Quienes hoy día mienten y acusan a Cuba de promotora del terrorismo callan cada 4 de marzo, aniversario del bárbaro atentado que ese día, de 1960, voló al vapor francés La Coubre, anclado en el puerto de La Habana.
Pero la memoria de los
justos es infalible y saca a la luz siempre quién es quién, por encima de la
perversidad y los infundios.
El día de marras, una
deflagración de espanto con una fuerza expansiva destructiva y ensordecedora
estremeció a la capital cubana, aproximadamente a las 15:10 (hora local), estruendo
inolvidable que aún late en la conciencia de muchos viejos vecinos de la
ciudad.
En el lugar siniestrado, trabajadores
portuarios y personal del navío realizaban afanosos, desde las 11:00 horas, la
descarga de un alijo de mil 492 cajas de armamentos destinados a la defensa del
país antillano, procedente de Bélgica.
Tras la primera
detonación, a los pocos minutos le siguió otra en momentos en que numerosas
personas y los principales dirigentes de la nación, con el máximo líder de la
Revolución, Fidel Castro, socorrían a las víctimas sobrevivientes y se
empeñaban en continuar la descarga del barco, tratando de alejarse del lugar de
la tragedia.
Como presumieron observadores y naturales, tan macabro suceso no fue un accidente, sino un salvaje atentado orquestado por la Agencia Central de Inteligencia y el gobernante de turno de Estados Unidos, el presidente Dwight Eisenhower, los cuales, desde antes del triunfo de la naciente Revolución cubana, hacían todo lo posible por destruirla.
Los antecedentes
históricos eran contundentes. En febrero y marzo de 1960, se habían
incrementado los sabotajes a la economía, las agresiones, los asesinatos, los complots
y el sustento a los grupos de contrarrevolucionarios de dentro y fuera de la
nación, pagados por Washington.
La voladura de La Coubre mató a 101 personas, hirió a más de 400 (muchas de las cuales quedaron con graves secuelas para toda la vida), causó severos daños a la economía, a valiosas estructuras y entidades del puerto habanero.
Foto: Cubadebate. |
A pesar de la gran
conmoción inicial, el pueblo se enfrascó de inmediato en tareas, con un elevado
humanismo.
Testigos y sobrevivientes
recuerdan todavía, con estupor, cómo muchos, en vez de alejarse del infierno en
que se convirtió el navío en llamas, corrían hacia aquel humeante amasijo con
peligro mortal, prestos a salvar vidas y ayudar en lo que pudieran.
La explosión no fue un
hecho casual, repetimos, porque son demasiadas las evidencias probatorias,
tantas que no caben en este espacio, aunque sí algunas importantes.
Se verificó
exhaustivamente el cumplimiento estricto de los protocolos de seguridad por los
fabricantes de la industria militar belga, la naviera francesa transportadora,
las autoridades del puerto de La Habana, la Policía Nacional Revolucionaria y
las Fuerzas Armadas Revolucionarias, algo llevado a efecto antes de iniciar el
desembarco de granadas y municiones.
Después del siniestro, se
hicieron pruebas, por orden del entonces primer ministro, Fidel Castro,
lanzando desde un avión a considerable altura algunas cajas ilesas de granadas,
provenientes de los almacenes del vapor, para comprobar su posible
vulnerabilidad y se ratificó el cumplimiento de las normas de seguridad del
fabricante. No hubo explosión alguna con esa prueba.
Pero hubo escalas muy llamativas
en el tránsito del buque hacia La Habana. La nave hizo entradas estipuladas en
las radas del Havre, en Francia, de donde había partido originalmente y volvió
ya cargado, y en una bahía de Virginia y otra de Miami, La Florida.
En esos puntos, hubo
abordajes y desembarcos de pasajeros civiles, incluido un estadounidense
altamente sospechoso, pretendido reportero, bajo el nombre de Donald Lee
Chapman, cuya identidad real no ha podido comprobarse.
La empresa propietaria de
“La Coubre” contrató a buzos norteamericanos para analizar los restos de la
embarcación, que ya había cumplido otros viajes a Cuba. En el monstruoso suceso
también murieron empleados y marinos galos.
A pesar de eso, los
resultados de esa investigación, estrictamente técnica en principio, fueron
guardados bajo siete llaves, con prohibición de divulgación.
Cálculos efectuados por
expertos consideraron que la carga explosiva colocada debió estar preparada
para detonar como ocurrió, cuando se liberara cierto volumen de peso. Y todo
apunta a que su instalación ocurrió cuando fondeó en Virginia.
El director de la CIA, en
enero y febrero de 1960, impuso de sus planes al Grupo Especial de
Planificación de la Agencia y, en reunión efectuada, discutieron con prolijidad
un proyecto de acciones concretas.
En Cuba, el periódico
Revolución había denunciado, desde principios de marzo e incluso antes del
atentado en el puerto, el texto del proyecto de ley del Congreso norteamericano
que legalizaba el primer paquete de medidas económicas contra la isla mayor de
las Antillas. Junto con proyectos de daño a la economía, se cumplían acciones
más siniestras, bajo las mismas órdenes.
El pueblo habanero, en
nombre de todos los cubanos, salió a las calles en el impresionante cortejo
fúnebre realizado el sábado, para acompañarlos a la necrópolis Cristóbal Colón.
La masa compacta se extendía por cinco kilómetros.
Poco antes de la entrada al
cementerio, en la intersección de las calles 23 y 12, subido a la cama de una
rastra allí parqueada, Fidel despidió el duelo y habló a sus compatriotas de
las pruebas materializadas, que sugerían que se trataba de un hecho
intencional, pergeñado por quienes eran los principales adversarios de la
Revolución.
El líder cubano no titubeó
en denunciar a los enemigos de los cubanos, de los defensores de la libertad del país. Expresó que
en aquellos momentos libertad también significaba patria.
Allí Fidel pronunció entonces,
por primera vez, la consigna de ¡Patria o Muerte!, como un canto de combate y
vida que aún acompaña con honor y firmeza al pueblo de Cuba: sentimiento del
cual jamás se arrepienten los verdaderos patriotas. (Redacción digital. Con información de la ACN. Foto portada: red social X)
FNY