En 1900, a la sombra de la primera intervención militar estadounidense, mil 273 maestros primarios cubanos fueron invitados a pasar un curso de verano en la prestigiosa universidad norteamericana de Harvard.
Eran más o menos la mitad de los docentes de ese nivel en Cuba.
No solo el rector de Harvard estuvo de acuerdo, sino que los
promotores de la iniciativa solicitaron la colaboración de los pobladores de
Boston, quienes, generosamente y sin ningún interés que no fuera su solidaridad
con el sufrido pueblo de Cuba, recaudaron
en menos de cuatro meses más de 70 mil dólares para costear el viaje de los
maestros a su destino.
En Cuba, las reacciones no fueron tan favorables. Algunos
periódicos nacionalistas protestaron con vehemencia, mientras la iglesia se
opuso por considerar peligroso que muchachas jóvenes viajaran solas a un país
de costumbres mucho más flexibles que las nuestras y, además, que los maestros
se expusieran a las influencias malignas del protestantismo estadounidense.
La empresa siguió adelante. Fueron seleccionados maestros de
todas las localidades de Cuba, hasta las más apartadas, y los viajeros
embarcaron en dos navíos del Ejército norteamericano, las damas en uno, y en
otro los caballeros.
Llegaron a puerto el
4 de julio, Día de la Independencia estadounidense, y fueron llevados a Harvard
en carros eléctricos que asustaron y admiraron a casi todos, porque solo
conocían coches tirados por caballos.
Los estudiantes varones cedieron sus dormitorios para que
fueran albergados los maestros cubanos, y las mujeres recibieron acogida en
casas particulares; por respeto a las diferencias de costumbres, se les
asignaron señoras norteamericanas que debían actuar como “chaperonas” y
acompañarlas a todas partes. Los guías del enorme contingente de educadores
isleños fueron los mismos alumnos de la universidad.
Sorprendentemente, si se tiene en cuenta la época, los
maestros cubanos negros y mulatos fueron tratados sin distinción de colores ni
muestra alguna de racismo.
El curso duró seis
semanas, y en verdad el programa de estudios era apretado y sustancioso,
llevando el peso el Inglés, con dos lecciones diarias. Las otras
asignaturas eran Pedagogía, Geografía, Psicología, Historia de Hispanoamérica e
Historia de Cuba, contadas, desde luego, desde la óptica de quienes habían
privado a México de casi un tercio de su territorio y, supuestamente, no
dejaron entrar en Santiago de Cuba a las tropas del general Calixto García
“para evitar disturbios” entre los nacionales y la población española. Los
docentes de Harvard elogiaron con entusiasmo la disposición de los cubanos para
el estudio. Algunos cubanos reciprocaron tantas atenciones, brindando lecciones
de Español a quienes lo solicitaban.
Sin embargo, los temores de los nacionalistas cubanos y la
Iglesia católica resultaron infundados, como frustrados terminaron los
propósitos de norteamericanización de los docentes cubanos. Julia Martínez, una
joven maestra de la isla escribió:
Los cubanos sentimos agradecimiento hacia los norteamericanos por todo
lo que han hecho por nosotros. Pero Cuba Libre ha sido nuestra consigna no
durante un año, no durante décadas, sino durante generaciones. Es el ideal por
el que hemos orado y luchado, y cuando ha sido necesario sufrido privaciones,
pasándolo como patrimonio de padre a hijo, de madre a hija. Un ideal tal no
puede tratarse a la ligera y debe tenerse en mente cuando otros hagan planes en
nuestro nombre.
Han quedado testimonios no solo en la prensa de la época,
sino en la correspondencia de los maestros cubanos, de la gran solidaridad del
pueblo norteamericano con la causa de Cuba. Para recibirlos, no solo les abrió
las puertas de sus hogares, sino que los recibió con aplausos en su marcha por
las calles, engalanó sus fachadas con banderas cubanas y los estudiantes
dedicaron sus vacaciones para apoyar a los docentes cubanos, quienes, a su vez,
admiraron sin tapujos todo e desarrollo tecnológico del país del Norte. Pero
sobre todo les llamó la atención la libertad de la población de ambos sexos, en
contraste con las restricciones que el catolicismo y las tradiciones españolas
habían impuesto a la sociedad cubana. Un maestro escribió:
Todo es admirable, las costumbres casi inocentes, puras en general; la
mujer libre vive de por sí. No hay miedo de andar de noche a oscuras por ningún
lado; las escasas flores y las muchas vitrinas, las manzanas y las peras las
dejan a la mano, nadie toca nada, todo es respetado. Hay pocos policías y sin
armas. Las casas, ropas, muebles, prendas y comestibles baratos. Así se explica
que todas las clases vivan y anden bien, contentas, y siempre alegres y
confundidas. […] Todo es, sano, higiénico, moral en los procedimientos de la
vida social y particular […] No soy anexionista, no puedo ser anexionista, pero
estoy encantado. ¿Quién pudiera dar algo de esto a la patria!
Pero los norteamericanos involucrados en la segunda agenda
de aquella invitación a Harvard se dieron cuenta de que su propósito no se
cumplía. Un periodista norteamericano escribió a modo de colofón:
Su patriotismo es producto de años de sufrimiento y persecución. (…) es
un pueblo intensamente nacional.
Si ya en la época en que el viaje a Harvard de los maestros
cubanos suscitó en la isla tan disímiles posicionamientos, no es de extrañar
que todavía no se haya llegado a una opinión consensuada sobre su verdadero
significado. Cada época evaluará aquel hecho de acuerdo consigo misma y sus
circunstancias históricas, por eso, para dar fin a este trabajo, he querido
presentar un video ilustrativo de lo que digo:
(Gina Picart Baluja)