La Edad de Oro: una niña entre Martí y las hadas (+ fotos y video)


Cuando yo aprendí a leer, no tenía todavía la edad requerida para asistir al prescolar. Me enseñaron en casa mis abuelos, quienes también me contaban cuentos maravillosos, y mis padres me compraban libros.

Recuerdo que llegué a tener la colección completa de 50 tomos de Cuentos de hadas de todos los países: hindúes, ingleses, yugoslavos, chinos, japoneses… lujosamente empastados y con ilustraciones preciosas a color y en blanco y negro (tres editoriales suenan aún en mi memoria: Sopena, Molino, Callejas…).

Estas ilustraciones, que no se han borrado jamás de mis recuerdos y me llevaron en la adolescencia a matricular en la Escuela Nacional de Bellas Artes San Alejandro, hoy me resultan curiosamente parecidas al estilo del pintor e ilustrador inglés Aubrey Beardsley, abiertamente art nouveau.

Para entonces, yo no sabía nada de eso, y leía con avidez tal que llegué a olvidarme del mundo real para vivir en una dimensión de bosques ignotos llenos de misterios, poblados por hadas de todas las apariencias, lo mismo muy pequeñas, como las que creyera ver sir Arthur Conan Doyle, creador del famoso detective Sherlock Holmes, que de gran tamaño, envueltas en crisálidas de luces iridiscentes de los más hermosos colores.

En mi mundo, también había enanitos, gnomos dispensadores de deseos o ladronzuelos de dedales y otros útiles de costura, y a quienes había que dejar ofrendas de leche y mantequilla para que no se enojaran; dragones malvadísimos, princesas rubias como el sol, blancas como la nieve e indefensas como pajaritos, a quienes siempre acudía a salvar un príncipe muy valeroso que mataba al dragón con su lanza o su espada…

Yo no lo sabía, pero vivía en el mundo de las viejas leyendas celtas y germánicas, y hubiera intentado golpear muy en serio a cualquier adulto que negara la presencia de aquella multitud mágica entre los pinos de la Loma del Burro, que yo observaba cada noche desde mi ventana casi sin respirar. ¡Tanta era mi emoción!

Por supuesto, también tenía todos los cuentos infantiles famosos: Blancanieves, Cenicienta, El gato con botas, Pinocho, El soldadito de plomo y todo Hans Christian Andersen, muchos de ellos en discos de acetato de 45 revoluciones. Una biblioteca infantil completa y envidiable.

Pero un Día de Reyes, junto con los juguetes, Melchor me trajo un libro desconcertante: La Edad de Oro se llamaba, y sus ilustraciones, aunque parecían antiguas, no eran como las que hasta ese momento me habían deslumbrado.

Pero lo peor fue cuando revisé el índice y comencé a hojear los cuentos, porque de inmediato hice un descubrimiento aplastante: allí no había hadas. Para ese entonces ya yo iba a la escuela y los maestros siempre me hacían aprender de memoria largas poesías para recitarlas en los actos y fechas patrios.

Mi abuelito, al ver que el nuevo libro no me gustaba nada, me dijo: “Chinita, esos cuentos los escribió para los niños el mismo poeta que tú recitas en la escuela, el hombre de Los zapaticos de rosa. Y como mis abuelos eran los dioses de mi infancia, yo me llevé a la cama La edad de oro y comencé a leer.

Las revelaciones suelen llegar de maneras muy raras. No siempre, pero a veces sí. Aquellos cuentos me dejaron escuchar una voz distinta, muy dulce y cercana a mi oído, que hablaba de mundos nuevos para  mí, de cosas que nunca se me hubiera ocurrido que pudieran interesar a un niño, pues ¿qué puede ser mejor que el mítico país de las hadas…?. Pero la voz dulce hablaba y me decía despacio:

Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto. Sin las niñas no se puede vivir, como no puede vivir la tierra sin luz. El niño ha de trabajar, de andar, de estudiar, de ser fuerte, de ser hermoso: el niño puede hacerse hermoso aunque sea feo; un niño bueno, inteligente y aseado es siempre hermoso. Pero nunca es un niño más bello que cuando trae en sus manecitas de hombre fuerte una flor para su amiga, o cuando lleva del brazo a su hermana, para que nadie se la ofenda: el niño crece entonces, y parece un gigante: el niño nace para caballero, y la niña nace para madre. Este periódico se publica para conversar una vez al mes, como buenos amigos, con los caballeros de mañana, y con las madres de mañana; para contarles a las niñas cuentos lindos con que entretener a sus visitas y jugar con sus muñecas; y para decirles a los niños lo que deben saber para ser de veras hombres. Todo lo que quieran saber les vamos a decir, y de modo que lo entiendan bien, con palabras claras y con láminas finas. Les vamos a decir cómo está hecho el mundo: les vamos a contar todo lo que han hecho los hombres hasta ahora.

Para eso se publica La Edad de Oro: para que los niños americanos sepan cómo se vivía antes, y se vive hoy, en América, y en las demás tierras; y cómo se hacen tantas cosas de cristal y de hierro, y las máquinas de vapor, y los puentes colgantes, y la luz eléctrica; para que cuando el niño vea una piedra de color sepa por qué tiene colores la piedra, y qué quiere decir cada color; para que el niño conozca los libros famosos donde se cuentan las batallas y las religiones de los pueblos antiguos. Les hablaremos de todo lo que se hace en los talleres, donde suceden cosas más raras e interesantes que en los cuentos de magia, y son magia de verdad, más linda que la otra: y les diremos lo que se sabe del cielo, y de lo hondo del mar y de la tierra: y les contaremos cuentos de risa y novelas de niños, para cuando hayan estudiado mucho, o jugado mucho, y quieran descansar. Para los niños trabajamos, porque los niños son los que saben querer, porque los niños son la esperanza del mundo. Y queremos que nos quieran, y nos vean como cosa de su corazón.

Aún si yo no hubiera pasado de estos párrafos, fue como despertar de un sueño más profundo que el de La Bella Durmiente. ¡Cuántas cosas aprendí en solo el tiempo que demoré en leerlos! Supe que todos los niños del mundo no éramos iguales, porque unos serían caballeros y otras seríamos madres de nuevos niños. Yo sería una madre y tendría un caballero que me regalaría flores, debía tratarme con respeto y sería el padre de mis hijos, y aquella fue la primera noción que tuve de mi femineidad. Descubrí que era una niña americana, y aunque en aquel tiempo yo no pudiera comprender esa realidad en todo su alcance, sí entendí que las pirámides mayas y aztecas eran tan mágicas como las hadas y los castillos reales, y que de alguna manera yo estaba relacionada con la magnificencia de su construcción. Pero hubo algo que comprendí muy bien y al instante, y que jamás ha dejado de formar parte de mi concepción del amor como una relación entre iguales:

Las niñas deben saber lo mismo que los niños, para poder hablar con ellos como amigos cuando vayan creciendo; como que es una pena que el hombre tenga que salir de su casa a buscar con quien hablar, porque las mujeres de la casa no sepan contarle más que de diversiones y de modas. Pero hay cosas muy delicadas y tiernas que las niñas entienden mejor, y para ellas las escribiremos de modo que les gusten; porque La Edad de Oro tiene su mago en la casa, que le cuenta que en las almas de las niñas sucede algo parecido a lo que ven los colibríes cuando andan curioseando por entre las flores…

Y si esa lejana noche aprendí todo aquello, juro que, además, fue ahí cuando nació en mí, sin que yo lo descubriera hasta casi la mitad de mi vida, mi vocación por el periodismo, la carrera de tantos en mi familia y yo nunca intuí que sería también la mía, mi sacerdocio personal. Fue aquel párrafo de Martí, tan semejante a lo que mi papá me repetía incansablemente (“Defiende tu criterio hasta con tu vida si es necesario”), aquel párrafo inolvidable quien me hizo la persona que soy, la rebelde, como se quejaba mi padre con mal disimulado orgullo:

Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía. En América no se podía ser honrado, ni pensar, ni hablar. Un hombre que oculta lo que piensa, o no se atreve a decir lo que piensa, no es un hombre honrado. Un hombre que obedece a un mal gobierno, sin trabajar para que el gobierno sea bueno, no es un hombre honrado. Un hombre que se conforma con obedecer a leyes injustas, y permite que pisen el país en que nació los hombres que se lo maltratan, no es un hombre honrado. El niño, desde que puede pensar, debe pensar en todo lo que ve, debe padecer por todos los que no pueden vivir con honradez, debe trabajar porque puedan ser honrados todos los hombres, y debe ser un hombre honrado. El niño que no piensa en lo que sucede a su alrededor, y se contenta con vivir, sin saber si vive honradamente, es como un hombre que vive del trabajo de un bribón, y está en camino de ser bribón.

Tres héroes y Meñique fueron los primeros cuentos que leí, y aquella noche me dormí quién sabe cuándo. A la mañana siguiente, cuando llegué a mi escuela y en el vestíbulo vi el cuadro de aquel hombre pequeño vestido de negro, con la frente muy alta y la mirada como vuelta hacia dentro de sí mismo, me salí de la fila y fui a contemplarlo, porque aunque le había pasado por delante muchas veces, nunca le había prestado atención. Me inundó una sensación extraña: estaba frente al dueño de la voz que me había hablado en la noche, y él, de algún modo, sabía que yo lo había escuchado. Ahora éramos cómplices de lecciones  muy especiales.

La noche siguiente fue otro hito en mi vida. La Ilíada de Homero despertó para siempre mi pasión por el pasado, por la tremenda poesía de la Historia. Un juego nuevo y otros viejos probablemente fue mi primer encuentro con la Antropología, que tanto ha definido después mi trabajo en la literatura. Con su magia sin hadas, con su magia de yugo y estrellas, José Martí me convirtió en la investigadora que he llegado a ser. Después de La edad de oro ya no pedí más libros de hadas. Mi papá me regaló los dos tomos de Nuestra América, mi abuelo me dio El Quijote, la Biblia y el Petit Larouse, y yo hice que mi abuelita me comprara en La Moderna Poesía las Tragedias de Eurípides. Tenía siete años, pero Martí me había hecho crecer de golpe y otra etapa de mi vida había comenzado.

Creo que no he sido la única en sucumbir a la magia sin magia de Martí. Por supuesto, no seré la primera en decir que en la novela Jardín, de Dulce María Loynaz, la descripción de la biblioteca familiar en la lúgubre casa de Bárbara está inspirada en el cuento martiano Nené traviesa. Como todo gigante de las letras, Martí no sentó escuela, pero dejó discípulos espirituales. Fue un dios de la palabra que volvió a crear, como en crisol de alquimista, el oro del idioma que hablamos los hispanoamericanos, y así lo reconoce la Real Academia de la Lengua Española, que acaba de hacer una edición especial con una selección de la prosa martiana.

La enumeración de todo lo que Martí sembró en mí a través de La edad de oro sería tan larga que haría de este artículo un libro.

Por las semillas que plantó en la tierra virgen de aquella niñita, hoy soy lo que soy, todo el núcleo de mi ser le debo, y toda mi lealtad a su pensamiento y a su ejemplo.

Sé que no puedo ser como él, porque como el Iluminado que fue, encontró la palabra exacta para definirse a sí mismo: Homagno, pero un Homagno es un ser humano de talla gigante, casi un ser semidivino. Las personas normales no podemos alcanzar esa estatura, por más que nos empinemos.

Solo la cabeza del Homagno toca el cielo, las estrellas y la suprema luz. Yo también sueño con claustros de mármol donde reposan los héroes, y es allí donde tengo mis encuentros con José Martí y sus maestros José de La Luz y Caballero y Rafael Mendive, con Carlos Manuel de Céspedes, con Ignacio Agramonte.

Cada ser humano tiene derecho a sus dioses personales, y allí, en esos claustros marmóreos y eternos, yo tengo los míos. ¡De noche, a la luz del alma, hablo con ellos: de noche! (Gina Picart)

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