De esto hace ya muchos años; el lugar habrá cambiado mucho, pero mis recuerdos siguen invariables, intactos, como congelados en la memoria…
Casablanca es uno de los barrios del municipio de Regla, y está situado al este de la entrada de la bahía de La Habana, en la falda meridional de la loma en donde se levanta la fortaleza San Carlos de La Cabaña.
Aunque los historiadores difieren un poco en la fecha de su fundación, lo cierto es que tan temprano como el año 1589 ya había tráfico marítimo entre la ciudad vieja y lo que hoy es Casablanca, así llamada porque existía allí una casa con paredes encaladas y de grandes dimensiones que servía como almacén, donde se guardaban las mercancías que llegaban a la ciudad porteña procedentes de los virreinatos de México y Perú con destino a España.
En 1646, un militar de origen vasco, el capitán Don José Ruiz de Guillén, de quien se ha dicho que fue hombre melancólico y amante de la soledad, decidió establecer allí su morada, seducido por el aislamiento y la paz reinantes en aquel sitio idílico.
El ejemplo de Ruiz de Guillén no tardó en ser imitado por otros vecinos de la villa, quienes decidieron cruzar el mar y establecerse en la zona. Así nació un pequeño poblado calificado como caótico y ruinoso, con habitantes decididos a vivir de la pesca, abundante en la época, seguramente para incordio de aquel hombre que había querido huir de los ruidos del mundo.
Después de 1763, ya no fueron simples vecinos pescadores quienes llegaban a instalarse. Aparecieron navegantes de cabotaje y carpinteros de ribera, destinados por las autoridades coloniales a las reparaciones de buques mercantes. Para el ejercicio de su oficio, se establecieron varios talleres, además del que se creó para maestranza de la plaza.
En 1785, un gran incendio redujo Casablanca a cenizas, pero sus vecinos se negaron a abandonar el lugar y reconstruyeron el caserío y sus instalaciones marítimas.
Unos años más tarde, llegó al lugar el maestro carpintero de ribera español José Tiscornia o Triscornia, quien construyó un muelle y un carenero para buques menores. Pronto arribaron otros de su mismo oficio a instalarse en aquel enclave que ya no era tan apacible, y en poco tiempo toda la parte oeste de su litoral fue cubierta por arrimos entablonados de madera dura sobre horcones.
La marina de la Corona también ocupó un espacio del pequeño territorio, con un almacén y carenero para guardacostas. Se había creado en Casablanca un importante astillero.
En 1846, el poblado contaba con 894 habitantes, quienes residían en 120 casas, algunas de mampostería, otras de madera, y la mayoría de embarrado y guano. En 1858, su población contaba con mil 601 vecinos. En ese mismo año, se construyó un pequeño hospital y se terminó de edificar la iglesia. También surgieron una fábrica de pólvora y otra de clavos, pero tuvieron corta vida aniquiladas por la competencia.
Hasta aquí la historia de mi poblado habanero favorito.
El Cristo de La Habana. Foto: Gina Picart Baluja. |
Quienes nunca cruzaron en lancha para conocerlo, pudieran pensar que Casablanca es solo un pueblo viejo donde no hay nada que ver, pero ello dista de la realidad, pues al distrito de Casablanca pertenecen nada menos que las fortalezas insignia de La Habana: el castillo de Los Tres Reyes del Morro y la fortaleza de San Carlos de La Cabaña.
Es, además, la sede de la inmensa escultura de Jesucristo conocida como El Cristo de La Habana, una de las cuatro de mayor tamaño dedicadas en el planeta a esta figura clave del catolicismo mundial, junto con el de Brasil, guardianes ambos de sendas bahías. Como la historia de esta estatua y su creadora, la escultora habanera Jilma Madera, merecen capítulo aparte, seguiré adelante con otros aspectos interesantes que alberga Casablanca, como el Centro Cultural Casa del Che (Ernesto Guevara), ubicado dentro del Complejo de Museos Históricos Militares, específicamente en el Parque Histórico Militar Morro-Cabaña.
Centro Cultural Casa del Che. Foto: red social X. |
También sobresale la sede del Instituto de Meteorología, el cual, con su hermosa cúpula-observatorio, nos parecía un castillo mágico. Siempre que cruzábamos en la lanchita, yo le aseguraba a mi hija que iríamos a visitarlo, pero, por alguna razón, nunca lo hicimos.
Sin embargo, yo tengo una imagen de Casablanca grabada como con fuego en mi mente, y es de la última vez que visitamos el poblado.
Habíamos estado recorriendo las calles estrechas, nos había llamado poderosamente la atención su techado muy especial, cuyas tejas estaban casi totalmente cubiertas por una vegetación crispada y medio seca, y lo antiguas que se veían las casas, y hasta la gente misma parecía de otro tiempo, tan silenciosa y con ojos observadores y desconfiados al paso del forastero. Aquel fue siempre el mayor atractivo que Casablanca ejerció sobre mí: el oscuro influjo del tiempo detenido. Una sensación que no puede ser descrita con palabras.
Vimos un quiosco humildísimo donde tomamos alguna merienda y refrescos, y seguimos hacia el parque. Cuando nos dimos cuenta, ya estaba cayendo la tarde.
Nos apuramos para llegar al muelle, que siempre me pareció encantador en su deterioro y sencillez, y entonces vi, sentado sobre unas rocas, a un hombre negro ya anciano y vestido con ropas pobrísimas, quien, acompañándose con una latica y un palito, cantaba una de las habaneras más hermosas que se han escrito, La paloma, del compositor español Sebastián Iradier.
Tal vez fuera porque yo había perdido poco antes a alguien muy valioso para mí, o que la luz bermellón y dorada de aquel atardecer teñía el cuadro de un embrujo especial: quedé fascinada con aquella voz cascada, pero todavía melodiosa, y con aquellos versos que subían como volutas en la brisa marina, para ir a perderse entre las olas débiles que se deshacían contra el acantilado.
Solo volví en mí cuando llegó la lancha que debía regresarnos a la ciudad, y aún entonces, desde mi pequeña ventana, seguí prendida de aquel instante, de aquel sonido envuelto en yodo y sal que lentamente se iba apagando en la distancia, mientras mis ojos miraban sin ver la estela de blanca espuma que dejaba atrás la diminuta embarcación.
De qué pocas, simplísimas cosas hasta rozar lo inmaterial, de casi nada puede tejerse un recuerdo imborrable, uno de esos momentos que atesora la memoria, y nos acompaña, después, toda la vida.
Letra de la habanera La paloma
Sebastián de Yradier y Salaverri
(Gina Picart Baluja. Fotos: red social X)
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