El barroco americano no fue un movimiento únicamente arquitectónico como muchos creen, sino que también se manifestó en otras esferas del arte y la literatura, y Cuba no es una excepción.
Alejo Carpentier fue un escritor netamente
barroco, es más, pertenece legítimamente al barroco americano, como también en
cierto modo el poeta José Lezama Lima, y hemos tenido artistas barrocos
de la plástica, cuya figura principal es, tal vez, René Portocarrero y, en
fecha mucho más reciente, Orlando Barroso, radicado en Ecuador y cuya pintura
es apenas conocida en la Isla.
Portocarrero es hoy uno de los nombres más prominentes no solo en la plástica
cubana, sino, según afirman prestigiosos críticos de arte, en todo el siglo XX.
Nació en 1912 en la barriada de Cerro, vástago de
una familia acomodada que apoyó su vocación por el arte, de la que dio muestras
en su primera infancia. Erróneamente considerado un barrio periférico y
“marginal”, Cerro fue en cierta época de la historia habanera una zona
privilegiada por su enclave geográfico, donde la aristocracia y la alta
burguesía capitalinas construyeron sus espléndidas mansiones de recreo en el
estilo arquitectónico que identifica al emporio, con sus enormes portales
rodeados de columnas, sus vitrales y mamparas de vivos colores y sus parques
floridos, esas mismas casaquintas que tanta presencia tienen en la literatura y
el periodismo de la República y que, para el buen observador, son fácilmente
detectables en la pintura compleja del artista.
De formación autodidacta, Portocarrero tomó
clases en la Academia Nacional de Artes Plásticas San Alejandro, de
enseñanza tradicionalmente academicista, pero, como otros artistas de su
tiempo, muy pronto se vinculó al Estudio Libre Para Pintores y Escultores de la
capital, donde confluyeron los jóvenes que conformarían la primera vanguardia
pictórica nacional.
En 1934, realizó su primera exposición personal
en la sociedad Lyceum de La Habana, y en 1935 participó en la Exposición
Nacional de Pintura y Escultura, primer salón oficial convocado por una
dependencia estatal, en el que también expusieron pintores de vanguardia como
Víctor Manuel, Amelia Peláez, Carlos Enriquez y Fidelio Ponce de León.
Mediante su amistad con Lezama se relacionó
estrechamente con el grupo Orígenes, movimiento que, junto con los artistas y
escritores argentinos nucleados en la revista Sur, constituyó uno de los dos
movimientos intelectuales latinoamericanos más importantes de la primera mitad
del siglo XX. Para las revistas Orígenes, Verbum y Espuela de Plata, las cuales
fueron proyectos lezamianos, aportó no solo ilustraciones, sino también algunos
textos, al igual que para otras relevantes publicaciones de su época.
Un episodio poco conocido de su vida fue su
empleo como profesor de dibujo libre en la Cárcel de La Habana, donde, por
sorprendente que pueda parecer a quienes creen conocer su estilo, pintó un
mural de tema religioso, algo que volvería a repetir a lo largo de su carrera,
y que desconozco si se conserva.
En 1944, expuso sus obras en la Julian Levy
Gallery y en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Como tantos otros artistas
de su generación, fue seducido por el ambiente, colorido y trasfondo etnográfico
de las fiestas populares y la imaginería mítica afrocubana, tema al que dedicó
una serie de pinturas al pastel.
Antes había realizado otros ciclos de obras, como
Interiores del Cerro, Festines y Figuras para una mitología contemporánea.
Con posterioridad a la Revolución realizó
exposiciones en Brasil y Venecia. Pintó su serie de paisajes campesinos y
presentó una nutrida exposición personal de 140 obras en el Salón de Ciencias
de la Universidad de La Habana.
En 1951, pintó su óleo Homenaje a Trinidad, en la
actualidad expuesta en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, por el
que recibió el Premio Nacional de Pintura, que no fue su única distinción de
carácter nacional. Con esa obra, Portocarrero inició su serie de paisajes
inspirados en la villa de San Cristóbal, conocida como Paisajes de La Habana.
En 1962, inauguró la exposición Color de Cuba, con la santería afrocubana como
temática, y de 1970 a 1971 realizó otra serie titulada Carnavales, cuyo
interés se centra, obvio es decirlo, en el carnaval habanero.
Hacia 1950, Portocarrero se interesó por la
decoración de piezas de cerámica. El resultado de esta incursión a ese
territorio de la plástica es conocido en el mundo entero. Se trata del enorme
mural Historia de las Antillas, que decora el lobby del antiguo hotel Habana
Hilton, hoy Habana Libre, obra que realizó en 1957, año en que también creó un
mural en mosaico veneciano titulado Caridad del Cobre, y un Via Crucis de 12
cuadros para la iglesia de Baracoa. En 1972, diseñó los vitrales del
restaurante Las Ruinas del Parque Lenin, otra de sus obras más reconocidas.
