Suele encontrarse en los libros de historia de Cuba la
afirmación de que los castillos de los Tres Santos Reyes Magos de El Morro y
San Salvador de la Punta fueron construidos “al unísono” por el arquitecto
Bautista Antonelli, pero lo cierto es que las obras comenzaron primero en El
Morro en 1589, y un año después, en 1590, se dio curso a las de La Cabaña. ¿A
qué se debió esa demora? ¿Tal vez, como se ha sugerido, a que Antonelli no
consideraba de gran valía defensiva el castillo proyectado en La Punta?
Esta fortaleza debe su nombre a su ubicación, pues se encuentra situada en
la última avanzada de la entonces villa colonial y al borde mismo del mar, que
en otros tiempos inundaba sus fosos. A pesar de
encontrarse más expuesta a la violencia de los elementos, paradójicamente tuvo
una construcción más endeble que sus antecesoras, al extremo de que en 1595 una
tormenta que duró una noche y un día destruyó la mitad de la construcción “sin
dejar más señal de muralla ni terraplén que si jamás lo hubiera habido”, según
informó en carta al rey el entonces gobernador Maldonado, quien de inmediato
dispuso su reconstrucción.
La tarea no fue, quizá, bien planteada. Consistió en
recoger la fortaleza “un poco más adentro, sin duda para alejarla algo del mar:
“[…] se levantaron trescientos doce pies de traveses y murallas de muy buena
obra… por algunas partes de doce pies de grueso y la cortina de seis, con la altura
de los demás baluartes y cortinas…”[1].
Maldonado aseguró al rey que estas obras se habían
llevado a cabo en solo veinte y tres días, hecho del que hoy se duda porque ni
siquiera con el empleo de la más moderna tecnología hubiera podido hacerse
tanto en tan breve plazo.
Un informe posterior enviado a Su Majestad por uno de sus inspectores,
quien visitó la fortaleza en 1596, aseguraba que “no había allí ni parapetos ni
cestones ni ninguna otra defensa para guarecer a la gente de guerra”[2]. En opinión de este experto, la fortaleza se
encontraba poco menos que a medio terminar, y para llevarla a su fin había que
realizar el doble del trabajo que en ese momento estaba hecho.
Podría decirse, empleando la jerga popular, que La
Punta “nació con mala sombra”, porque en 1601 las autoridades barajaron la
posibilidad de desmantelarla y dejarla reducida a una torre-plataforma capaz de
albergar allí seis u ocho piezas de artillería y una guarnición de quince
hombres, cifra bastante escuálida si se considera que La Punta defendía el
camino que iba hacia La Chorrera por el camino del mar. Pero al final
prevalecieron los criterios que validaban su utilidad y solo se procedió a la
demolición de uno de sus baluartes. En 1607 se ordenó su restauración
definitiva, que terminó en 1609, poco después de concluidas las obras en El
Morro.
Solo cabría especular sobre las verdaderas razones por
las cuales la incipiente construcción de San Salvador de La punta podría
calificarse como una obra deficiente, al extremo de que, mientras El Morro
capeaba temporales y tempestades, La Punta casi desapareció bajo la embestida
de un ciclón.
Se sabe que Antonelli, quien comenzó los trabajos de El Morro con
entusiasmo de recién llegado, ya no estaba tan bien dispuesto luego de haber
pasado un año lidiando con la alevosía de los funcionarios de San Cristóbal, y
además había perdido la salud.
El gobernador Maldonado, al parecer un hombre
codicioso e inmoral que pretendía tapar con sus hipócritas excesos de celo la
forma impúdica en que hacía uso de los fondos reales destinados a la
construcción de las dos fortalezas, utilizó a Antonelli como cabeza de turco,
acusándolo ante el rey de impericia profesional; amparándose en su
autoproclamada experiencia en construcciones, hallaba constantes defectos a los
trabajos del italiano, con los que justificaba nuevas solicitudes de recursos
al monarca. Llegó a pedir un presupuesto extra de 12 mil ducados y 200 negros
por encima de los que ya trabajaban en las obras, y luego escribió a Su
Majestad que el dinero había sido gastado en apenas 12 meses, por supuesto
culpando de ello a Antonelli.
Por su parte, el arquitecto italiano, obligado a defenderse, se quejaba en
sus cartas al monarca de que el Gobernador y los oficiales reales no acataban
sus órdenes ni las de Su Majestad, y en su desesperación se atrevió a sugerir a
la Corona dos opciones: o se le permitía regresar a España o se ordenaba a
dichos funcionarios que le dejaran hacer en paz su trabajo sin entrometerse en
sus decisiones.
Envió al rey los planos de los trabajos y este los
hizo revisar por el jefe de los ingenieros reales, quien encontró que eran
buenos y acordes con lo concebido, por lo que de inmediato Su Majestad envió a
La Habana una orden real dirigida a Maldonado, en la cual se le intimaba a no
molestar más a Antonelli.
