El Romanticismo, a la luz de hoy

El Romanticismo fue un movimiento artístico que surgió en Alemania con el llamado Sturm un Drang (Fuerza y empuje), una reacción a la frialdad del neoclasicismo.

Sus características principales fueron la identificación del paisaje con las emociones, la vuelta a las culturas autóctonas y los folclores, el interés por la antigüedad, pero sobre todo por la Edad Media y la cultura caballeresca, la reivindicación de las historias nacionales y una clase de amor inspirado en las ideas de Platón pero generalmente signado por ser imposible, y como consecuencia de esta imposibilidad derivada de disímiles obstáculos deviene en tragedia y muerte de uno o los dos amantes.

El amor romántico nace de la atracción sexual, pero la posesión carnal de la amada o el amado no es el objetivo, sino la comunión de las almas.

Los amantes románticos no están regidos por un código severo que les impida la cópula como meta, pero la exaltación de la sensibilidad les lleva por otros caminos.

La idealización de la amada, que la convierte en casi una imagen mística, la gran valoración que se confiere a su integridad sexual como trasunto de la espiritual, hace que su pureza física y espiritual sean bienes que el amante desea conservar y proteger hasta que el matrimonio santifique la unión.

En el Romanticismo, la amada suele ser una joven frágil, de salud precaria, ingenua y desconocedora del mundo, dulce, tierna, recatada y púdica.

La imposibilidad del amador de unirse a ella, aun cuando sea correspondido, se debe a obstáculos de diversas clases que lo separan de su elegida: pertenece ella a una clase social superior o inferior a la de él, hay antiguos e intensos odios de familia que se interponen y hacen imposible pensar en una boda, ella es prisionera de un padre, tío, hermano o tutor que la mantiene recluida o está prometida a, o casada con, otro hombre. En el peor de los casos padece una enfermedad mortal, preferiblemente tisis, pero también locura.

El sufrimiento llega a ser tan insoportable para estos amantes que no pueden juntarse que terminan suicidándose, o al menos uno de ellos se marcha de la vida, dejando a su paso un rosario de penas y lágrimas y, de paso, de imitadores, como sucedió cuando Goethe publicó en Alemania su celebérrima novela Las desventuras del joven Werther, que desató en toda Europa una ola de suicidios compulsivos.

Debo dejar en claro que Don Quijote y Dulcinea no forman una pareja romántica, y es esta una discusión que he tenido muchas veces, en primer lugar porque pertenecen a la literatura de caballería y no al siglo XIX, pero sobre todo porque si, Alonso Quijano es un amador que por cumplir a cabalidad con todos los postulados del código de la caballería deviene un perfecto amador romántico, en realidad no tiene amada, pues Dulcinea es una creación de su fantasía y la mujer real en que se basa es una aldeana ruda e ignorante que no está enterada de la existencia del caballero, y de haberlo sabido, se hubiera revolcado en los pastos riendo a carcajada limpia por su fealdad y su locura, y es bien probable que hubiera terminado por lanzarle pelladas de estiércol o una pedrada.

Un profesor de literatura, allá por la década de los años 70 del pasado siglo, cuando yo estudiaba en la Escuela Nacional de Instructores de Arte, nos auguraba el regreso del espíritu del romanticismo, pues, según él, cada tres décadas los movimientos artísticos y los estados espirituales de la humanidad tendían a repetirse.

Creo que era un hombre muy inteligente, pero mal observador y peor antropólogo y sociólogo. (Gina Picart. Foto: Cubadebate)

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