De la mano de mi padre conocí La Habana. Uno de sus sitios favoritos era el Palacio de los Capitanes Generales. Aseguraba que tocar las paredes, las piedras, los muros, era la mejor manera de «vivir» la historia. En una de esas visitas mi padre se encontró con un señor: «Doctor», le dijo, haciendo una reverencia con la cabeza. Aquel hombre puso la mano sobre el hombro de mi papá y conversaron animadamente. Cuando se despidieron, pregunté:
—¿Por qué ese médico está triste?
—¿Médico?
—Lo llamaste doctor.
—No es médico, aunque de cierta manera es él quien cura la ciudad. ¿Y qué te hace pensar que anda triste?, interrogó extrañado.
—Su ropa, se parece al cielo cuando está a punto de llover. Está triste, insistí.
No había dado tres pasos el señor, que había escuchado todo, cuando dio la vuelta:
—No es tristeza. Mi ropa es gris porque es seria como mi trabajo. No es el más alegre de los colores, pero «mis pacientes» ya me conocen así, explicó amablemente.
Lo seguí con la mirada hasta que se perdió en los pasillos. Su voz se me quedó grabada. Días después volví a verlo en la televisión:
—¡Mira, es el médico, el hombre de La Habana! Allí estaba, con su hablar fascinante. A mis cuatro o cinco años no entendía casi nada de lo que decía. Desde entonces traté de no perderme uno de sus programas. Así fui descubriendo a Eusebio Leal, el Historiador. De la mano de mi padre conocí La Habana y guiada por Leal aprendí a amarla.
Hoy, cuando se cumplen 80 años de su natalicio, resulta imposible no compartir esta evocación. Recordarlo es la mejor manera de honrarlo; continuar su obra de amor, la forma de mantenerlo vivo.
Aeterna sapientia
Eusebio significa piadoso, de buenos sentimientos… Nombre que no pudo ser mejor elegido porque esos calificativos signaron una vida que inició en la capital el 11 de septiembre de 1942. La humilde casa familiar, ubicada en calle Hospital 660, estaba cerca de la biblioteca pública de la Sociedad Económica de Amigos del País, donde se sumergió en el universo de los libros.
Poco antes ya había quedado seducido por la literatura, cuando descubrió la enorme biblioteca de la casa donde su mamá, Silvia, trabajaba como sirvienta. Allí se encontró con Robinson Crusoe, Alejandro Dumas, Julio Verne… «A partir de esos primeros libros, comenzó el mundo», dijo alguna vez.
El gusto por la lectura fue forjando el camino de la palabra. En numerosas entrevistas Leal comentó que prefería hablar que escribir: «Mi mamá contaba que me ponían un cajón de manzana o de pera, allí me paraba y hacía discursos sobre lo que aprendía en la escuela».
Debido a la difícil situación familiar tuvo que comenzar a trabajar. Fue una época que recordaba como muy azarosa y que lo obligó a iniciar el camino de autodidacta.
Luego de desempeñar numerosas labores, y guiado por los preceptos cristianos que siempre le acompañaron, se vinculó con la organización Juventud de Acción Católica en años previos al triunfo revolucionario. Posteriormente, formó parte de un grupo del Movimiento 26 de Julio. Con el 1ro. de enero de 1959 su vida cambió para siempre.
El día que se presentó en la sede del gobierno de la ciudad de La Habana, ubicado en el antiguo Palacio de los Capitanes Generales, estaba próximo a cumplir 17 años. El 22 de agosto comenzó a trabajar allí, y se convirtió en el empleado más joven de la administración municipal. «Todos los acontecimientos importantes de mi vida, a partir de entonces, estarían ligados a este sitio», rememoró en diversas entrevistas.
Allí conoció al doctor Emilio Roig de Leuchsenring, quien falleció en 1964. Tres años después fue designado director del Museo de la Ciudad de La Habana, para suceder a su maestro. Asumió obras como la restauración de la Casa de Gobierno, y Casa Capitular que finalizan en 1979 —el mismo año que concluyó su Licenciatura en Historia, en la Universidad de La Habana—, y se responsabilizó con el proyecto de la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña y, más tarde, del Castillo de los Tres Reyes del Morro.
