Historia de la Macorina cubana (III y final) (+ video)

No he encontrado ninguna referencia a una Macorina independentista del siglo XVII, lo que no significa, por supuesto, que no existiera.

¿No fue capaz Julián Orbón de detectar un origen medieval popular en las estructuras de La Guantanamera cantada por Joseíto Fernández? En este mundo traidor nada es verdad ni es mentira, como dijo Campoamor. Sin embargo, Chabela Vargas no musicalizó la canción del siglo XVII, sino el poema de Camín, y es bien probable que lo hiciera totalmente consciente de que el español no se lo había dedicado a la supuesta pionera hispanoamericana de la guerrilla, sino a la primera mujer que condujo un automóvil en la mayor de las Antillas.

Según múltiples testimonios, la cantante mexicana hacía de esta canción una interpretación tan intensa que alguien aseguró no haber oído jamás tanta sensualidad en una melodía.

¿O será que acaso Camín no le dedicó sus versos a nuestra Macorina, sino que al escribirlos pensaba en la otra, la de la leyenda libertaria?

¡Qué casualidad que Camín viajó más de una vez a México durante aquellas décadas, donde sin duda conoció a Chabela Vargas! ¿No es verdad que hay “mucha carne en esta empanada”, como gustaba decir el emperador romano Cayo Claudio cuando topaba con un enigma, y que el misterio que esto encierra es harto incitante y abre puertas a la especulación?

Tampoco me convence la teoría de que el apodo Macorina, que tanto incordiaba a María Calvo, fuera fruto de la lengua tropelosa de un borracho. Esa fue la interpretación que la propia María ofreció en una de las varias entrevistas que concedió a la prensa.

Yo leí en alguna parte que Macorina es el anagrama de otra palabra similar considerada obscena. Y tengo la impresión de que, si ello fuera cierto, habría sido eso exactamente lo que quiso decirle a la bella María aquel inconveniente de la Acera del Louvre, porque todos los ociosos con dinero que habitaban en La Habana compartían la existencia licenciosa, y se conocían entre sí sus vidas y milagros.

¿Tendría María Calvo Nodarse un vicio secreto de índole sexual, o una ausencia de tabúes que la hubiera llevado a traspasar fronteras convencionales para entregarse al placer de la carne en toda su natural diversidad?

Es tan ambigua esta figura de La Macorina, que ha dado lugar a uno de los fenómenos de travestismo más rocambolescos de la historia del sexo en Cuba. Una historia real que supera en fantasía creativa al mismísimo arte.

Desde 1912 comenzó a aparecer en las populares charangas de Bejucal un extraño personaje con atuendo femenino, caderas más que generosas y busto abultadísimo, que se abanicaba despaciosamente al andar y llevaba una pintoresca sombrilla de colores.

Este mamotreto, de todos conocido como La Macorina, iba marcando el paso en las comparsas mientras saludaba a la multitud y la incitaba a seguir arrollando tras ella.

Aunque la mayoría de los bejucaleños creía que se trataba de una mujer, algunos comenzaron a sospechar que, en realidad, era un hombre disfrazado, y la identidad de un conocido obrero azucarero de Las Villas corría hipotéticamente de boca en boca.

El fenómeno se mantuvo por décadas envuelto en el enigma. Y la muñecona Macorina jamás pronunció una palabra en todos aquellos años que ayudara a definir su sexo.

No fue hasta 1962 cuando un anciano octogenario, residente en la barriada de Santos Suárez, confesó a sus cinco hijos que él era la popular Macorina de las Charangas.

Lorenzo Romero Miñoso, nacido en 1880 en Santiago de Las Vegas y albañil de profesión, aficionado al béisbol y al boxeo y engendrador de prole numerosa, es muy conocido en La Habana porque una vez sufrió un accidente propio de su oficio, en el que estuvo a punto de perder la vida y, según su propia confesión, en aquel instante imploró desesperado a la Caridad del Cobre para que le salvara del trance.

Como sobrevivió, cumplió a esa Virgen su promesa de construirle un templo. ¿Por qué lo hizo todo incrustado de conchas marinas? Tal vez por la filiación de La Caridad con el mar. Yo he visto ese templo, queda cerca de mi casa, ubicado en San Benigno entre San Leonardo y Rodríguez, y es una de las cosas más raras que he tenido oportunidad de contemplar. Tiene dos plantas y todo el aspecto de una casita de La sirenita, el filme de Disney.

Por las declaraciones de los hijos de Romero, posteriores a su muerte, se ha llegado a saber que la esposa de esta misteriosa Macorina se relacionaba estrechamente con miembros del Partido Socialista y personalidades marxistas del país, y que fue el mismísimo Juan Marinello quien despidió el duelo del enigmático albañil. ¿Cómo pudo un hombre, que en sus fotos y en los hechos conocidos de su vida se mostraba siempre tan viril, pasearse cada año por Bejucal disfrazado de hembra sin que su familia tuviera la menor sospecha? Pero ese no es el punto, sino por qué lo hacía.

Si se cotejan fechas, puede apreciarse que María Calvo, nacida en 1892, vino a La Habana con 15 quince años, más o menos en 1907, “raptada por un novio” con el que vivió durante un tiempo en un solar de La Habana. Lorenzo comenzó a travestirse de Macorina en 1912, tal vez cuando ella ya soportaba ese apodo. Dejémonos tentar: ¿sería Lorenzo aquel novio a quien María abandonó por pobretón? ¿El disfraz de Lorenzo se habrá debido a una deformación de su pasión por la muchachita que un día lo dejó plantado y con un palmo de narices entre bateas y tendederas?

Parece un fatum que las mujeres hermosas terminen siempre envueltas en los espesos velos del misterio.

En Cuba todavía la gente se pregunta, por ejemplo, de qué murió Catalina Lasa, cuya partida de defunción habla de un fallecimiento por ciguatera, pero siempre corrieron paralelos rumores de envenenamiento, de una enfermedad consuntiva que destruyó su rostro, y hasta de asesinato pasional por un envejecido Baró que ya no podría contentarla.

Y Macorina, de cuyo verdadero nombre ni siquiera estamos seguros, ¿cuánto no tendría aún que revelarnos para que su biografía acabe de armarse ante los ojos de la Historia, como fragmentos dispersos de un rompecabezas que acuden, por fin, a su imán? (Gina Picart)

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