Siempre ha sido
creencia, manifiestamente admitida, que la capital habanera nunca se rebeló
contra España en tiempos de la colonia, que los habaneros fuimos pasivos
espectadores de toda la actividad revolucionaria que tuvo lugar, a lo largo de
dos guerras por la independencia, en el oriente y centro de la isla. Que
teníamos miedo…
Pero resulta que la
rebelión de los cubanos no comenzó exactamente con el Grito de Yara dado por Carlos Manuel de Céspedes, aunque ese
haya sido el momento histórico en que la independencia de Cuba echó a andar,
sería mejor decir, salió a galope tendido.
El movimiento
separatista no había estado adormecido en La Habana y tuvo sus figuras heroicas, de las que queda hoy poca memoria
popular, lamentablemente. Una de ellas fue el mulato Antonio Díaz Díaz, reconocido
como el patriota de Arroyo Naranjo, título más que merecido, pues luchó por sus
ideas hasta su último día y tuvo una muerte digna de un héroe del romanticismo
o de un personaje de tragedia shakespeariana.
Antonio nació en
1841 en una familia campesina humildísima.
En su juventud, fue condenado a 150 azotes y un año de prisión por portar una
cuchilla de punta, clasificada por las autoridades españolas entre las Armas
Prohibidas, y seguidamente por otra serie de imputaciones entre las que se
contaban intentos de fuga. Apenas cumplió las condenas se unió a las partidas
de Carlos García Sosa, que operaban en Vuelta Abajo. Cabe señalar que para las
autoridades españolas todo cubano que se opusiera al poder colonial era
catalogado como bandido, aunque, en realidad, fuera alguien que tuviera ideas
contrarias a la presencia de España en Cuba. Hay que recordar también que, en
la propia España, muchos héroes de la más encarnizada resistencia contra la
invasión napoleónica fueron ciudadanos a quienes la Corona consideraba bandidos
y perseguía como a tales por rebelarse contra las injusticias de los monarcas.
En septiembre de 1870, Antonio fue
capturado, se le sometió a un consejo de guerra y se le condenó a 10 años de trabajos forzados. La
acusación, por supuesto, fue robo en cuadrilla, o sea, bandolerismo, pero esa
figura delictiva se manejaba en las leyes españolas por tribunales de carácter
civil, no por un consejo de guerra, que es una autoridad militar. Ello muestra que
el castigo era para un rebelde, no para un bandido. Antonio fue enviado a
cumplir su condena en las canteras de San Miguel Calvario.
Dos años más tarde,
Antonio logró escapar y volvió a reunirse con Carlos García, quien operaba por entonces
con sus partidas por las zonas de Jaruco y Guines. Que fue un combatiente valeroso y un jefe eficaz
lo demuestra el hecho de que en 1874 ya capitaneaba su propia partida en la
cordillera de El Plátano, en Managua.
Entre sus hechos
destacan varios atentados contra la Policía colonial, en los cuales ultimó a un
alto funcionario y dos guardias, pero su acción más conocida fue el osadísimo
ataque que llevó a cabo, él solo, contra
el capitán general Concha, quien se encontraba descansando en la residencia
de la Quinta de los Molinos, destinada
a las estancias veraniegas de los Capitanes Generales de la isla, debido a su
clima mucho menos riguroso que el habitual de La Habana intramuros en esa
estación.
Antonio le disparó
dos veces, aunque sin alcanzar su objetivo. Se dio a la fuga y se mantuvo
escondido mientras se le perseguía, hasta que el 18 de octubre de 1874, víctima de una delación, fue acorralado en
el número 29 de la calle Jesús Peregrino, donde presumiblemente vivía una mujer
con quien mantenía relaciones amorosas.
El relato de cómo
este habanero enfrentó a sus captores parece una película, una epopeya más
bien, y muestra al hombre en todo su carácter: Antonio Díaz no solo era
valiente, era un león. Se enfrentó completamente solo a una fuerza policial
compuesta por unos 20 agentes y por algunos miembros del Cuerpo de Voluntarios.
