La Habana de Hemingway, reflexiones sobre una crónica de Ciro Bianchi

La Habana de Hemingway, reflexiones sobre una crónica de Ciro Bianchi Ross

Amo este país y me siento como en casa, y allí donde un hombre se siente como en casa, aparte del lugar donde nació, ese es el sitio al que estaba destinado.

E. Hemingway

Las magníficas crónicas de un maestro del periodismo cubano, Ciro Bianchi Ross, llevan décadas haciendo deliciosas las mañanas dominicales de los habaneros. Se publican en un órgano de prensa nacional como Juventud Rebelde, pero son muy significativas para los habitantes de la capital cubana, porque casi todos los habaneros sentimos una pasión desmedida por nuestra ciudad, y aunque nos duela que no sea ya tan bella como en mejores tiempos, el amor verdadero no tiene edad ni fin.

Su libro La Habana de Hemingway, que tuve el honor de prologar, es una pequeña joya, un breve muestrario de la historia de la urbe, y no solo oficio de buen periodismo, sino de periodismo literario, que tanto admiro y me esfuerzo en hacer. No es todo lo que el maestro ha escrito sobre la villa de San Cristóbal, pero trata temas raros e interesantes y, hasta cierto punto, muy ligados a emociones profundas e individuales que caracterizaron la etapa republicana, donde al no haber guerras de liberación y sí una creciente prosperidad, la atención se enfocaba en otros aspectos no menos ricos de la vida, algunos no menos épicos, pero que lo fueron de otras maneras.

Algunas de las crónicas que integran este libro han quedado dando vueltas en mi mente durante años, y una de ellas es la que da nombre a este artículo. Por dos razones: no he encontrado un español, tanto entre los emigrados que alcancé a conocer en mi infancia como entre los turistas con quienes he tenido oportunidad de conversar a fondo, que no se sienta en Cuba no solo como en un paraíso tropical, sino también como en su casa natural, y muy a menudo he palpado en los de la tercera edad, todavía fresco, el doloroso sentimiento de pérdida que les causa la separación de Cuba de la Madre Patria. “Mi padre construyó este edificio”, me comentaba uno, mientras contemplaba con profunda nostalgia algún inmueble del Paseo del Prado.

Sin embargo, la conexión de los estadounidenses con la isla caribeña siempre me ha parecido muy superficial y pragmática, entre el mero disfrute de las playas y los casinos, mientras los hubo, y el interés comercial que mantuvieron siempre desde los tiempos de la colonia. Por eso, me resulta muy desconcertante el fortísimo arraigo y amor acendrado de que dio sobradas pruebas el escritor norteamericano Ernest Hemingway desde que pisó La Habana por primera vez. La excelente biografía de Norberto Fuentes sobre el hombre de Finca Vigía, al menos a mí, nunca me aclaró ese enigma de modo satisfactorio.

Hemingway vino a Cuba por primera vez a principios de 1928, acompañado de su segunda esposa, y se alojó en el hotel Ambos Mundos, considerado en esa época como una instalación de segunda categoría. Ya se encontraba inmerso en la escritura de su novela Adiós a las armas, que concluyó en Cayo Hueso. Volvió en 1932 para la pesca de la aguja, a la que era muy aficionado, y de nuevo en 1933, cuando escribió su primera crónica de tema cubano.

Cuenta Ciro que al despertar en su habitación sin número del quinto piso del “Ambos Mundos”, lo primero que hacía era abrir el ventanal para admirar “la catedral, la entrada del puerto, Casablanca, los tejados de los edificios…” Pero a su tercera esposa, periodista como él, no le agradaban el hotel ni la falta de privacidad que suponía recibir en la habitación a los amigos y admiradores del escritor, por lo que decidió que el matrimonio necesitaba encontrar una casa que, por ser ella mujer de elevada posición, concibió como poco menos que la residencia de un magnate. Lo curioso es que eligió la nueva morada nada menos que en el poblado marinero de Cojímar, cerca de San Francisco de Paula, y si bien la residencia reunía todos los requisitos que ella consideraba necesarios, la población vecinal estaba compuesta de hombres de mar, pescadores rústicos y muy pobres con quienes no tenía nada en común.

Aunque a Hemingway no le convencía la ubicación del nuevo domicilio, distante de El Floridita, su bar preferido, le encontró ventajas, como su cercanía con el puerto y la Corriente del Golfo, donde había la más abundante pesca que dijo haber visto en su vida, y en la que podía ir de pesquería con su yate Pilar. Era un entusiasta de las frutas criollas, y le fascinaban las 18 clases de mangos que se cosechaban en la huerta de la finca (jamás se enojó cuando los niños del vecindario trepaban los muros para robarlos), y desde el principio se puso a criar gallos de pelea. Hasta donde sé, no se dedicó a la caza, su deporte favorito, y llegó a tener en Finca Vigía una colonia de perros y gatos que cuidaba con esmero. Le encantaba comer rodeado de pescadores en La Terraza, modesto restaurante de Cojímar, cercano a la costa. He estado allí y en verdad el lugar tiene un encanto que no es fácil de explicar.

