Dicen que la muerte le sorprendió en el mutismo de la noche mexicana. El 2 de octubre de 1971, dejó de latir el corazón luminoso de uno de los más geniales músicos cubanos.
Ignacio Villa y Fernández (el gran Bola de Nieve, como lo bautizó la gran diva cubana Rita
Montaner) nos enseñó el rostro mágico de los escenarios, la alegría imbatible
del piano y el abrazo feliz de su sonrisa.
Su amiga, la compositora peruana
Chabuca Granda, le tenía preparado un homenaje en Lima, pero el cubano no pudo
llegar.
Había confesado que quería
descansar para siempre en su natal Guanabacoa, y así fue.
Acudieron a su funeral los
humildes y los poderosos, los más cultos y los que aprendieron a respetar su
ingenio y su arte.
Bola de Nieve entendió el camino de la eternidad, pero no se detuvo a
dejarnos una nota con la fórmula mágica para permanecer en la memoria de la
gente.
“No me dejes olvidar tu nombre,
yo te quiero recordar, no dejes que te olvide por favor”, canta el divino Bola,
y La Habana toda se estremece.
Más allá de las flores de la
despedida, levantó una muralla interminable de amor del bueno para hacerse un
hueco en la memoria musical de la Isla.
Creaciones suyas, como Ay,
amor o Si me pudieras querer, regresan cada octubre para desandar con
sus pasos por la ciudad que lo mantiene vivo.
Después de escucharlo, de verlo
empujando las teclas del piano y cantando, no existe otro camino que el de la
reverencia.
Bola de Nieve es un ser que
atrapa en las notas musicales y, con la voz, la armonía perfecta de lo cubano.
Estoy seguro de que cada octubre
es posible encontrarlo entre la brisa del mar que envuelve La Habana.
En el alma de la ciudad, un piano
sigue tocando el cielo con el arte inconfundible de este cubano eterno. (Abel Rosales Ginarte. Foto: Radio Cadena
Habana)