La calle Refugio nace en la Avenida de las Misiones, en La Habana Vieja, prosigue por el municipio de Centro Habana y muere en la calle Crespo. Durante la colonia, fue conocida también con el nombre De la Merced y en 1922 el Ayuntamiento capitalino dio a esta calle el nombre oficial de General Emilio Núñez, en recuerdo de la figura de ese valeroso mambí, fallecido en ese año y que había ocupado la vicepresidencia de la República.
Pero como ocurre regularmente en casos en que un
nombre de arraiga en el imaginario colectivo, ni el De la Merced ni el del
glorioso general cubano, íntimo y devoto de Máximo Gómez, fructificaron, y
todos, sin excepción, siguieron llamando Refugio a aquella calle. Fue así que
en 1936 el consistorio de la ciudad decidió devolvérselo y trasladar el nombre
de Emilio Núñez a la calle que, paralela a la Calzada de Ayestarán, corre entre
Aranguren y Pedro Pérez, en el Cerro.
Refugio es la calle que pasa frente a la fachada
norte del antiguo Palacio Presidencial, hoy Museo de la Revolución. Ocupa esa
edificación precisamente el número 1 de la vía. Por eso, antes de 1959, la
prensa cubana, en ocasiones, para referirse con eufemismo al gobernante de
turno, aludía al inquilino de Refugio número 1, reseña el periodista y
ensayista Ciro Bianchi en una de sus habituales crónicas publicadas en Cubadebate.
¿De dónde le vino el nombre de Refugio? ¿Qué
hecho sucedió allí para que lo mereciera? ¿Quién encontró protección, abrigo o
amparo en el lugar? Es una historia antigua y galante que ha sido contada por
diversos autores y cada uno de ellos le puso, al contarla, salsa de su propia
cosecha. Hoy aprovecharemos la versión que ofrece Álvaro de la Iglesia en sus
Tradiciones cubanas.
Una tormenta repentina
En 1832, llegó a Cuba el teniente general Mariano
Ricafort, a fin de hacerse cargo del Gobierno de la Isla. Venía cansado de su
duro bregar como soldado, primero en la guerra contra los franceses por la
independencia española y después, en el Perú, contra los independentistas
sudamericanos. De manera que Ricafort dedicaba más tiempo a su descanso y
recuperación que a las tareas de la administración colonial. Muestra de ello es
que, inaugurada por él la famosa Junta de Fomento, gestada por Francisco
Dionisio Vives, su antecesor, delegó su jefatura, una vez constituida, en el
criollo Claudio Martínez de Pinillos, conde de Villanueva, a la sazón
superintendente general de Hacienda.
Gustaba sobremanera el gobernador Ricafort de
largos paseos a caballo por los alrededores de la ciudad, cercada entonces por
las murallas. Unas veces acompañado por un ayudante y en otras seguido, a
distancia, por un par de lanceros.
Uno de los sitios más frecuentados en sus
cabalgatas era la zona de las canteras de San Lázaro o de la Casa Cuna situada
cerca de estas, visitando el orfanato y haciéndole entrega de generosas
donaciones, pues al parecer el aragonés no era nada “corto” en su caridad.
Es bueno recordar que, por esa fecha, fuera de
las murallas, en esa parte de la ciudad había estancias, sitios de labor,
huertas y viviendas de tabla y guano que se agrupaban en la manigua y el bosque
tropical.
Una de esas tardes salió Ricafort a su paseo.
Alejado ya de la puerta de Monserrate, hacia la Loma del Inglés, que comenzaba
a nivel de la actual calle Blanco (llamada así porque estuvo en se lugar el
“blanco” para la práctica de la escuela de artillería), le sorprendió una de
esas repentinas tormentas tropicales en que en un breve momento parece
desencadenarse toda la furia de los cielos.
Entre rayos y truenos, el viento y el agua, logró
divisar una casa medio escondida en la espesura y picando espuelas se halló a
salvo bajo el portal de aquella residencia campesina, mucho mejor que todas las
de las inmediaciones.
Cuando menos lo esperaba, se abrió la puerta de
la casa y apareció en el umbral una amable y noble señora, aún de muy buen ver,
que le ofreció su morada con la más exquisita atención.
El gobernador aceptó la invitación, complacido,
pues ya pensaba en las complicaciones de salud que podría traerle aquella
mojada. Mayor fue su sorpresa ante los extremosos obsequios de la dama. No
sintió deslizarse las horas embelesado con la conversación de ella, confortado
con su buen café y encantado con las canciones que al son de la guitarra
llenaron la casita.
La obsequiosa señora, quien -dicen algunos
autores- era la viuda de un tal Méndez, y otros, su hija mayor, estrechó su
amistad con el general, que se convirtió en visitante asiduo de la casa y, como
una muestra pública de su aprecio a la viuda o a la hija de Méndez, ordenó que
a la vereda que conducía a esa casa se le denominase Del Refugio. Y así quedó
cuando después la vereda fue convertida en calle y ya Ricafort se había ido con
el cansancio de su duro bregar a otra parte.
Esta, de todas las versiones que existen sobre el
suceso, es la que nos ha parecido más plausible. Y la más delicada y romántica
también. (Redacción digital)