Además del óleo y la cerámica, Portocarrero
empleó técnicas como la pintura al pastel, la acuarela, el temple, el grabado
en varias de sus formas, entre las que destacan sus serigrafías, y el
dibujo. Entre su obra publicada destacan el poemario Gradual de laúdes, El
sueño, con dibujos y textos suyos, y Las Máscaras colección de 12 dibujos.
La obra de Portocarrero, con demasiados lauros y
exposiciones personales y colectivas -que harían muy extenso este recuento
biográfico- recibió un amplio y sostenido reconocimiento internacional, pero en
Cuba lo más reverenciado de ella son sus murales y sus célebres Floras, algunas
de cuyas imágenes han ilustrado muestras de la muy afamada cartelística del
ICAIC.
Las ya míticas Floras también inspiraron al pintor Cosme Proenza el tan
bello como imponente óleo que aparece en la portada de la edición definitiva de
Cecilia Valdés, novela inaugural e icónica de la literatura cubana. Estos retratos
de mujeres florecidas son, tal vez, los trabajos más costosos de su autoría, y
puede asegurarse sin temor a exagerar que hoy forman parte de la imaginería
capitalina.
Las Floras de Portocarrero tienen una historia curiosa y fascinante. Flora no es solo una diosa griega de la vegetación. Para el pintor fue también una figura de carne y hueso que marcó profundamente su imaginación cuando solo tenía ocho años de edad. Él mismo contó que conoció en su casona de Cerro a Flora Alonso, dama catalana de belleza deslumbrante. Esta mujer elegante y casada con un hombre pudiente engañó a su esposo con un amante, y el ofendido lavó su honor matando al transgresor de un disparo en el pecho, tal vez en un duelo de caballeros. La justicia pretendió hacerlo responder por su crimen y el padre del pequeño René, abogado de profesión, fue elegido por el acusado como su defensor, con tanto acierto que consiguió la libertad del asesino.
El matrimonio volvió a unirse, pero durante todo
el proceso y presumiblemente como castigo a la esposa infiel, el marido había
tomado sus joyas y las había dado en custodia al padre de René, quien podía
admirarlas en su propio domicilio siempre que lo deseara, y ya se sabe la
fascinación que pueden ejercer las joyas sobre la sensibilidad artística de un
niño. Luego de la reconciliación, René tuvo la oportunidad de estar presente en
un momento en que la beldad transgresora se engalanaba majestuosamente con sus
valiosas prendas frente al espejo, y al terminar se colocó un gran sombrero
adornado con flores, según la moda de aquel tiempo. Piénsese que corría
entonces el año 1920 y aún el Art Nouveau se imponía entre las señoras de altas
clases sociales.
El maestro Ciro Bianchi, quien en la
actualidad puede ser considerado con todo derecho Cronista Mayor de La Habana
colonial y republicana, da una versión diferente: fue la dama quien asesinó a
su esposo y solicitó los servicios del padre del pintor para su defensa,
aunque, según Bianchi, de todos modos, ella terminó en la cárcel. Pero fuera
cual fuese el sucedido, la escena de la mujer ante el espejo impresionó muy
vivamente a René y se grabó para siempre en su memoria. El pintor arrastró de
por vida su nostalgia de aquella imagen que se le había convertido en emblema
supremo de belleza femenina. En una de las tantas entrevistas concedidas a la
prensa declaró que era a Flora Alonso a quien había pintado en todas y cada una
de sus célebres retratadas. Qué artista no tiene una obsesión.
Fue quizá Alejo Carpentier quien primero lo definió
como un pintor barroco, pero otros críticos han apuntado que su obra posee un
alcance más amplio, y puede ser calificada como atlántica en atención a los
muchos elementos de filiación mediterránea que están presentes en ella, juicio
que el arte de Portocarrero le mereció también a la gran escritora francesa
Marguerite Duras, esposa del filósofo Jean Paul Sartre, quien ante un paisaje
de La Habana pintado por René, le comentó a este que había reproducido muy bien
la ciudad turca de Estambul. Portocarrero admitiría más tarde que Duras acertó
en su apreciación, porque Estambul estuvo siempre en su imaginación, pero acotó
que aquel paisaje era también el de La Habana, lo que el paisaje habanero tiene
de universal. Como pintor dispongo de un mundo que me es afín. Un mundo que
fluye desde la niñez. Un mundo que ciñe y ordena. Ese mundo es Cuba. Es su
paisaje y sus pueblos y ciudades. Es el gran colorido de sus fiestas. Son sus
santos insistentes que afirman un no sé qué de coraje ancestral en nuestra
isla. Es la extraordinaria varonía de nuestro pueblo a través de la historia
sucesiva. Y es también el señorío de su vegetación bajo un sol radiante. Todos
esos sentimientos me asisten cuando pinto.
