El Movimiento de la Nueva Trova (MNT) cumple hoy 50 años de haber sido constituido, en Manzanillo. La épica y la coherencia de su discurso musical –y poético– tuvieron acogida a instancias de la UJC para tomar una decisión que, no por acertada dejó de ser atrevida por aquellos años. Atrás quedaban experiencias aglutinadoras que cuajaron tempranamente en sus entonces jóvenes protagonistas, con variados estilos y maneras de trovar. De esos antecedentes mucho se ha hablado y documentado, y los testimonios plasmados son de consulta obligatoria para quienes crecimos junto a canciones y poemas, y para los que han llegado después a este aquelarre sonoro.
De formas diversas el MNT edificó una narrativa conceptual y creíble, pero enfilada siempre a enaltecer aquello que lo distinguió como género: la ruptura estilística. Si analizamos los alumbramientos musicales que han marcado varios siglos de evolución sonora, notaremos que cada estilo que nace lleva implícito un rompimiento con su predecesor, y tiene como tesis cenital lo que en música llamamos la forma. Mas, eso no se traduce en una negación total de lo conocido, sino que se construyen tendencias, con lenguajes renovadores, y se reestructuran conceptos desde visiones más transgresoras. Es por esa razón que el nombre de Trova sigue existiendo en el nuevo escenario del 72, pues la línea divisoria entre ambas (la llamada tradicional y la nueva) no suponía un desenlace fatal ni tampoco el deshacerse de la savia fundacional de lo iniciado por Pepe Sánchez. Más bien, fue una reoxigenación y un ejercicio de inclusividad propio de esa estirpe trovadoresca que nos ilumina como nación, pero desde, como dije antes, lo estilístico.
Si notamos los afluentes musicales de los principales nombres de aquellos días, veremos la paleta cromática de estilos a tener en cuenta: Pablo poseía una fuerte comunión con el feeling, el bolero y el son; Noel provenía de un mundo familiar académico (su abuela Clara Romero, su tía Clarita y su padre el gran Isaac Nicola) en el que el universo armónico lo identificaría tempranamente; Silvio coqueteaba con la guitarra y la poesía de forma profunda y polisémica; Vicente componía de manera irreverente y locuaz; Sara había estudiado viola, y su musicalidad y voz le permitían abordar cualquier reto interpretativo o compositivo; Eduardo Ramos ya tenía experiencia como guitarrista y bajista y su obra autoral era llamativa e interesante; y Augusto Blanca dibujaba canciones desde un prisma teatral y libre. Así, estos principales artífices –junto a otros– de lo ocurrido aquel día de 1972, conformarían una variopinta mirada que, como sabemos, era solo el espaldarazo formal hacia lo que venían haciendo desde mucho antes, nucleados o no al Grupo de Experimentación Sonora del Icaic, pero con hondos senderos creativos.
Las enseñanzas que, desde sus éxitos y adversidades, se tradujeron en canciones que aún perduran, han matizado décadas de fertilidad musical muy ligadas a transformaciones de la sociedad cubana y latinoamericana, pero también atravesando el espinado camino de la renovación sonora desde lo raigal, y también lo experimental. (Granma)