Hoy no es el Día del Maestro. Es verdad. Pero anoche, no sé por qué, soñé con Alejandrina Pulido, mi maestra de Español e Historia en cuarto grado, en la escuela de Enseñanza Primaria Rodolfo Díaz Alfonso, de Luyanó, en mi Habana.
Alejandrina era una maestra normalista con una vida humilde. Era, me parece, no muy alta y delgada, de piel pálida con cierto tinte oliváceo, como las criollas de la colonia. Tenía grandes ojos inteligentes y brillantes, con pestañas de sombra, y cabello castaño ensortijado que llevaba como una melena corta, único peinado que le conocí.
Creo recordar que no se maquillaba, y en su vestuario era muy atildada, pero tan sencilla como en su vida hogareña.
Su voz, de una firmeza poco usual, era más bien grave. Creo que, aunque solía sonreír, era muy seria, y cuando daba sus clases de Historia, también tremendamente apasionada. Un bozo ligero oscurecía su labio superior. Recuerdo mucho este detalle.
Sus clases eran mis preferidas, como preferida era ella para mí entre todos los maestros que tuve en esa escuela. Nunca la escuché gritar ni ofender a un alumno, nunca la vi castigar a nadie ni ser despótica; cuando ella entraba al aula, no exigía que nos pusiéramos de pie para saludarla. Hasta Lázaro, el “maluco” del aula -y lo era mucho- la respetaba.
Detectó, desde los primeros días, mi avidez por la lectura y mi buena memoria para la Historia. Fui su monitora, aunque entonces esa función no se llamaba así. Me dio la tarea de escribir en la pizarra la fecha y el tema de cada clase, y en una ocasión en que tuvo que faltar un día al aula, me encargó impartir la clase sobre los cuatro movimientos políticos más importantes de la Cuba colonial.
Fue la única maestra que invitaba a sus colegas a sus clases para que nos escucharan leer nuestras composiciones a mí, a mi amiga María Elena Rodríguez Figueroa, a Raimundo y a Socorro de La Vega Lezcano, los cuatro “raritos” que casi hubiéramos podido componer el cuarteto de la desgracia por ser en todo diferentes al resto del alumnado, algo que se nos hizo pagar muy caro desde el prescolar hasta el último día del sexto grado. Fue ella quien organizó en los matutinos espacios para la recitación de poemas que, claro, estaban a cargo del cuarteto infeliz, a quienes ella llamaba con auténtico orgullo “mis mejores alumnos”.
Alejandrina, como todos los maestros de aquel tiempo, solía acoger algunas tardes, en su pequeñísima casa de un pasaje interior, a algunos alumnos que necesitaban o querían recibir repasos. Yo, a pesar de todas mis habilidades, tenía entonces una ortografía pésima, y la que hoy tengo se la debo a ella, que batalló sin descanso con mi deficiencia, incluso sin saber que algunas de mis imposibilidades eran de carácter neurológico por ser una zurda lateralizada. Ella no tenía esos conocimientos, pero era tan humana y tan maestra que logró, con infinita paciencia y dedicación, hacer de mí una persona capaz de escribir con decencia su propio idioma.
Mi abuelita Hilda siempre me llevaba a la casa de Alejandrina y me esperaba sentada en otra silla de la mesita del comedor, oyendo todo y conversando con mi maestra. Por supuesto que se hicieron amigas y se estimaron mutuamente.
Mi abuelita me compró una vez una cajita de talcos Myrurgia para que se la llevara como regalo porque era su cumpleaños. Alejandrina nos agradeció con una sonrisa. Ningún maestro cobraba entonces ni un centavito por dedicar su tiempo personal a un niño ajeno.
Un día trascendió entre algunos padres la información de que una alumna de cuarto grado estaba aterrorizando a los condiscípulos con historias de fantasmas. La escuela había sido antes un convento, y se conservaban intactas todas sus estructuras arquitectónicas.
La niña aseguraba a sus compañeritos que las momias de los monjes estaban ocultas en el coro y por las madrugadas se levantaban para cantar himnos sacros, y en la caseta de la azotea se asomaba a veces una monja que no tenía rostro, sino calavera.
Aunque a los oyentes les fascinaban aquellas historias y las pedían con insistencia, y alguno llegó incluso a obtenerlas para él a cambio de entregarle a la narradora su merienda, la madre de Pola, mexicana, probablemente yucateca (Pola era toda una indígena atezada y con unas preciosas trenzas negras), y la madre de Socorro se aparecieron en la escuela a denunciar que sus hijas no podían dormir, tenían pesadillas y gritaban, y Pola había confesado: estaba aterrada con los monjes fantasmas de Georgina Picart.
La directora del plantel, entonces vecina de mi abuelita en su mismo edificio, llevó la queja a mi familia, me gritó horrores y me amenazó, y mi abuelita, avergonzadísima, me impuso un mes de sillón, su castigo preferido, solo que en circunstancias normales nunca me lo aplicaba por más de 10 minutos. Si yo me portaba mal, ella apuntaba hacia mí su brazo terminado en un índice acusador y sentenciaba con su mejor autoridad gallega: “¡Sillón!”, y yo tenía que sentarme sin hacer nada, lo cual era un castigo espantoso para una niña hiperquinética, pero después mi abuela me levantaba y me daba un caramelo o un “besito de mango”, mi dulcecito preferido.