Hemingway era un hombre contradictorio: se quejó con su tercera esposa de que la finca no tenía suficiente intimidad para escribir, y ella hizo construir una torre anexa de tres pisos para que el último fuera el estudio del escritor, pero él subió una sola vez, permaneció 15 minutos allí en los que no pudo escribir ni una línea y bajó alegando que no soportaba la soledad. Desde entonces escribió de pie en su habitación, con su Remington colocada sobre una mesita alta enclavada en la pared.

Aunque siguió viajando por el mundo, amontonó en Finca Vigía su enorme biblioteca, sus armas, sus trofeos de caza, los souvenirs de sus viajes, y escribió allí la mayor parte de su obra: terminó Por quién doblan las campanas; Islas en el Golfo, donde recuerda y da vida con una pasión literaria vehemente a una prostituta real, Liliana la Honesta, presencia habitual en el bar de El Floridita, con quien estableció un vínculo, al parecer, no relacionado con la carne; A través del río y entre los árboles; El viejo y el mar y París era una fiesta e Islas en el Golfo. Al enfermar y regresar a Estados Unidos para internarse en la Clínica Mayo y finalmente suicidarse, dejó inconclusa su última novela El jardín del Edén. Junto con su producción literaria, siguió ejerciendo el periodismo y publicó muchos artículos y crónicas inspirados en La Habana y en Cuba, a la que describió como “esa isla larga, hermosa y desdichada”.

Otras razones que ofreció para hacer de Finca Vigía su mundo personal fueron que el fresco de la mañana le ayudaba a escribir, que siempre tuvo buena suerte escribiendo en Cuba, etc…  Que su amor era profundo y sincero lo demuestra el que dedicara su Premio Nobel a sus amigos pescadores de Cojímar y lo donara al santuario de La Caridad del Cobre, nuestra patrona.

Entiendo que todas esas razones son sumamente válidas, y que nosotros, los escritores, cuando imaginamos el lugar donde quisiéramos vivir y crear, vemos en nuestra mente algo muy semejante a Finca Vigía y que ofrezca sus mismos dones, pero… ¿no habría una razón más profunda en la forma total en que el escritor norteamericano se “aplatanó” y se convirtió en un criollo más…?

Mi criterio personal -que convierte este trabajo de mera reseña literaria en un artículo de opinión algo atrevido-, es que la naturaleza casi primitiva, elemental y telúrica de Hemingway, ansiosa siempre, persiguiendo siempre una conexión auténtica con la naturaleza, a la que, paradójicamente necesitaba domeñar, no soportaba el oropel, la sofisticación y la hipócrita moral de la sociedad estadounidense. Creo que su verdadero dilema es el mismo que compulsa al matrimonio Moresby, protagonista de El cielo protector, del también gran novelista norteamericano Paul Bowles, para escapar al África profunda en una trayectoria intrincada, peligrosa y absurda, en su intento por liberarse de la mediocridad espiritual de su mundo de clase media, aventura que termina con la muerte del esposo, la pareja sexual que forma la mujer con un joven comerciante negro, de quien se convierte en concubina, y, finalmente, su negativa a ser llevada de nuevo a los Estados Unidos, hasta el extremo de escapar de sus amigos y desaparecer para siempre entre la multitud anónima, las moscas, la suciedad y la barbarie.

Creo que, sin restar valor a las afirmaciones que hizo en vida para explicar la causa por la cual decidió vivir en las afueras de La Habana entre pescadores rústicos, mientras recibía a disgusto a intelectuales y periodistas cubanos y extranjeros que le asediaban para entrevistarlo o introducirse en el círculo íntimo y cerrado de sus relaciones personales, el motivo raigal de su decisión fue que Hemingway encontró en La Habana el lugar perfecto que era como la materialización de su interior bravío, libertario y salvaje. Se conectó de manera definitiva con la vibra auténtica, sencilla y sin pretensiones que le ofrecía aquel rincón rodeado de naturaleza, bellezas naturales y muchas formas de continuar su vida aventurera con total independencia, entre hombres tan rudos como él, sinceros, leales y sin dobleces.

Tal vez ese coloso de la narrativa moderna perdió las riendas de su espíritu en algún momento temprano de su vida y todo lo que hizo después fue un esfuerzo continuado para recuperarlas y mantenerlas en sus manos, y el mundo mágico de La Habana, Finca Vigía y sus hombres de mar fueron una parte crucial de ese esfuerzo, el intento de mayor tensión que realizó en su existencia y en el que encontró más paz interior, aunque la forma en que terminó con su vida hace sentir que nunca logró empuñar del todo esas riendas que se le escapaban una y otra vez, y ni siquiera en las excentricidades que llegó a orquestar halló la calma y el alivio que necesitaba su tormento interior.

Hemingway, como otro residente extranjero en La Habana que conocí muy de cerca hace años, sentía a Cuba y La Habana como “mi paraíso”, su lugar de reposo interior y salvación. Por eso, dejó su medalla del Nobel a los pies de nuestra mayor fuerza espiritual: la Virgen mambisa. En muchas ocasiones, las primeras zonas de oscuridad que afligen una vida, al final se alzan cuando menos se espera, y arrastran al abismo las almas que un día creyeron haber escapado. Pero… ¿quién haría una confesión semejante? (Gina Picart Baluja. Foto: Portal Cuba)

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FNY

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