En La Habana se baila más que en Nueva York o París


Los hacheros, que era como se les llamaba a los buenos y más persistentes bailadores, tenían como mecas la valla Habana. En Vía Blanca y Diez de Octubre, el cabaret La Campana; en Infanta y San Martín, La Vallita; en Cerro y Palatino, y también los salones de las cervecerías Tropical y Polar, en Puentes Grandes, verdaderas catedrales de la música popular bailable.

Se bailaba en los centros regionales españoles y en los clubes de recreo de las playas. Si hoy localizamos en un mapa los lugares en los que se podía bailar en La Habana de los 50, nos sorprenderíamos al advertir que no existía barrio que quedara excluido. Sitios fuera de cualquier itinerario imaginable como Mantilla, La Lira, Guanabacoa, Cojímar, San Francisco de Paula, Cotorro, San Miguel del Padrón, Campo Florido o Luyanó, donde el Sierra Nigth Club ofrecía dos shows diarios con dos orquestas.

Cerca del Caballo Blanco, se halla el Ali Bar, que fuera el escenario preferido de Benny Moré. Y en Boyeros, entre otros muchos, el Reloj Club, con discreto motel al lado, el Bambú Club, donde se presentó Tongolele, y el Mambo Club, último refugio cubano de Marina Cuenya, propietaria, durante décadas, del más exclusivo prostíbulo habanero.

Había, además, una vitrola en cada esquina. Y por no dejar de haber, y para confirmar lo “avanzada” que estaba La Habana de los 50, dice Leonardo Acosta que había hasta un cabaret de travestis, entonces transformistas: El Colonial, en Oficios entre Teniente Rey y Amargura, donde la orquesta acompañaba a La Estrella del Bolero, La Bailarina Española y La Bailarina Exótica. En bares y night clubs de las zonas de tolerancia (Kumaon, Victoria, Brindis, Bolero,  en el barrio de Pajarito) había también música en vivo.  Esos centros nocturnos no disponían de casinos de juego, pero en muchos de ellos existían máquina traga níqueles.

La vida nocturna se desplaza 

El cabaret Las Vegas, en la calle Infanta, frente a Radio Progreso, marcaba una frontera entre Centro Habana y El Vedado. El núcleo de la vida nocturna se había ido desplazando. Si en la década de los 20 fue la Acera del Louvre, en los 50 será La Rampa. El Casino Nacional, en 11 esquina a 120, en el Country Club, cerró sus puertas, y el Montmartre lo haría, al menos momentáneamente, en octubre de 1956, luego del atentado al teniente coronel Antonio Blanco Rico, jefe del Servicio de Inteligencia Militar, ultimado a balazos en ese centro nocturno por un comando del Directorio Revolucionario.

Los grandes cabarets eran entonces Tropicana y el cada vez más consolidado Sans Souci, en la carretera de Arroyo Arenas. También los de los grandes hoteles que se inauguraron a partir de 1955. Pero pequeños clubes nocturnos, la mayoría con música en vivo, surgían como hongos en El Vedado y empezaron a florecer en Miramar, hasta entonces una barriada netamente residencial. Los grandes cabarets dirigían sus espectáculos tanto a turistas como a cubanos.

Existía una segunda línea de centros nocturnos enfocada casi en exclusiva a la clientela cubana, en lugares más modestos, pero por lo general con dos orquestas y un show que podía tener a veces un cuerpo de baile e indefectiblemente una pareja de bailes cubanos, españoles e internacionales, un trío y una o más figuras de cartel. Aseguraban un tercer foco los cabarets populares de la playa de Marianao, las llamadas “fritas”, en la Quinta Avenida frente al Coney Island y el Habana Yacht Club. Por cierto, profesores de baile norteamericanos acudían a las “fritas” para  conocer cómo se bailaban “de verdad” los ritmos cubanos.

Centros regionales; sociedades “de color”

Se bailaba, además, en sociedades de recreo y gremiales y también en sociedades de profesionales. Y en centros regionales españoles (Centro Gallego, Centro Asturiano) y, entre otras instituciones, la Asociación de Dependientes del Comercio de La Habana, en Prado y Trocadero, programaba para sus asociados fiestas periódicas a las que también podía accederse por invitación o mediante el pago de la entrada.

Podía bailarse, además, mediante el pago de la entrada, en salones como Sport Antillano, en Zanja y Belascoaín; La Galatea, frente al parque de Albear; Encanto, en Zanja y Gervasio; La Fantástica, solo para negros, en Galiano y Barcelona, y el salón de Prado y Neptuno, donde nació el chachachá.

Las llamadas sociedades “de color” agrupaban, por lo general, a negros y mulatos, y dentro de ellas los asociados se diferenciaban por sus ingresos económicos y su posición social. No era lo mismo el aristocrático Club Atenas que los populares Sport Club y la Sociedad del Pilar.

Escribía Leonardo Acosta:

“En el Club Atenas se llegaba al absurdo de que las orquestas eran obligadas por una Comisión de Orden a tocar foxtrots, valses, danzones o boleros, pero se les prohibía tocar rumbas, sones o mambos. Mientras tanto, los blancos de la ‘buena sociedad’ se desarticulaban bailando la música de los negros, aunque contrataban por lo general orquestas blancas.”

“Escuelitas”

Las academias de baile, llamadas también “escuelitas”, venían  desde la Colonia. Existían, supuestamente, para enseñar o adiestrar a los que querían aprender a bailar  o entrenarse en los pasos de algún nuevo ritmo. Pero el entrenamiento no estaba en manos de un profesor, sino de muchachas que aguardaban en el salón la llegada de algún cliente que le pidiera una pieza. Un baile tarifado que el cliente retribuía con la papeleta que compró previamente y que, mientras bailaba, sostenía en la mano izquierda a fin de que un empleado se la ponchara y que luego entregaba a su compañera de baile. Si la cosa iba bien, podía invitarla a compartir un trago en la propia cantina del establecimiento. Para que las ganancias de  la casa fueran mayores y evitar que la bailarina se aturdiera o emborrachara, el trago que se le servía era aguado o no contenía alcohol, era un simple simulacro con té, manzanilla o algún refresco de cola. Al final de la noche, la muchacha cobraba lo suyo según lo que hubiese bailado, lo que avalaba con el número de papeletas ponchadas que presentara; un tanto para ella y otro para la “escuelita”. En muchos casos, la academia no era más que una forma encubierta de prostitución.

En 1928, existían en La Habana unas 20 de esas academias y alrededor de siete mil bares y salas de fiesta.  Muy famosa fue la academia de Marte y Belona, en la esquina de Monte y Amistad, demolida en 1954. Y también Habana Sport, en Galiano y San José, y Rialto, en Neptuno entre Prado y Consulado.

Se dice que La Habana es la ciudad más bailadora del mundo. Los que han estudiado el asunto no vacilan en afirmar que aquí se baila más que en Nueva York y en París. Así ha sido siempre. (Ciro Bianchi. Tomado de Cubadebate)

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