Primera Exposición agroindustrial y artística en la Cuba neocolonial

Primera Exposición agroindustrial y artística en la Cuba neocolonial

Aunque durante el Gobierno español en Cuba se habían celebrado varias ferias agrícolas, ganaderas y de artículos varios, la primera Exposición Nacional de Agricultura, Industrias, Artes y Labores de la Mujer que tuvo lugar en el país antillano en la república neocolonial, fue inaugurada en enero de 1911 en los magníficos jardines de la Quinta de los Molinos.

Se abrió así un espacio que, en muchas ocasiones futuras, se utilizó con fines de exhibición de logros de la nación caribeña.

Para organizar tan magno evento, el secretario de Agricultura, Comercio y Trabajo del presidente José Miguel Gómez conformó una especie de comité encabezado por José Cárdenas, ingeniero agrónomo y catedrático de la Facultad Nacional de Agronomía -con sede en el lugar-, e integrado por destacadas personalidades de la vida cultural, política y productiva del país.

La ceremonia de apertura fue llevada a cabo con toda la solemnidad que demandaba el gran debut de la tierra del caimán en el concierto occidental de las naciones.

El acontecimiento se repitió en 1912, aunque a menor escala, únicamente como muestra de agricultura y ganadería y, de nuevo, en 1914.

La del 4 de febrero de 1911 fue una tarde inolvidable para la multitud que afluyó por el Paseo de Carlos III hacia las altas verjas que daban acceso a la Exposición.

Imagino un desfile de autos elegantes (el primer vehículo automotor había llegado a la capital a finales de 1898), en el que no estaría aún el de La Macorina, quien contaba entonces con muy poca edad para convertirse en la primera mujer chofer de nuestra historia, pero es muy posible que en aquellos asientos traseros, entre las más vistosas beldades habaneras, sí estuvieran María Luisa Gómez Mena, marquesa de Revilla de Camargo; su eterna rival, la bellísima Catalina Lasa del Río; la multimillonarísima Rosalía Abreu (la patriota Marta había muerto en 1909) y Lilly Hidalgo de Conill, entre tantas otras damas linajudas a quienes me gusta pensar como parte de aquel desfile deslumbrante.

Entre los caballeros se encontraba el coronel José Martí Zayas-Bazán, Ismaelillo, jefe interino del Ejército, por lo que, tal vez, también asistiera su madre Carmen, investida de gran capital simbólico por ser la viuda del Apóstol.

Por supuesto, el pueblo llano no se hubiera perdido la exposición, pero me pregunto si en aquella primera jornada se le permitió ingresar al ajardinado recinto de la Quinta. Es posible que no, para que no molestara con su algazara y el espectáculo de su pobreza a las “clases vivas” recién empoderadas tras la última guerra de independencia y el cese de las ocupaciones militares norteamericanas.

En todo caso sí no pudo pasar al Salón de Actos, donde el flamante presidente Gómez fue recibido con las notas del Himno Nacional, y la ceremonia oficial dio comienzo para un grupo humano muy selecto.

Hubo discursos, el primero de ellos para reconocer el esfuerzo desplegado por Cárdenas y su equipo de colaboradores. Y fragor de aplausos entusiastas.

Entre la concurrencia, se encontraban representantes de varias legaciones extranjeras: los ministros plenipotenciarios de Estados Unidos, España, Francia, Inglaterra, Alemania, Italia y, también, de las más importantes naciones del continente, como Argentina, Brasil y México.

En un peldaño social un poco menos lucido, estaban los encargados de negocios de Santo Domingo, Colombia y Haití, además de secretarios de legaciones y cónsules. Un verdadero coctel diplomático para dar lustre a la celebración.

¿QUÉ SE EXHIBÍA ALLÍ?