Es fácil suponer que trabajar en semejantes
condiciones fue para el italiano, ya enfermo, una situación desestabilizadora.
Es probable que el gobernador intentara a achacar al arquitecto males
únicamente debidos a sus propios latrocinios y a los de sus subordinados, y la
sola necesidad de defenderse de intrigas tan bien urdidas habría sido más que
suficiente para conspirar contra la calidad y terminación de la fortaleza.
Además, Maldonado, haciendo uso de un decreto real que permitía a los gobernadores
de la villa, en caso de necesidad, tomar dineros de la Flota de Indias para las
construcciones militares, robó, sin duda, bastante.
Para algunos historiadores, de Antonelli fue la idea de tender la gruesa
cadena de la que ya hemos hablado antes, y que iba del Morro a La Punta para
cerrar el puerto e impedir la entrada de buques enemigos, por lo que gran señal
de reconocimiento a sus trabajos habría sido el gesto del rey de colocar esta
cadena rodeando los tres castillos en el escudo que concedió a la villa. Según
otros historiadores, entre quienes se cuenta el arquitecto Weiss, la idea de la
cadena fue de don Lorenzo de Cabrera y Corbera, caballero de la Orden de
Santiago y gobernador de Cuba de 1626 a 1630. Cabrera aumentó la guarnición de
la villa, construyó trincheras, abasteció las fortalezas, preparándolas para un
posible largo asedio, y recomendó construir los fuertes de La Chorrera y
Cojímar.
Hay algunas anécdotas simpáticas sobre el castillo de San Salvador de La Punta. De una de ellas fue protagonista el gobernador Cabrera, a quien tocó en suerte levantar la altura de los baluartes en unos 80 centímetros. Poseído quizá de un ataque de megalomanía, se adjudicó la totalidad de la obra, y para colmo hizo colocar una tarja en la línea donde comenzaba su alzadura, en la que rezaba: “De aquí para arriba, de Cabrera”. Debió tener un ego inmenso, porque no le bastó con la modesta tarja e hizo labrar una piedra conmemorativa con la siguiente inscripción: “Este castillo se hizo gobernando Don Lorenzo de Cabrera, año de 1630”.
Otra de las anécdotas (que no es tal, sino gran
verdad), cuenta sobre la presencia en La Punta de un enorme cañón que nunca fue
disparado. Al respecto escribe Alejandro Gonzáles Acosta en su breve libro La
ciudad de los castillos:
Este poco común caso de frustración balística se debe a que en cierta
oportunidad, los bisoños artilleros que manipulaban dicha pieza, donativo
reciente del conde de Santa Cruz, y ante el toque de alerta por la presencia de
piratas en la costa, cargaron de forma tal la panza del susodicho cañón con un
celo tan extremado que lo atoraron, y ahí ha quedado, como pieza de curiosidad,
con su interior repleto de cascotes, piedras —criollos “seborucos”— y su buen
par de arrobas de pólvora. Todo un coloso dormido del cual se ha evitado su
peligrosa proximidad durante muchos años. Este curioso cañón se encuentra
ubicado en el mismo baluarte que se apresurara a abandonar el comandante
Briseño, en1762, ante el empuje de los “casacas rojas”[3]
británicos. Entre el verdín que la intemperie ha dejado en la superficie y el
desgaste de los años, aún puede apreciarse en la culata del cañón la
inscripción siguiente: “Número 1.1319. -Sevilla 2 de abril de 1784-. APARADOR”.
No he podido conocer si en este mismo momento el cañón
enmudecido continúa teniendo en su vientre la carga letal anteriormente descrita,
pero si así fuera y llegara a explotar por obra del inclemente calor del verano
habanero o del influjo de algún fenómeno atmosférico, quién sabe si
escucharíamos de nuevo las voces espectrales de los vigías del pasado gritando
hacia la villa: “¡A las armas, a las armas, los piratas, los piratas…!”.
Sin embargo, si algún hecho viniere a confirmar, sin dejar duda, la mala
sombra que se cernía sobre La Punta desde que fue colocada su primera piedra,
es la muerte de los ocho estudiantes de Medicina, uno de los sucesos más
crueles y de más triste memoria ocurridos en la historia de Cuba.
Ocho estudiantes de la Escuela de Medicina de La Habana fueron acusados en 1871 de rayar el mármol de la tumba del periodista español Gonzalo de Castañón, conocido por su antipatía hacia los criollos.
Juzgados por un Consejo de Guerra en juicio sumarísimo instigado por el cuerpo de Voluntarios, el 27 de noviembre, a las 4.30 de la tarde, fueron conducidos con las manos esposadas a la explanada del castillo y colocados de dos en dos, de espaldas y de rodillas, algunos con los ojos vendados, frente a los paños de pared formados por las ventanas del edificio usado como depósito del cuerpo de ingenieros, y fusilados sin piedad por un piquete de Voluntarios. Hoy se yergue un memorial en el lugar del crimen, porque la Patria no olvida. (Gina Picart)