| Foto tomada de Internet |
En el perfil de la Habana antigua, dos texturas dominaban el paisaje a vista de pájaro: el brillo vítreo y geométrico de los azulejos y la calidez terrosa y orgánica de las tejas de barro.
Esta dicotomía no fue casual, sino el resultado de una "guerra" centenaria que enfrentó tradición, clima, moda e identidad.
Más que un simple elemento de cubierta, la elección del material del techo fue un manifiesto cultural y un campo de batalla entre lo colonial hispano y las influencias que moldearon la ciudad.
La teja criolla, de barro cocido y forma curva (llamada "teja colonial"), fue la reina indiscutible durante los siglos XVI, XVII y XVIII. Era barata, fabricada localmente, y su cámara de aire aislaba del calor. Definía el carácter mediterráneo y sobrio de la ciudad intramuros.
Sin embargo, tenía enemigos naturales: los huracanes, que las arrancaban como pétalos, y los incendios, que encontraban en la madera del soporte un combustible perfecto. Tras cada gran fuego, como los devastadores de 1620 y 1796, el debate sobre la seguridad se reavivaba.
La alternativa llegó de la mano del progreso y la influencia europea: el azulejo plano de Marsella, importado primero de Francia y luego fabricado localmente. Brillante, impermeable, ignífugo y moderno, se convirtió en el símbolo por excelencia de la pujante burguesía criolla del siglo XIX.
Cubrir una casa con azulejos era una declaración de riqueza y modernidad. Su uso se disparó, especialmente en el extramuros que crecía más allá de las murallas, creando esos mosaicos relucientes que caracterizan a Centro Habana. Era el "look" de la nueva república en ciernes: práctica, higiénica y con aires parisinos.
Pero la teja contraatacó en el siglo XX, no por practicidad, sino por romanticismo. Con el movimiento "Neocolonial" de los años 20 y 30, arquitectos y la élite cultural buscaron redefinir una identidad nacional. Rechazaron el azulejo como "extranjerizante" y rescataron la teja como símbolo de la "hispanidad" y la autenticidad criolla.
Mansiones en El Vedado y Miramar, como la de la familia Gelats, optaron por techos de teja arabesca, complicados y costosos, en un ejercicio de nostalgia inventada. La teja ya no era lo popular; era lo exclusivo, lo historicista.
Hoy, la silueta de La Habana Vieja es un mapa de esta guerra fría arquitectónica. Los techos de azulejo, muchos ya desconchados, hablan del siglo XIX comercial y burgués. Los de teja, restaurados en los edificios emblemáticos, evocan un pasado idealizado.
Esta batalla silenciosa entre dos materiales cuenta, en clave de color y forma, la historia de una ciudad en permanente búsqueda de su estilo, oscilando entre la herencia que abraza y la modernidad que desea, todo ello reflejado, literalmente, bajo el sol caribeño.
Por Gina Picart
SST -JCDT