No consta explícitamente que hubiera pabellones para cada muestra, aunque se supone que el clima lo habría exigido, pero en las crónicas periodísticas del momento se hace referencia a instalaciones donde se mostraban a la vista pública los avances en importantes sectores de nuestra economía, como el tabaco, la industria litográfica, que fue muy elogiada, aunque, en realidad, llevaba no menos de un siglo de esplendor; había una muestra amplia de productos de la tierra, solo que no se decía que casi ninguno era fruto del trabajo de agricultores cubanos, sino de terratenientes norteamericanos con grandes propiedades en Cuba.

También había muestras de nuestra incipiente industria nacional, como fábricas de sombreros, perfumería, chocolates, galletas, cervecerías, destilerías, licoreras; fábricas de cemento, calzado, mosaicos, acetileno, fundiciones, farmacia…

La ganadería estuvo representada por profusas exhibiciones de palomas y otras aves de corral, caballería, ganado mayor y menor; aunque no aparecen en las crónicas menciones a la industria azucarera, es de suponer que no faltaba.

Al parecer, el comité organizador no disponía de grandes recursos para invertir en exquisiteces, por lo que la exposición resultó un tanto rudimentaria. Pero se hizo, y eso tiene su valor, aunque no pudiera compararse con las célebres y deslumbrantes Exposiciones de París que tanto admiraron al periodista José Martí.

Seguramente, entre lo más interesante estuvo el Pabellón de las Artes, montado en la casa de veraneo de los Capitanes Generales, donde hoy se encuentra el museo Máximo Gómez.

Se ofrecían allí muestras de pintura, escultura, trabajos de corte y costura, bordados, tapices, manualidades elaboradas con escamas de pescado y conchas, muñequería y otros productos artesanales.

Aunque ha trascendido en crónicas de la época que mucho de lo mostrado carecía de calidad, me permito dudarlo, pues desde los inicios de su existencia como país Cuba dio destacados pintores y artistas, y las manualidades de nuestras mujeres eran hermosas, en la más pura tradición española, a juzgar por lo que se ha encontrado en baúles de abuelitas coloniales y republicanas.

No hay que olvidar que los periodistas de la época, en su mayoría y, en especial, los cronistas de eventos sociales, tenían que contentar a una clientela exigente y refinada, y esa alta burguesía estaba acostumbrada a consumir productos de París y Londres, de impecable elaboración y con siglos de tradición heredada. Creo que se impusieron apreciaciones clasistas poco justas.

De cualquier modo, el jurado concedió el Premio Nacional de ese pabellón al gran pintor cubano Leopoldo Romañach.

Los alumnos de la Escuela de Artes y Oficios construyeron su propio pabellón en estilo ecléctico con predominio de un pórtico neoclásico, y esa muestra gozó de gran éxito. En su interior se podía disfrutar de una muy hermosa exhibición de mueblería cubana, de líneas elegantes y finas, y en el jardín se exhibían muebles propios de exteriores.

Tal vez el espectáculo que más entusiasmó a los asistentes fue una exhibición canina, primera de su tipo celebrada en Cuba, donde desfilaron más de 40 razas de perros, entre los cuales estuvieron, quizá, los bichones habaneros de Catalina Lasa, quien se cree fue la creadora de esta raza nacional tan bella y dulce, única auténticamente cubana, pues de nuestros perros mudos indígenas, devorados por los primeros conquistadores, no nos han quedado más que algunas osamentas.

Nota muy graciosa de picardía criolla es que algunos de los ejemplares mostrados ya habían obtenido premios en exposiciones francesas y norteamericanas, y volvieron a arrasar en esa ocasión.

Sin duda, aquella muestra es el antecedente de las actividades veterinarias, desinteresadas y tan absolutamente necesarias, que hoy tienen lugar en la Quinta varias veces al año, a cargo de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana. Debo un trabajo a este tema tan sensible y especial.

Aquella primera exposición de perritos enamoró tanto al público que en Cuba se destapó un auténtico furor por la cría de mascotas con pedigree.

