El carpintero, mueblero y tallador de imágenes sacras José Antonio Aponte era un negro lucumí (yoruba), un ogboni, un oni-Shangó, y su casa era la sede del cabildo Shangó Tedum.
Era, además, un oficial retirado
del Batallón de Pardos y Morenos Libres de La Habana, donde se había cubierto
de honores en más de una batalla, y descendía
de otros oficiales pertenecientes al mismo Cuerpo, quienes se habían destacado
por sus servicios a la Corona durante la toma de la capital por los ingleses,
de los cuales él se enorgullecía.
Cuando fracasó la conspiración
masónica de 1810, en que Aponte tomó parte como hombre de confianza de don Luis
Francisco Bassave, uno de los líderes blancos, logró pasar inadvertido mientras
eran arrestados los cabecillas y varios de sus cómplices.
En la que supuestamente él mismo
encabezó en 1812, no fue un blanco inicial para las autoridades de la Corona
hasta que un esclavo del ingenio Peñas Altas, de Guanabo, donde había tenido
lugar una de las revueltas de esclavos de aquel año, denunció a Salvador
Ternero, un conspirador del grupo más cercano a Aponte, como uno de los
instigadores de la rebelión. Ternero fue
aprehendido, y poco después el maestro Aponte, pero solo por estar acusado de
participar en las reuniones que tenían lugar en la casa de Ternero.
Estamos, pues, en presencia de un
Aponte desconfiado que sabía compartimentar la información y no era inexperto
en el arte de la conspiración, cuya autoridad era respetada no solo entre los
negros, sino también por los conspiradores blancos, quienes no lo delataron
nunca.
La valía militar de Aponte era
reconocida por las autoridades coloniales, y gozaba entre los suyos de un rango
a medias entre la realeza y el sacerdocio, pues los ogboni eran los miembros de
la secta secreta más importante de Nigeria, con poderes semejantes a los de los
propios reyes africanos, y los oni-Shangó, por considerarse descendientes del
Alafín de Oyo, rango que Shangó desempeñó alguna vez, consustancialmente llevan
en ellos una marca más o menos como la que distingue a Jesucristo: una doble
naturaleza, a medias entre hombre y dios, y como tal, tenía una muy importante
posición dentro de su cabildo.
Era sibilino, escurridizo y de inteligencia poco común. Tenía
sensibilidad artística, aunque no poseemos ninguna obra suya que permita
determinar si realmente era un artista o solo un artesano inspirado y capaz,
dotado de gran cultura libresca.
Al parecer, era un cristiano
devoto —si nos guiamos por su propio testimonio dado en prisión ante las autoridades
que instruyeron su proceso—, pero ¿hasta qué punto podría ser cierta la
filiación católica de un hombre en el que se reunían dos de las más altas
dignidades de la religión yoruba? ¿Debería bastarnos que hubiera esculpido a la
puerta de su casa la imagen de un Jesús Peregrino para creerle entregado en
cuerpo y alma a la religión de los blancos esclavistas a quienes combatía?
Este hombre lleno de enigmas, con
una eficaz capacidad para hacerse invisible, creó una obra que hoy, a la luz de
todos los estudios afrocaribeños existentes, debe ser considerada como el primer manifiesto del panafricanismo y del
etiopianismo caribeños, y hace de él un precursor, por delante, incluso, del
barón de Vastey, ministro y consejero del rey Henri I, de Haití, a quien
hasta ahora se le ha atribuido el mérito de haber sido el primer apologista de
la negritud. (Gina Picart)