Portocarrero vivió una larga, intensa y fecunda
vida, muchas de cuyas anécdotas quedaron para la historia reflejadas en obras y
testimonios de personalidades que le conocieron, como es el caso de Yo Publio,
la excelente autobiografía del pintor Raúl Martínez, pero hay observaciones más
extensas y reveladoras de su personalidad debidas a la pluma de Bianchi, quien
lo describió como un hombre que “no hablaba, Lezama y yo le decíamos el mudo.
Era un hombre muy difícil, agradable, cordial, suave, pero muy difícil”. En un
artículo suyo titulado Soledad y pasión de René Portocarrero ofrece una visión
aún más íntima del pintor:
Lograr el acceso a su casa era todo un ritual. Un
ojo asomaba por la mirilla de la puerta al reclamo del timbre. El ojo
desaparecía y minutos después, allí estaba el ojo otra vez. Era otro ojo.
Portocarrero había sido el primero en mirar, pero no abría la puerta si Raúl
Milián, con quien formaba pareja desde fines de los años 30, no daba su
consentimiento. Milián era quien, de inicio, hacía los honores al visitante
hasta que, sin despedirse, se retiraba a una habitación y desde ella, sin
reparo alguno, escuchaba la conversación y seguía los pormenores de la visita.
Sus celos irracionales eran también de índole profesional, pues, excelente
pintor él mismo, vivió siempre supeditado a la fama de su amigo. Eso
acrecentaba las discusiones inevitables en toda pareja; discordia que llegaba a
veces a la agresión física cuando René golpeaba a Raúl con una espátula y este
devolvía el golpe con un pisapapel o un tintero. Pronto retornaba la calma, sin
embargo, al ensimismarse Milián en su Kierkegaar y replegarse Portocarrero en
la pintura. A veces Milián amenazaba con lanzarse al vacío desde la terraza y,
por teléfono, movilizaba a media Habana para que corriera a evitarlo hasta que,
entrados ya los años 80, se suicidó de verdad.
Sobre esta relación tan célebre en el mundo
cultural y el imaginario habanero, encontré otro texto todavía más profundo y
doloroso. Se trata del testimonio titulado El llanto de los gigantes, que
encontré en el sitio https://cubasi.cu/es/cubasi-noticias-cuba-mundo-ultima-hora/item/40109-portocarrero-y-milian-el-llanto-de-los-gigantes?qt-masleidas_comentadas_noticias=0.
No lleva la firma de nadie y no he podido
identificar a su autora. Su lectura me causó una impresión muy penosa, pero lo
considero un texto imprescindible para comprender el mundo personal del artista
que, tras cuya muerte, fue declarado por medios internacionales como el más
grande de Cuba -honor que en mi modesta opinión en verdad corresponde a Ponce
de León.
Tímido y silencioso o jovial y comunicativo,
visto de muchas maneras por quienes le conocieron, verdad y leyenda rodearon
hasta sus últimos momentos a René Portocarrero, quien falleció en La Habana en
1985, poco después de su compañero Raúl Milián, y continuaron rodeando incluso
las circunstancias de su muerte, sobre las que he encontrado dos versiones
bastante diferentes. Una de ellas, más discreta, en referencia a su precario
estado de salud afirma que sucumbió por complicaciones renales y respiratorias,
mientras la otra habla de un rocambolesco, pero trágico accidente doméstico: el
pintor, en estado de ebriedad, habría intentado abrir una llave del gas para
calentarse un café, pero al hacerlo habría inclinado mucho la cabeza sobre la
hornilla encendida, cuya llama creció de repente incendiando su camisa de seda.
Habría sucumbido en un hospital, en medio de violentos delirios, del infarto
que le provocó la conmoción.
No deja de resultar extraño que una figura en
cuyo tiempo vivimos también, y conocida y tratada por tantas personas haya dado
lugar tan pronto, aún en plena existencia, a leyendas. Porque la leyenda suele
ser un producto de la distancia histórica unida al pensamiento mágico, pero en
su caso estas condiciones no se han cumplido, pues las ambigüedades que flotan
en torno a su memoria parecen más bien el resultado de un misterio individual
que fue, sin duda, origen y motor de su creación artística. (Gina Picart
Baluja. Foto: Radio Reloj)
FNY