Foto: Abel Rojas Barallobre.
Hace un tiempo atrás fui testigo accidental de un incidente familiar en que una joven madre se quejaba frente a su niño y su niña del tratamiento que el padre de ambos les daba, así como del estado de las relaciones y los vínculos que quedaron después de su separación como pareja.
La muchacha tenía sus razones para estar preocupada. Y sus argumentos, aún sin yo poder conocer la versión de la otra parte, resultaban al parecer muy legítimos. Pero tengo que confesar que sentí alguna contrariedad al ver cómo ventilaba frente a los infantes sus diferencias y descontento en relación con su antiguo compañero.
Y es que cuando cualquier pareja decide tener descendencia, sella un pacto de tremenda implicación y alcance social. Las familias que surgen a partir de la maternidad y la paternidad responsables resultan un compromiso que debe y tiene que perdurar más allá incluso de la disolución de la pareja, comenta para Haciendo Radio, el periodista Francisco Rodríguez Cruz.
Ya sea como resultado de una unión de hecho afectiva o del matrimonio, quienes construyen una vida en común de la cual forman partes niños y niñas, tienen que pensar siempre como primera prioridad en lo más beneficioso para sus vástagos.
Eso que en derecho llaman el mejor interés del niño o de la niña, es una máxima que no debemos olvidar nunca padres ni madres, y si alguien cae en el error de ignorar esa prioridad, para eso están las leyes para recordar esa responsabilidad parental.
Es lo que busca también el nuevo Código de las Familias que debemos respaldar con nuestro voto el próximo 25 de septiembre, al reforzar ese principio del interés superior de los infantes, y todas las garantías y obligaciones que se deben cumplir para su normal desarrollo.
Foto tomada de Internet.
Pero más allá de lo jurídico, ese bienestar del menor de edad hay que tenerlo muy en cuenta cuando por las contradicciones de pareja, o simplemente por el agotamiento de los sentimientos que dieron lugar al vínculo entre ambas personas, tal relación termina, se extingue de hecho o legalmente.
Esa es tal vez una de las mayores pruebas que pueden presentarse en la vida de madres y padres, porque es allí donde la inteligencia emocional con que sean capaces de conducir ese proceso de separación o divorcio, determinará y marcará, tal vez para siempre, la felicidad de sus hijos e hijas.
No es aceptable que una pareja deje de serlo y cualquiera de sus integrantes abandone al niño o la niña que fue fruto de esa relación afectiva, les desatienda, maltrate o manipule a su favor.
Tampoco está bien que de una parte u otra se comiencen las descalificaciones del padre o de la madre ante los hijos o las hijas de ambos. Eso requiere por supuesto de una madurez en las personas, y también de mucho amor hacia ese niño o niña que no tiene la culpa de las desavenencias de sus progenitores.
Por supuesto que todo esto es mucho más fácil decirlo que hacerlo.
A veces las heridas que deja una relación de amor fallida son grandes y difíciles de manejar para las personas adultas, incluso aunque no exista la intención expresa de dañar a nadie. Si hay por el medio un hijo o una hija, no queda entonces otra salida que superar tales perjuicios o tratar de que interfieran lo menos posible en la proyección, conducta y acciones individuales.
La comunicación entre ambos integrantes de la pareja, y a la vez con el niño o la niña, se torna fundamental en tales circunstancias.
Foto: José Raúl Rodríguez.
Hay que dar y a la vez esforzarse por merecer la confianza de la otra parte, superar en lo posible las diferencias, o al menos tratar de que estas no afecten a los infantes. Solo así estaremos haciendo lo mejor para la familia, que de una u otra forma seguirá existiendo cuando hay un vínculo materno o paterno. Podemos, en fin —son cosas tristes que ocurren— separarnos o divorciarnos de nuestra pareja, pero nunca, absolutamente jamás, de nuestros hijos e hijas. (Tomado de Radio Rebelde)