Mucho se ha escrito sobre la muerte de José Martí Pérez, delegado del Partido Revolucionario Cubano en el exilio, poeta, escritor y periodista, Apóstol de la independencia de Cuba y Héroe Nacional.
Al comparar las diferentes historias sobre su deceso,
encuentro que difieren casi todas en meros detalles, como por ejemplo, si murió
o no de cara al sol (ya se sabe que fue en un día muy lluvioso); si estaba solo
o lo acompañaba alguien; si su acompañante fue el joven e imberbe Ángel de la
Guardia o si, como últimamente ha salido a la luz, había con ellos una tercera
persona, el isleño Pablo Raimundo Martínez, más conocido como El Inglesito; si
fue una caída en combate o no se puede calificar como tal…
En fin, son pormenores que tienen, desde luego, gran valor
histórico, pero dejan sin atención a lo que verdaderamente resulta más
importante y trascendente en la muerte del hombre que fue el más grande
luchador de todos los tiempos por la libertad de Cuba: ¿Cayó Martí en Dos Ríos víctima de su ardor patriótico mezclado con su
inexperiencia total como guerrero, o la última acción de su existencia obedeció
por su parte a un acto plenamente consciente? ¿Fue su muerte accidente o
decisión? Y si se trató de una decisión, ¿fue suya… o de otra persona o
personas?
Y lo que es más trascendente aún: ¿Qué hubiera sucedido si
Martí no hubiera muerto en Dos Ríos? ¿Qué significó su prematura desaparición
de la escena política no solo para el curso de esa guerra, sino para el destino
posterior de la isla de Cuba?
Antes de emprender un análisis referente a estas
interrogantes, paréceme que se debiera dejar bien en claro la
incuestionabilidad de la naturaleza revolucionaria, antimperialista e
independentista del pensamiento martiano. No es, pues, en la esfera ideológica
donde hurgaríamos para intentar un acercamiento a posibles respuestas, sino en
honduras mucho más profundas que pertenecen a los más íntimos territorios del der
y la conciencia. Y hasta en los límites de la sufriente y castigada carne.
El Martí que llega a Cuba para incorporarse a la lucha es
ya un hombre muy enfermo, y aunque por esos días escriba en su diario: “nunca
me he sentido más sano”, cosa que no dudamos porque conocemos el vigor que la idea
puede trasmitir al cuerpo físico, hoy sabemos, gracias a los avances de la
medicina moderna en el campo del diagnóstico de enfermedades, que Martí padecía
desde su más tierna juventud una tumoración testicular, que en el principio fue una úlcera causada por
el roce de la cadena de los grilletes del presidio político que sufrió a los 16
años, y se convirtió, con el paso del tiempo, en una lesión grave que llevó a
los médicos a extirparle un testículo.
También existen testimonios de laboratorio de la época,
provenientes de estudios histológicos que fueron practicados a Martí en vida, que
inducen a creer que él padecía una sarcoidosis, enfermedad granulomatosa
sistémica de origen autoinmune que afecta a varios órganos y sistemas del
cuerpo, y se caracteriza por la aparición de tubérculos epiteliales con
necrosis que afectan a cualquier órgano o tejido. La dolencia cursa con remisiones
espontáneas y recidivas.
Se encuentra en la papelería martiana, especialmente en sus
cartas, nutrido testimonio de que el Apóstol vivió su breve vida acosado por
sus síntomas.
He aquí algunas de sus quejas con respecto a la toma del
pulmón por la enfermedad: “Ceso de escribir porque la hormiga del pulmón no me
deja trabajar”*; “Llevo un pulmón encendido y como desnudo”; “Llevo al costado
izquierdo una rosa de fuego, que me quema, pero con ella vivo y trabajo”; “Me
estoy quedando sin pulmón”.
No menos lo mortifica su hígado: “El verano me ha caído con
furia sobre el hígado”; “He estado en cama, como todos los veranos, con un
odioso ataque de bilis que me ha tenido casi el mes sin conciencia de mí”; “Aquí me quedo clavado en mi roca, viendo
cómo el águila se me lleva los pedazos de mi hígado”.
