El 27 de octubre de 1492, un osado navegante, cuyo origen aún discuten los historiadores sin llegar jamás a conclusión definitiva, desembarcó en las costas de la isla de Cuba, feraz y maravillosa.
Era tal la abundancia de vegetación, pájaros y exquisitos olores en el viento, que los tripulantes de las tres carabelas que comandaba asintieron, deslumbrados, cuando su Almirante exclamó, extasiado, ante tal esplendor de la naturaleza: “Esta es la tierra más hermosa que ojos humanos han visto”.
Muchos de ellos lo imitaron cuando cayó de rodillas y, hundiendo su rostro en la arena, la besó con fervores de amante.
No es de extrañar: los marinos venían, algunos de ellos, de la meseta castellana, una tierra avara en árboles y abundante en terrones secos, donde el frío es gélido, y los muchos, exprisioneros liberados de las peores cárceles de Sevilla y obligados a viajar en aquellos tres barcos que hoy nos parecen cáscaras de nuez, habían compartido con sus oficiales una azarosa travesía donde los azotaron la muerte, el hambre, las tempestades, y en más de una ocasión se atrevieron a empezar un motín contra el misterioso caballero que los había embarcado contra su voluntad en aquellas naos, solo para cumplirle promesa a una reina rubia y dominante de que le entregaría una ruta comercial hacia las Indias, ricas en todo tipo de riquezas, y la haría soberana la más grande y poderosa de la Historia del mundo.
Los principales protagonistas de esta narración eran, como ya habrá adivinado el lector, Cristóbal Colón e Isabel la Católica, reina de Castilla y León, cuyas voluntades cambiaron la historia de la Humanidad y su curso, y aunque la promesa del Almirante de la Mar Océana, título con que ella lo agració, él no pudo cumplírsela, sí puso a los pies de la Reina, a quien se dice que amaba en silencio, un tesoro mucho más opulento que las Indias legendarias: le regaló un continente, le prendió a su corona el Nuevo Mundo. (Gina Picart Baluja. Fotos: tomadas de Internet )
FNY