Su trayectoria estuvo marcada por la pasión y la sabiduría. Así lo demuestran sus múltiples logros: Historiador de la Ciudad de La Habana, Doctor en Ciencias Históricas, máster en Estudios sobre América Latina, el Caribe y Cuba, Doctor Honoris Causa y Profesor de Mérito de aproximadamente 20 universidades del mundo, son solo algunos de los muchísimos méritos que se acumulan en su quehacer. En su recuento vital sobresalen también las labores por los 500 años de la urbe habanera, acometidas cuando la salud se le hacía esquiva.
Detén el paso, caminante
Hace algunos años estuvo Leal invitado a un encuentro con colegas de la prensa. Una amiga y yo quisimos pedirle una entrevista. Y vino la duda: ¿Cómo le decimos? ¿Doctor? ¿Historiador? ¿Maestro? ¿Leal? Y como me sucediera en la niñez, fue él quien respondió. «Eusebio, sencillamente».
Intentamos buscarlo en lo encumbrado, cuando todo el tiempo estuvo terrenal y cercano. Por eso prefiero esbozar al Eusebio de las piedras, de la carretilla, el constructor, el que se acostó en el suelo para evitar que cambiaran la Calle de Madera, el de la Biblia, el amante de la belleza, el seguidor de Carlos Manuel de Céspedes, el de la agenda colmada, el orador de palabra encendida, el de la desbordada habaneridad, el caminante…
«Soy un caminante, cuando no camino me siento triste y hasta neurasténico; tengo que caminar. A veces, sobreponiéndome a todo, camino», afirmaba.
No me cabe duda de que las calles guardarán con recelo sus pasos, porque todos los senderos lo condujeron siempre a su ciudad venerada: «Si hubiera otra vida que esta que conocemos aquí abajo, mi alma vagará eternamente por La Habana. Ha sido el mejor de mis amores, la mejor de mis pasiones, el mayor de mis desafíos».
Ahora, cuando releo algunas de sus últimas entrevistas, me sobrecoge la humildad que habitaba en su grandeza: «Yo no aspiro a nada, no aspiro ni siquiera a eso que llaman la posteridad. Yo solo aspiro a haber sido útil y le pido perdón a todos aquellos que, a lo largo de la vida, en la búsqueda necesaria de lo que creí mi verdad, pude haber ofendido y a mis propios errores que cometí con la pasión juvenil con que todo hombre y todo pueblo buscan sus propios caminos. Yo creo que al final lo encontré, y que esa luz que veo ahora, ahí, en medio de las tinieblas del ocaso, es finalmente el camino».
Para no olvidar
Eusebio Leal murió el 31 de julio de 2020. Nos dejó la inigualable virtud de servir. Sus honras fúnebres debieron posponerse por el distanciamiento durante la pandemia, pero el 17 de diciembre muchos cubanos se dieron cita en el Capitolio de La Habana para mostrar sus respetos y una vez más agradecer por todo y por tanto. Me fue imposible estar en ese momento.
Casi dos años después, mis hijos y yo llegamos hasta la entrada del Palacio de los Capitanes Generales, lugar escogido para colocar la estatua de bronce que los escultores José Villa Soberón y Gabriel Cisneros Báez, su ayudante, hicieran en su honor. Fue esa otra manera de situarlo en el alma de su ciudad, de la patria amada. Me detuve delante y lo saludé, de la misma manera que mi padre en aquel encuentro de mi infancia.
—¿Quién es?, cuestionó mi hijo.
—Es Eusebio Leal. Un gran hombre que no podemos olvidar. Fue él quien le devolvió nueva vida y esplendor a todos estos lindos lugares que nos rodean.
—¿Es un mago? ¿Dónde está su varita? ¿Podemos ir a conocerlo?
Me parecía estar ante un ciclo que, aunque cerraba un capítulo, no terminaba: fue mi padre quien primero me habló de él y ahora yo hacía lo mismo con mi hijo. Yo creía que era un médico y mi retoño supuso que era un mago poderoso. Quizá fue todo eso; estoy convencida de que fue mucho más. Por eso no mencioné la palabra muerte en nuestro diálogo. Era mejor celebrar la vida.
Retumbaba en mi cabeza la frase de Fina García Marruz: Eusebio Leal «es donde está su huella. Cuando lo olviden los hombres, todavía lo recordarán las piedras».Tomé a mi niño y nos paramos en el portal del Palacio. Nos agachamos y tocamos el piso.
—¡Vamos a conocer a Eusebio!
(Tomado de Juventud Rebelde)