Martí padecía, además, de hinchazones en los ojos, que los
médicos le diagnosticaron como una manifestación propia de la sarcoidosis que a
menudo se confunde con uveitis o conjuntivitis.
También lo aquejaban manifestaciones neurológicas de su
patología, como desmayos que él mismo calificaba de “largos y mortales” y que
también pudieron obedecer a bloqueos cardíacos producidos por la enfermedad: “A
usted le contaría yo, seguro de que no se reiría de mí, las morideras que me
tienen tan silencioso…”.
Las manos se le helaban o entumecían y sentía ardores en
las plantas de los pies (parestesias). Lo aquejaban altas fiebres y frecuentes
disfonías que en ocasiones lo llevaban a una mudez total mantenida por varios días:
“Todo yo estallo. De adentro me viene un fuego que me quema, como un fuego de
fiebre, ávido y seco. Es la muerte a retazos”.
En algunos de sus retratos se aprecia a simple vista la
caída del párpado derecho, síntoma que produce la sarcoidosis, al afectar el
tercer nervio craneal, lo que también fuera, quizá, causa de las frecuentes
cefaleas que padeció Martí, aunque pudieron ser de carácter migrañoso, puesto
que se refiere más de una vez en sus cartas a la molestia que durante esas
crisis le causa la luz (fotofobia); en carta a María Mantilla escribe: “Una noche tenía como encendida la cabeza y
hubiera deseado que me pusieras tus manos en la frente”. Tampoco le ahorraba su
corazón cuitas, y en otra epístola deja constancia de que: “…aunque tengo en el
lado del corazón un como encogimiento, y un dolor que no cesa un instante (…) y
salta más de lo que debe, no me quejo…”.
Lo aquejan con harta frecuencia cólicos y diarreas: “A mi
doctor, (digan) que soy todo flemas, coral y retortijones”. Lo
atormentaban intensos dolores de estómago que algunos de sus médicos atribuían
a perforaciones intestinales causadas por sus úlceras inguinales, las cuales, a
su vez, le provocaban dolorosas adenopatías en las ingles que le dificultaban
la marcha.
Aquejado por todos estos sufrires, siempre débil,
enfermizo, perdiendo peso y abrumado por el exceso de trabajo que
constantemente se imponía, solía ayudarse de un preparado de la época, llamado
Vino Mariani, una copa del cual constituía muy a menudo su único alimento, y que
era “un vino medicinal con propiedades tónicas y estimulantes”, creado a base
de hojas de coca maceradas, muy de moda en la época y consumido por
personalidades de todas las esferas de la sociedad, entre las cuales se
contaban nombres tan ilustres como los del inventor Thomas A. Edison, el
presidente norteamericano Mc Kinley, la actriz Sarah Bernhardt, los generales
Grant y Pétain, escritores como Emile Zola, Anatole France, Julio Verne, Henrik
Ibsen, Paul Verlaine, Robert L. Stevenson, los médicos Charcot y Freud, el príncipe
de Gales, la reina Victoria, el zar Alejandro II, el Sha de Persia y hasta el papa
León XIII.
Si a tantísimo sufrimiento físico se le suman las penas
graves del alma, como las producidas por la separación de su familia y de su
hijo, que le llevan a escribir en sus cartas frases tan desgarradas como esta:
“Vivo con el corazón clavado de puñales desde hace muchos años. Hay veces en
que me parece que no puedo levantarme de la pena”, y se le terminan por añadir
las muchas decepciones que le causaban las miserias humanas y la imperfecta y
en ocasiones deleznable naturaleza de los hombres, estaremos en presencia de un
ser profundamente atormentado y presa de sufrimientos físicos y morales
espantosos.
Pero, si al llegar a este punto conclusivo creemos que ya
se ha dicho todo, nos engañamos. Queda
aún por explorar un oscuro rincón del alma de Martí al que no deben de haberse
asomado muchas personas, porque pertenece a la clase de ámbitos que un hombre
de honor mantiene secretos y mistéricos hasta que la muerte lo reclama. Me
refiero al conflicto, que se deja apenas entrever, entre su pensamiento
revolucionario convencido de la absoluta necesidad de la guerra, y ciertos
escrúpulos éticos cuya presencia no debe sorprendernos en un hombre de su infinita
sensibilidad humana y su innegable espíritu crístico que ardía de amor por sus
semejantes.
