de la Revolución,
fue una figura muy visible en el mundo literario habanero, pero hoy no podría
decirse que la memoria colectiva popular tenga en él un ícono ni mucho menos.
Cuando digo que
Hurtado fue una figura bien visible en los jardines de la Unión de Escritores y
Artistas de Cuba (Uneac), las salas de ajedrez, los cines, teatros y otros
lugares recoletos de la cultura del país, no me refiero solo a su tremenda
corpulencia física, que rebasaba los 6,3 metros de estatura, montados sobre
unas tal vez 200 y más libras de peso corporal, sino a su físico que podría
calificarse de raro (él se decía vampiro extraterrestre), a su enorme cultura y
a su capacidad sobrehumana para hablar durante tantas horas que quién sabe si
habría ganado un récord Guinnes, pero sobre todo, a un extraño magnetismo que
emanaba de su peculiar manera de ser y ejercía una fuerte atracción sobre
quienes lo trataban.
La escritora cubana
Daína Chaviano, quien con todo derecho puede ser considerada discípula y
principal continuadora de su trabajo divulgativo sobre la ciencia ficción
internacional en Cuba, hizo hace muchos años una recopilación de textos de
Hurtado cuando ya él no se encontraba en este mundo.
Usó la papelería conservada
por Évora Tamayo, segunda esposa del escritor, en su apartamento de El Vedado,
abierto a los aires del Caribe y los rumores difusos de los atardeceres habaneros,
a 11 pisos de altura. Hizo también largas entrevistas a la viuda y a otras
personalidades de la cultura que habían sido muy cercanas a Hurtado, y toda la
información que recopiló aparece en su prólogo a esa selección de textos, que
tituló Los papeles de Valencia el Mudo.
Tuve el privilegio de ser la correctora de las pruebas de galera de este libro, y en su tinta aún fresca, rezumante del olor a plomo que flotaba en el aire del taller 11 de la calle Reina, choqué de este modo tan inesperado con uno de los libros cubanos que más influencia ha ejercido en mí.
Creo que ya había
leído Los mundos que amo, el volumen
con el que Daína obtuvo en 1979 el primer Premio David de Ciencia Ficción, y yo
misma era entonces muy aficionada al género, pero de Hurtado jamás había oído
hablar.
No obstante, tras la
lectura de aquellos primeros párrafos, fui presa de una fascinación por él que
nunca me ha abandonado, y de repente la ciencia ficción se me mostró bajo una
nueva perspectiva.
El estilo de Hurtado
estaba traspasado por una sensibilidad que en ocasiones me recordaba a Bradbury,
pero todo el tiempo era muy hurtadiana, con un pensamiento muy propio y muy
elaborado sobre los misterios del universo y los orígenes de todo.
Debo confesar que,
cuando corregí la portada y contraportada del libro, sufrí un impacto tremendo,
porque Hurtado tenía un parecido muy grande con mi abuelo José Manuel, el
hombre que abrió mi alma infantil a los misterios y maravillas de todo cuanto
existe.
Los dos murieron en 1977. Como si fuera poco,
Hurtado había vivido toda su vida bajo la sombra monumental de su abuelo
Valencia el Mudo, que no sé si fue real o él se lo inventó.
Mi abuelo, catalán,
era geográficamente vecino del suyo, un valenciano. Para una mente
impresionable como era la mía en aquellos tiempos, esta serie de coincidencias
podía infundir pavor.
No tengo ahora mismo
a mano mi ejemplar manoseadísimo de Los
papeles de Valencia el Mudo, así que hablaré de memoria y contaré algunas
cosas que pude averiguar cuando seguí los pasos de Daína y fui yo también a
entrevistar a Évora Tamayo y a otras personas.
Al parecer, los
orígenes familiares de Hurtado fueron sumamente humildes. Su padre tenía en las
calles cercanas a la Catedral de La Habana, o acaso por el Templete, una tarima
para vender pescado; comenzaba su comercio a las 04:00 (hora local), momento en
que los pescadores descargan de sus pequeños botes la pesca habida en el
litoral.