Se dice que las provincias acudieron a la cita con instalaciones de tan cuidada belleza que se armó una especie de competencia entre ellas y las instalaciones habaneras.

Una sorpresa no preparada esperaba al presidente, de la que probablemente el comité organizador no tenía idea. Llegada la comitiva presidencial al pabellón de Crusellas –sí, tan antiguo es-, una obrera muy jovencita se adelantó con determinación –aunque seguro bastante nerviosa- y entregó un documento a Gómez, quien, como sagaz populista, jamás impedía que lo abordara la gente del pueblo, y elevando la voz pronunció este breve discurso:

Señor Presidente:

En nombre de mis compañeras de trabajo y como última esperanza para que no desaparezca la industria de perfumería surgiendo la miseria en los hogares cubanos que de esa industria se sostienen, deposito en sus manos el proyecto que, si usted y las Cámaras se empeñan, quedará convertido en la Ley salvadora.

Es muy probable que el dignatario, tan ocupado como se encontraba en “asuntos de mayor envergadura”, ni siquiera estuviera al tanto de los elevados aranceles con que los Estados Unidos arruinaban por entonces la industria de la perfumería en Cuba. Pero nada dejó traslucir más que una radiante sonrisa, y aseguró a la obrera que las tendría presentes a ella y sus compañeras. Entregó el documento a uno de sus secretarios que le acompañaba, y a las 18:00 (hora local) se retiró con su séquito con la misma solemnidad con que había llegado. Nunca se ocupó del asunto.

Había también un quiosco de música, instalado tal vez en la glorieta principal de la Quinta, y competencias de bandas de música, pero al certamen solo se presentaron los músicos Eduardo Sánchez de Fuentes y José María Varona. Nadie más pareció interesado. Sánchez de Fuentes había compuesto, incluso, una marcha para la inauguración.

En la noche, la Banda Municipal llenó el aire fragante de la Quinta con un programa en el que se mezclaban piezas de ópera clásica italiana, como la Obertura de Guillermo Tell, de Rossini, y una selección de la ópera Fausto, de Gounod, con españoladas como La manola y con danzones cubanos.

La exposición mantuvo abiertas sus puertas hasta el 13 de marzo de aquel año, y el público tuvo acceso libre cada día. Ni un solo instante decayó la asistencia, pues no piense el lector que solo se mostraban pabellones. Había, además, muchas atracciones y divertimentos, como sucede hoy con nuestras Ferias del Libro: retretas bailables todos los días desde la caída de la tarde hasta avanzada la noche; dos restaurantes que ofrecían deliciosos menús; muchos quioscos de golosinas para niños y adultos; un trencito que daba la vuelta a toda el área; vistosos fuegos artificiales, y disímiles ofertas recreativas que hicieron las delicias de todos por igual.

Yo no puedo parar de imaginarme los jardines radiantemente iluminados y el público moviéndose entre el verde de la fronda y la blancura de las estatuas, con las joyas de las damas relumbrando bajo la luz de los focos en franca competencia con los chorros cristalinos que manaban de las fuentes.

Música, bailes y risas mezclados, voces de niños, canciones… Era un pueblo que todavía llevaba la huella profunda de dos sangrientas guerras de independencia, en las que la mayoría de sus habitantes había perdido seres queridos en combates de manigua, ajusticiados por la represión española en toda la isla o muertos durante la hambruna de la terrible Reconcentración de Weyler. Un pueblo que, apenas pocos años antes, aún gemía asfixiado por la ausencia de libertad y el peso de sus cadenas.

Se merecían los cubanos aquellos días de alegría, aquel renacer de las cenizas, pues eso fueron los años de la república neocolonial: años de recompensa por la independencia tan duramente conquistada. Lastrada, es vedad, por los mismos males que la asistieron desde su nacimiento hasta su extinción, pero, aun así, profundamente cubana. (Gina Picart Baluja. Foto: red social X)

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