Mientras investigaba para este trabajo, reparé en unas
frases que había visto antes y me habían llamado la atención, pero sobre las
cuales no me había detenido a reflexionar debidamente. Algunas las escribió en
su diario de campaña la madrugada del 26 de abril de 1895. No las cito aquí en
su totalidad por falta de espacio, pero glosadas, aluden a las habilidades
sanadoras que recién acaba de descubrirse y que le proporcionan intenso placer:
“Sentía anoche piedad en mis manos, cuando ayudaba a curar a los heridos”,
escribe, y dos días después añade: “…tengo acierto (…) sin más que saber cómo
está hecho el cuerpo humano y haber traído conmigo el milagro del yodo. Y el
cariño*, que es otro milagro…, en el que ando con tacto y rienda severa, no
vaya la humanidad a parecer vergonzosa adulación”. Sobre esta piedad física
hacia los cubanos heridos en combate volveré a comentar más adelante.
Otra de las frases que me han parecido muy curiosas se
encuentra en una anécdota acaecida unos meses antes de la guerra. Se encontraba
una noche Martí en un cuarto cedido para su descanso por el patriota Luis A.
Baralt y Peoli, quien de repente escuchó “suspiros profundos y quejidos
lastimeros” provenientes de la habitación. Baralt, creyendo a Martí en apuros o
víctima de una pesadilla, corrió a prestarle auxilio, pero lo encontró perfectamente
despierto y al parecer muy atribulado. Al interrogarlo sobre la causa de su
aflicción, Martí exclamó: “¡Ay, las madres, las madres, cuánta sangre y cuántas
lágrimas van a correr en esta Revolución a que voy a lanzar a mi país!”.
Esta escena, que parece sacada de uno de los momentos más
intensos de una de las más altas tragedias del teatro griego clásico, es
altamente reveladora de la presencia de una contradicción ontológica y quien
sabe hasta qué punto autodestructiva en el alma del Maestro. Su implacable y extrema lucidez lo inducía
a mirarse a sí mismo, en ese desdoblamiento temible que alcanzan los grandes iluminados,
al unísono como redentor y como verdugo de muchos seres.
¿Habría, acaso —me permito preguntar— alguna relación entre ese verse a sí mismo como a un Rebis de dolorosísima legitimación y esa piedad que le brota del núcleo mismo de su hombría como descubrimiento, como revelación casi, cuando sus manos llenas de piedad tocan las llagas en los cuerpos de los cubanos heridos en combate? ¿No es este acaso el mismo sentimiento, horroroso al tiempo que sublime, que se apodera de una madre quien, en vísperas del combate que sabe último y mortal, coloca sobre el cuerpo del hijo las armas de la guerra? Los heridos que curaba ¿no se habrá reprochado Martí que sean las mismas criaturas a quienes él lanzó al dolor y la muerte? ¿No serán los que cure al día siguiente nuevas víctimas de esa Revolución de la que se siente si no único, sí máximo responsable? ¿Podría significar el sueño narrado en su célebre poema de los Versos sencillos: “Sueño con claustros de mármol”, un típico sueño de angustia donde el soñante asiste a la metáfora del peso inmenso que significa la mirada implacable de los héroes posándose en su persona, cual si le reclamaran por el éxito o el fracaso de esa terrible aventura a la que va a arrastrar a todo un pueblo, su pueblo? Hay que establecer una nítida diferencia entre la concepción martiana de la guerra necesaria como único camino para que Cuba alcanzara su libertad, y la postura personal del hombre Martí ante la guerra como fenómeno ontológico, ante la cual, hombre de letras, místico, poeta y, ante todo, humanista, mostró siempre profundo rechazo.
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*Todas las citas que aparecen en este trabajo sin autor señalado fueron tomadas de los libros José Martí: clarividencia y muerte, de Julio Ramón Pita, y Enfermedades de José Martí, de Ricardo Hodelín Tablada.
* El subrayado es mío. (Gina Picart)