Su hijo lo
acompañaba; tal vez trabajara a la par del padre desviscerando peces o lanzando
baldes de agua para limpiar la sangre salada que se acumulaba sobre los
adoquines.
Hurtado leía mucho,
y con toda probabilidad fue de sus lecturas voraces de donde obtuvo sus
conocimientos, porque se sabe que nunca pasó de los primeros grados escolares,
a pesar de lo cual llegó a ejercer como profesor de Ciencias y Matemáticas.
Fue autodidacta, pero
tiene que haber poseído un coeficiente de inteligencia bastante significativo,
pues, tras una corta estancia en los Estados Unidos, aprendió el idioma y se
aventuró a comenzar una traducción de la obra Romeo y Julieta, de Shakespeare, porque las traducciones que había
leído no le satisfacían.
Esto me lo contó
Évora Tamayo en una de las visitas que le hice.
Oscar estaba fascinado por los vampiros y los
extraterrestres, pero su hambre de conocimiento y reflexión trascendía esos asuntos
para adentrarse francamente en la antropología de las civilizaciones antiguas.
Cuando Eva me
permitió llevarme a casa los cajones donde guardaba la misma papelería que
había puesto a disposición de Daína, descubrí muchos blogs de notas y papeles
sueltos cubiertos con una cantidad impresionante de notas sobre toda clase de
temas, incluidos los científicos. Matemáticas, Física, Química, Astronomía, Medicina,
Antropología, Historia, Arquitectura, y una obsesión con la figura del héroe
asirio Gilgamesh sobresalían entre aquel maremagnum de letra caligrafiada.
Meses más tarde, el
escritor Eduardo del Llano (hijo) pasó una madrugada en mi casa copiando todo
aquello, con una voracidad que me hizo pensar en Hurtado mismo).
No puedo hacer un
inventario fiel de la enorme lista de los temas que atraían a este homagno de
la curiosidad intelectual.
El actor Miguel
Gutiérrez y el poeta Luis Marré me contaron que era un apasionado del ajedrez y
un jugador casi inderrotable. En los jardines de la Uneac, muy a menudo, la
mesa en que movía sus trebejos era rodeada por mucha gente que disfrutaba verlo
jugar.
Lo mismo ocurría con
su tremendo don para la conversación.
Era un orador que magnetizaba
a sus interlocutores, y siempre estaba rodeado de un auditorio que lo escuchaba
como si paladearan un vino delicioso e irrepetible.
Évora me comentó, con pesar, que ella estaba
convencida de que Hurtado pudo haber escrito más y hecho mucho más en el mundo de
la cultura, pero “había desperdiciado la mayor parte de sus energías hablando”.
Amaba la música, en
especial la ópera, y poseía un notable registro de tenor que le permitió cantar
en escenarios.
Daína recuerda, en
su prólogo, que también era capaz de actuar y encarnó el personaje del
sacerdote endemoniado en el filme Una
pelea cubana contra los demonios, de Tomás Gutiérrez Alea.
Hurtado poseía, sin
duda, una de esas inteligencias naturales privilegiadísimas y muy escasas, que
se asemejan a la buena tierra fértil donde cae una semilla y nace un frondoso árbol.
¿Era un genio? Por lo menos era una mente
proteica y ecuménica, y estoy más que convencida de que tenía interconectados
los dos hemisferios cerebrales.
Lamentablemente,
murió relativamente joven, de una esclerosis múltiple que mostró su primera
manifestación cuando una mañana, a la salida de la sede de la Uneac, intentó
mover la moto que parqueaba frente a la institución; su gran cuerpo perdió el
equilibrio y cayó hacia delante.
Évora pensaba que la enfermedad avanzó a un ritmo muy veloz. Hurtado creía que fuerzas misteriosas y poderosísimas habían decidido silenciarlo definitivamente. (Gina Picart Baluja)