Los fragmentos que cito a continuación son parte del informe oficial de su muerte:
A las doce del día de hoy
recibí orden para proceder a la captura del bandido Antonio Díaz, que ha venido
alcanzando renombre como segundo jefe de la cuadrilla que capitanea el
latrofaccioso Carlos García, y en vista de revelaciones me asocié con los celadores y, dirigiéndome al lugar
indicado, distribuí la fuerza de la manera más conveniente, circulando la manzana,
llamando a la puerta de la casa en cuestión, en cuyo momento la parda Regina
Osma, en vez de abrir corrió al interior a dar aviso al bandido, que subiéndose
al tejado trató de salvarse huyendo por la casa 21, que guardaban Barredo y
Orejudo, a quienes hizo dos disparos con una Remington corto, retrocediendo al
29 que custodiaba Urrutia con Vázquez, e intimándoles estos su rendición volvió
para atrás, si bien dejándoles el sombrero, y en su fuga precipitada intentó
salir por diferentes puntos, cuyas avenidas estaban tomadas perfectamente,
hasta que una morena, vecina del número 43, dio aviso de que acababa de
ocultarse en el patio.
Reunida parte de la fuerza en
el mismo punto se procedió a un registro, y al llegar al segundo cuarto, prorrumpió el bandido en un nutrido fuego,
ejerciendo la mayor maestría, en cuyas circunstancias se presentó el Sr.
Coronel Jefe de Policía, tratando de entrar por una puerta que del primer
cuarto da al segundo, lo cual impidió quien suscribe por el peligro inminente que
corría dicho señor, queriendo tomar parte en la refriega que en aquellos
momentos ocurría, en la cual resultó herido en una mano el celador de San
Isidro, que se puso casi enfrente del mulato Díaz, el cual al terminárseles las
infinitas cápsulas de que iba provisto, se apoderó de un sable que había en el
cuarto, con cuya arma logró herir de alguna consideración al voluntario Manuel
Blanco, y como quiera que se le pudo distraer del sable, y no obstante estar ya
herido el Díaz, tiró de un puñal con el que indudablemente hubiera asesinado al
guardia Cao …, si no hubiera emprendido con él una lucha a brazo partido,
durante la cual gritaba Díaz con insultos y valentías, en cuyos omentos
también, y casi por un impulso, el que suscribe, el celador Urrutia y el
guardia Cervigón, quedando muerto en el acto y ocupándoseles las armas de que
hizo uso, así como una hamaca, dos sombreros, una correa, la funda del
Remington, que en los primeros momentos había dejado en los tejados, quedando
perfectamente identificado el cadáver del ya tristemente célebre Antonio Díaz…[1]
Pobres pertenencias,
las mismas que poseyeron después los
mambises (combatientes cubanos) en la manigua. Y nada de dinero. Un
“bandido” sin monedas…
Confieso que yo
quedé bajo una fuerte impresión mientras leía estas páginas, cuya ortografía he
respetado y algunas de cuyas frases omití sin afectar el ritmo de la narración,
que es totalmente cinematográfico. Me parecía estar en el lugar, viendo batirse
a aquel habanero extraordinario contra
más de 20 hombres bien armados y entrenados en el arte militar, sin miedo,
sabiendo, tal vez, que iba a morir, pero sin dejar de retarlos y ofenderlos
hasta que la muerte silenció su voz. Coraje sin límites, fiereza, espíritu de
libertad que a nada cede, ni siquiera a la conciencia de su propio final.
Quienes lean de
manera habitual mis escritos sobre esta ciudad que tanto amo, pensarán que
tengo un interés demasiado marcado por demostrar que los habaneros nunca fuimos
cobardes. Es verdad, porque la justicia histórica debe prevalecer por sobre
todas las cosas, y si bien es cierto que durante las dos guerras de independencia
no pudimos alzarnos como lo hicieron el oriente y centro de Cuba, no se debe
olvidar jamás que por ser la capital de la isla y morada del capitán general,
era aquí donde existía una mayor concentración de fuerzas militares, policiales
y paramilitares ferozmente represivas, como el temible Cuerpo de Voluntarios,
que gozaba de la mayor impunidad para hacer cuanto le viniese en gana, incluso
deponer a un Gobernador nombrado por la
Corona, y que tanto peso tuvo en el juicio atroz y fusilamiento de los ocho
estudiantes de Medicina.
Un alzamiento en tales condiciones era imposible, pero coraje, voluntad y bravura nunca nos han faltado. Antonio Díaz da fe de ello desde la Historia y no es el único: el niño de la calle Paula que se inmoló en Dos Ríos es nuestra mayor prueba de amor por Cuba y nuestra determinación de servirla siempre. (Gina Picart Baluja. Imagen de portada: red social X)
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FNY
[1] El informe aparece
firmado por un inspector de apellido Trujillo. La cita pertenece a José Trujillo Monagas y los criminales de
Cuba, Barcelona, 1882, y aparece en el libro Historia de la Quinta de los Molinos, de Luis Abreu González,
Ediciones Boloña, La Habana, 2014.