Mientras investigaba el número dedicado a la celebración del siglo y cuarto de existencia del Diario de La Marina, di con un extensísimo artículo del periodista republicano Francisco Ichaso, en el que analiza de modo bastante exhaustivo la historia del teatro cubano durante el siglo XIX y primera mitad del XX.
Como sé que las publicaciones
anteriores a la Revolución han sufrido cierto grado de deterioro —debido a las
condiciones inadecuadas de conservación generalmente imperantes en las
hemerotecas—, me pareció útil hacer una especie de resumen, lo más breve
posible, de ese material, con la intención de salvar algunos datos sobre la historia de nuestro teatro que me
parecieron muy interesantes.
Y no es que nuestros historiadores
y especialistas en Arte no hayan escrito sobre esa época, pero Ichaso fue un
testigo de primera mano, lo que aumenta el valor de sus apreciaciones.
Todas las opiniones que aparecen
en este trabajo firmado por mí pertenecen a Ichaso y fueron tomadas de la
mencionada fuente, aparezcan entrecomilladas o no.
Mi intención no ha sido la de
agotar el tema; solo me propuse preservar, aunque por razones de espacio y
tiempo no he podido ser tan prolija como lo fue Ichaso.
Por lo menos, mi trabajo servirá
para que todos aquellos que no puedan tener acceso a la lectura del texto
original logren hacerse una idea
aproximada de lo que constituyó el panorama teatral cubano en la República.
En 1957, y como homenaje al siglo
y 15 años de existencia del Diario de La Marina, esta publicación lanzó un
número especial donde se hacía historia sobre los logros de la isla en todos
los terrenos, especialmente durante las décadas republicanas.
En el extenso artículo dedicado al
teatro, el periodista Francisco Ichaso se quejaba de que, a pesar de haberse
escrito en ese plazo un gran número de obras teatrales, la producción cubana
para las tablas, en general, carecía de calidad, y lo achacaba a la carencia de
una fuerte conciencia cultural, imprescindible para la madurez de las artes
escénicas, y daba por descontado que Cuba no la poseía hasta ese momento.
Sin embargo, desde los tiempos
coloniales, Cuba fue una plaza teatral sumamente importante en el llamado Nuevo
Mundo.
Durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX,
esta isla fue visitada por gran número de compañías extranjeras que no solo
ofrecían sus representaciones en la capital, sino también en las cabeceras de
provincias.
Además de las obras de teatro, los
géneros más gustados eran la ópera, la zarzuela y la opereta.
Ichaso pensaba que en gran parte
el fenómeno de intrascendencia de nuestro teatro se debía a su nacimiento del
teatro español y a la pesada influencia del mismo sobre las tablas cubanas, y
señalaba que la primera obra del género escrita en Cuba, El príncipe jardinero
o fingido Cloridano era un producto total del teatro de Lope de Vega, sin
ninguna marca de identidad nacional, algo que, con el debido respeto que siento
por el articulista, resulta perfectamente lógico y comprensible, porque ninguna
cultura nace andando firme sobre sus propios pies, sino que bebe siempre de
alguna fuente.
En lo que sí le concedo razón es
en su convicción de que el teatro
español nunca superó sus propias cotas del Siglo de Oro, por lo que no
resultaba el modelo ideal para el punto de partida de un teatro significativo
en Cuba.
Acota Ichaso un hecho que me llama
la atención, y es la frecuente visita a La Habana de compañías italianas,
francesas, norteamericanas, argentinas y, en menor número, de otros países, “y
hay que reconocer —escribe el periodista— que, aún en los casos de idiomas
diferentes, algunas de ellas fueron muy bien acogidas por el público y, desde
luego, por la crítica.”
Aunque es sabido que el público
cubano siempre fue muy entusiasta del teatro, la aceptación de obras habladas
en otros idiomas indica que la concurrencia era, en verdad, muy devota del
género.
Me permito acotar yo, a mi vez,
que entre las clases altas de Cuba, muy asiduas al disfrute de manifestaciones
artísticas, el inglés y el francés eran lenguas conocidas, y el italiano era el
idioma en que solían componerse las óperas desde el nacimiento de ese género
musical, y de ello infiero que el grado de ajenidad idiomática del público de
aquellos tiempos (tal vez en su mayoría aristocrático y burgués) no debió ser
realmente invalidante para la comprensión de los parlamentos dichos por actores
y cantantes.
Ichaso afirma que, desde su
comienzo, el teatro cubano produjo obras vernáculas y con intenciones
nacionalistas, pero también asegura que el único experimento válido realizado
en ese sentido durante el período republicano fue el del vernáculo teatro Alambra, más significativo, incluso, que las salitas
de teatro que aparecieron en La Habana en los últimos años de la primera mitad
del XX
Ichaso resume así la vida teatral
cubana en el medio siglo republicano: dramas universales, ópera, zarzuela
española, opereta vienesa, teatro vernáculo, teatro cubano de aspiraciones
universales, la tonadilla, el baile y otras “variedades”.
Los teatros de entonces: el “Nacional”
(antigua sede del teatro Tacón, considerado uno de los mejores de América en su
época), el “Payret”, el “Martí”, y el “Principal”, y considera entre las
compañías extranjeras de más renombre y aceptación entre los cubanos las
españolas de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, quienes dieron a
conocer en la isla el teatro de Jacinto Benavente y de otros autores españoles
contemporáneos, como Enrique Borrás y Emilia Palou.
Lugar muy especial señala el
articulista a la compañía de Margarita Xirgu, a la que caracteriza como “la
única institución teatral española organizada a la moderna dentro de un marco
estricto de tecnicismo y de rigor artístico”.
Fue esta compañía la que trajo a
Cuba las obras de Federico García Lorca y Alejandro Casona, renovadores del
teatro español. La lista de Ichaso es más extensa.
Entre los actores más ilustres que
visitaron la isla durante aquellos años estuvieron Eleonora Duse, Sara
Bernhardt, Mimi Aguglia, y Pierre Magnier, y entre los directores más
importantes, el francés Louis Jouvet, cuya visita fue, sin duda, decisiva para
algunos directores de escena del patio.
Sobre la ópera, Ichaso afirma que
las compañías extranjeras nos visitaron desde los tiempos más antiguos, y que
el estilo imperante era el de la ópera italiana. Según él, incluso durante la
República, se cantaron pocas óperas modernas, y aún los más famosos
compositores del Romanticismo, como Richard Wagner, eran considerados
“difíciles”, y en el caso preciso del alemán, “antimelódico”.
Por la escena cubana del bel canto han desfilado las
figuras de más renombre en Occidente, entre ellas los celebérrimos Enrico
Caruso (cuya aventura del petardo es tan conocida que no la voy a citar aquí) y
Tita Ruffo.
Ichaso considera que la temporada
más famosa de este género musical fue la inaugural del habanero teatro
Nacional.
Un dato interesante ofrecido por
el periodista es que durante la primera quincena del siglo los grandes
espectáculos teatrales, “tanto los dramáticos como los líricos, fueron
representados en el teatro Tacón,
considerado en tiempos de la colonia como uno de los mejores del mundo
hispánico”.
En enero de 1904 la famosa soprano Luisa Tetrazzini cantó allí La Traviata y El barbero de Sevilla. (Gina Picart. Foto: periódico Trabajadores)