Corría el fin de 1984, y yo, aunque desde niña había repetido mil veces que nunca trabajaría en una imprenta, era por aquel entonces una humilde correctora en una imprentica de La Habana Vieja.
Había pasado un curso de corresponsal obrero en la Unión de Periodistas
de Cuba (Upec) y había probado la adrenalina del periodismo, un “tóxico” del
que la víctima ya no se libra nunca.
Un día encontré en el diario
Granma una convocatoria para su turno de la madrugada. Necesitaban correctores,
y yo vi aquel anuncio como un portón rutilante que se habría ante mí hacia lo
que entonces era mi gran sueño: ser una periodista de verdad.
Así entré al diario nacional más
importante de Cuba, y desde la primera noche en su salita de correctores,
cuando aún existían los linotipos, cajas y chibaletes y cada noche terminábamos
apestando a nicotina y ennegrecidos por el plomo de las tintas, vi a Rolandito
por primera vez.
Muchacha joven, como era yo
entonces, me fijé primero en su apostura, su piel trigueña, sus ojos verdes, su
gran bigote, por el que los nuevos comenzamos a llamarle en voz baja “el
mexicano”, y su siempre atildada elegancia.
Pero Rolo era, por encima de todo, serio, muy profesional, y no sonreía
con facilidad. Tenía una mirada penetrantísima e inteligente, que era como si
llegara primero que él a los lugares. Estaba a cargo de la Redacción Cultural
y ya era uno de los principales críticos de cine del país. Un hombre de modales
finos, muy respetuoso con todos, con una bella voz y una personalidad que, sin
alardes, se imponía por su sola presencia.
Foto: TV Cubana. |
Tardé poco en escribir un artículo sobre las pinturas misteriosas del desierto de Tassili-in Assier, y no sé cómo me armé de valor para llevárselo a su Redacción. Rolo me lo recibió y me dijo que lo leería. Yo me volví a mi lugar sin esperanzas, porque me sentía demasiado insignificante como para que aquel escritico fuera a aparecer en una página de Granma. ¿Periodista yo…, y de Culturales…?
Era por entonces director del
diario Jorge Enrique Mendoza, y sus tres subdirectores Tubal Páez, Elio
Constantín y Gustavo Robreño. Rolo no
solo leyó mi “trabajito”, sino que se lo dio a Tubal y recomendó su
publicación, que Tubal aprobó de inmediato. Para mi total sorpresa y
desconcierto, apareció no en una, sino en las dos páginas de Granma Internacional.
Desde entonces, seguí colaborando
con su Redacción. Rolo jamás me rechazó un trabajo y siempre me animaba.
Incluso cuando escribí una reseña crítica sobre la novela El Perfume, del alemán
Patrick Suskind, y fui atacada por otro colega de gran prestigio quien era, ya
entonces, un escritor exitoso, Rolo me permitió responder. Lo mismo sucedió en
varias ocasiones similares.
Rolo era así, decidido y valiente;
en las reuniones de la Dirección, nunca se calló su pensamiento, aunque tuviera
que contradecir a Dios, solo que siempre supo ser comedido y tan razonable, que
sabía cómo hacerse respetar y escuchar.
Rolo siempre me apoyó y, con el tiempo, llegó a tratarme no solo como a
una compañera de trabajo, sino como a una igual. Nada hice en mi carrera
literaria y periodística que no mereciera sus comentarios y su estímulo.
Cuando tuve que abandonar el
periódico contra mi voluntad, ya dejamos de vernos, pero, siempre que nos
encontrábamos, pasábamos siquiera unos minutos de conversación, y la despedida
invariablemente era esta: “Nunca dejes de escribir y salúdame a Oscar, que es
la decencia misma”. Se refería a Oscar Ferrer, amigo común y excelente
periodista de la Redacción de Internacionales, de quien era muy amigo, y que,
años más tarde, se convirtió en mi esposo hasta este minuto.
Rolo, soldado eterno del
periodismo, quien desde los 16 años comenzó a trabajar en los talleres del
periódico Hoy, fue fundador de la Upec y del diario Granma, uno de nuestros más
valiosos y sagaces críticos del cine; trabajó
hasta sus últimos días en la profesión que tanto amaba.
Ahora acaba de partir, como Rufo
Caballero, como otros de los más brillantes intelectuales que he conocido y a
quienes tuve el honor infinito de tratar y querer.
No podía en modo alguno dejar de agitar lo que yo llamo, en metáfora robada a Federico García Lorca, “el pañuelo exacto de la despedida”. Mucho pierde Cuba con su ausencia dentro del pensamiento cinematográfico cubano. (Gina Picart Baluja)