No sé cómo Alejandrina se enteró de lo que estaba pasando, supongo que mi crimen se comentó en el claustro de profesores. Nunca supe si ella protestó allí, pero vino al apartamento de mi abuelita y pidió que también estuviera presente en la entrevista mi abuelito José Manuel, poeta, periodista, escritor jubilado. La conversación transcurrió en mi presencia, pues Alejandrina no quiso que se me enviara al cuarto mientras ellos hablaban.
Ella les dijo que comprendía que yo había causado un problema a los niños porque los había asustado, pero que la fantasía de un niño debía ser defendida y jamás censurada, porque era un don muy valioso, y solo había que explicarme que no debía usarla de ese modo.
Lo que hablaron fue más largo, pero, después de tantísimos años, no puedo recordar las palabras exactas. Solo que mi maestra me defendió con todo un arsenal de argumentos, y al final le dio a mi abuelo un papel doblado donde había escrito algo que nunca vi. Mi abuelita no me levantó el castigo, pero, al día siguiente, mi papá regresó del trabajo con un enorme y precioso libro, todo ilustrado, dividido en partes según los temas que trataba: aritmética, lenguaje, biología, historia, geografía y otros que ya no puedo recordar porque probablemente nunca los miré, pero recuerdo que había hasta las señales del tránsito, un verdadero manual para enseñar a estar en este mundo. Y se me dijo que yo tenía que leer todo aquel libro durante el tiempo que iba a pasar castigada, lo que convirtió el castigo en una auténtica fiesta para mí.
Cuando el mes terminó, Alejandrina me ordenó que, en vez de continuar con mis historias espectrales, a partir de aquel momento tenía que contarles a los niños sobre las cosas del libro que más me habían gustado. Debo decir que, aunque no era El tesoro de la juventud, que nunca pude tener, aunque lo pedí muchísimo, era un material maravilloso con ilustraciones de alto nivel que disfruté inmensamente y fue mi primer y verdadero encuentro con la forma en que están hechos el universo, nuestro planeta y todo lo que nos rodea, escrito para mentes infantiles. No recuerdo qué hice a continuación, pero sí que les enseñé a los niños a dormir con las manos abiertas, porque si las encogemos cerrando el puño “nuestras uñas no descansan”, y que había que dormir “con las luces apagadas” para el mejor descanso de la vista, y sin plantas en la habitación porque producen carbono, un gas tóxico” que pone moradas las uñas y no deja respirar. Lo decía mi libro. Y no hubo más fantasmas hasta que decidí ser escritora.
¿Qué fue de aquella joya? En aquel tiempo las libretas que usábamos para tomar notas en clases solo eran borradores, que pasábamos en limpio en otras libretas cuando regresábamos de la escuela. Lección por lección. Pasábamos márgenes con lápices de colores y reglas plásticas, y escribíamos esmeradamente con plumas y bolígrafos. Al final de cada lección, hacíamos un dibujo coloreado o recortábamos y pegábamos alguna figura relacionada con el tema. Esto no lo hacían todos los niños, pero “el cuarteto” lo hacía fielmente, y Alejandrina comenzó a premiar las mejores libretas y les ponía notas con lápiz rojo, lo cual fue un estímulo muy grande que compensaba, como todo lo que nuestra maestra hacía para ayudarnos, los insultos y maldades de que éramos víctimas continuamente, y de los que Alejandrina muchas veces nos defendió, enfrentándose a alumnos de sexto grado con 15 o más años de edad y estaturas enormes que hubieran intimidado a un hombre.
Cuando terminé la Enseñanza Primaria, nunca volví a saber de ella. Mi mejor amiga, María Elena, fue llevada por sus padres a los Estados Unidos, y esa pérdida puso a mi infancia un cruel punto final. Yo no quería volver a ningún recuerdo de aquellos años, ni a los buenos ni a los malos. Hace una eternidad, oí decir que Alejandrina murió de una enfermedad terrible, y que había sido una madre poco afortunada porque su única hija no le salió como ella la había educado.
Conservo tres dolores escolares de aquella niñez mía que nunca logré superar: la pérdida brusca y tristísima de mi amiga, el no haber vuelto jamás por mi maestra, y el recuerdo de todas las humillaciones que vivimos los cuatro niños buenos de aquel enorme grupo de ciudadanos que hoy, ya crecidos, tal vez sigan siendo lo que ya prometían desde que se sentaban en aquellos pupitres. Creo que Alejandrina tuvo una vida difícil y hubiera necesitado de nuestro apoyo, lo mismo que nosotros sobrevivimos en aquella escuela gracias al de ella, que jamás nos faltó.
No sé por qué he soñado anoche con mi maestra, pero la conciencia es un juez muy severo, y a menudo los sueños nos recuerdan deudas que nunca saldamos con quienes nos acompañaron y nos ayudaron en los tramos más duros de nuestra existencia, y la infancia, aun cuando no carezca de nada material, puede ser un sendero espiritual bien amargo.
Alejandrina, ejemplo de maestra y ser humano, donde quiera que estés, perdónanos por no haberte devuelto en ayuda y amores el tesoro invaluable de la formación que nos diste.
Sabes que, gracias a tu magisterio y a tu protección, y a aquella clara luz que siempre emanaba de ti, fuiste un faro para mí, y al menos tres de nosotros, por la manera en que hemos construido después nuestros caminos adultos, no decepcionamos la fe que nos tuviste.
Aunque solo sea por cómo hemos conducido hasta hoy nuestros barcos, ojalá seamos un poquito merecedores de tu generoso corazón. (Gina Picart Baluja)