La
Sala Covarrubias del Teatro Nacional de Cuba, en La Habana, se distingue desde este miércoles con una
tarja por el centenario del natalicio del padre de la danza moderna en el país
caribeño, Ramiro Guerra (1922-2019).
“Me siento parte de la cadena histórica
de nuestra danza, como realizador de mi obra. Sentirme parte de ella es
sentirme en las raíces y parte del tronco”,
sentenció el maestro, cuando fue entrevistado por el investigador Fidel Pajares, frase que quedó
perpetuada en la placa conmemorativa.
La
tarja, que marca un punto distintivo en esa institución cultural habanera
(calle Paseo y avenida 39, municipio de Plaza de la Revolución), eterniza al
fundador de la danza moderna y creador de los primeros elementos de la teoría
de la especialidad en la nación antillana.
Sin
embargo, la expresión obliga a no circunscribir con esos términos a Guerra y
muestra el interés del bailarín y coreógrafo de no quedarse con el apelativo de
gestor de un hecho o descubridor de una estética, sino ir más allá.
Para
él, era imprescindible conocer y aplicar
en el cuerpo del cubano, su psicología y manera de moverse, aquellos
presupuestos estéticos y técnicas existentes que luego terminaron moldeando con
su esencia propia la “danza nacional”.
En
el mágico sitio, que acogió el primer programa del Conjunto Nacional de Danza
Moderna bajo su dirección, se reunieron un grupo de amigos, colegas y
estudiantes para develar el emblema y rendir homenaje al ilustre académico.
Fue
una mañana de tributo. El maestro Ramiro Guerra recibió honores de otros
también maestros que tanto le agradecen y recuerdan en anécdotas, recogidas en
el documental Ramiro…siempre la danza, de Yuris Nórido y Adolfo Izquierdo.
Santiago
Alfonso y Alberto Méndez, Isabel Monal, Isidro Rolando, Luz María Collazo,
Miguel Iglesias, Eduardo Arrocha fueron algunas de las figuras presentes en el
acto y quienes pusieron voz a las notas audiovisuales de Izquierdo y Nórido.
El
material habla de un hombre humano y divino, si es posible el contrasentido; de
un estudioso sin descanso que, aunque
logró una estética genuina, debió enfrentar prejuicios, burlas e
incomprensiones familiares en el camino.
Ramiro
visitó Estados Unidos, recibió los aportes de la danza mexicana por intermedio
de Elena Noriega, montó obras de Federico García Lorca, estudió a Fernando
Ortiz, Stanislavski, Brecht, Chejov y Grotowski.
Los conocimientos aprendidos de
disímiles bailarines, coreógrafos y maestros, los trajo a Cuba, junto a Doris
Humphrey, José Limón, Martha Graham y moldearon aquí los elementos, y entonces
“se hizo la danza”.
“Una
de las características que considero que nos une a todos es la de buscar las
renovaciones, pero siempre absorber todo lo foráneo, todo lo que está
ocurriendo en el mundo y después transformarlo a nuestra manera de sentir como
cubanos”, significó Guerra en una ocasión.
Esas palabras conforman la esencia de la danza moderna en Cuba, su mayor legado que perdura en las nuevas generaciones de bailarines, en todas las compañías cubanas y en los alumnos que tanto educó como bailarines y artistas. (PL)