Nunca he ocultado que detesto el reguetón, que no me parece música y los antivalores que propaga son un violento y corrosivo atentado a la salud mental y moral de una sociedad civilizada. La música eleva el espíritu, inspira sentimientos, emociones y estados de ánimo, e induce a quien la escucha a meditar y reflexionar. Incluso puede ser curativa. No en balde la llamó José Martí la forma más perfecta del arte. Muy al contrario del reguetón, al menos el que se hace en Cuba, que ya no se inscribe en el marco de una contracultura, sino de una infracultura, y ha devenido un movimiento involutivo que regresa al individuo a lo más bajo de sus instintos primarios: el sexo y la crueldad.
Todo esto he vuelto a pensarlo mientras escuchaba dos canciones con un mismo tema que han dado la vuelta al mundo y gozan, casi, de gloria universal: el amor entre rejas. Me refiero a El adiós del soldado, del mexicano Vicente Fernández, y el poema musicalizado Elegía a Ramón Sijé, del poeta español Miguel Hernández. Nadie puede escucharlas sin conmoverse profundamente, aunque lo haga una y otra vez a lo largo de los años. La fuerza poética de las letras, sus imágenes, la elegancia del lenguaje y el sentimiento de las interpretaciones de la cubana María Teresa Vera en el caso de El adiós del soldado, y del catalán Joan Manuel Serrat, trovadores ambos, no deja indiferente a quien escucha y abre, aunque sea por un momento, dimensiones nuevas a la sensibilidad. Pero no son esos los únicos valores de estas composiciones extraordinarias: también promueven la cultura, y ahí radica una parte del secreto de que hayan gustado durante tanto tiempo a tantos millones de personas en todo el planeta, pero de modo muy especial en Hispanoamérica, y no solo por el idioma. ¿Por qué, qué tienen en común estas letras?
ELEGÍA
En Orihuela, su pueblo y el mío, se
me ha muerto como el rayo Ramón Sijé,
a quien tanto quería.Yo quiero ser llorando el hortelano /de la tierra que ocupas y estercolas, /compañero del alma, tan temprano. /Alimentando lluvias, caracolas /y órganos mi dolor sin instrumento/ a las desalentadas amapolas /daré tu corazón por alimento. /Tanto dolor se agrupa en mi costado, /que por doler me duele hasta el aliento. /Un manotazo duro, un golpe helado, /un hachazo invisible y homicida, /un empujón brutal te ha derribado. /No hay extensión más grande que mi herida, /lloro mi desventura y sus conjuntos /y siento más tu muerte que mi vida. /Ando sobre rastrojos de difuntos, /y sin calor de nadie y sin consuelo voy de mi corazón a mis asuntos. /Temprano levantó la muerte el vuelo, /temprano madrugó la madrugada, /temprano estás rodando por el suelo. /No perdono a la muerte enamorada, /no perdono a la vida desatenta, /no perdono a la tierra ni a la nada. /En mis manos levanto una tormenta /de piedras, rayos y hachas estridentes /sedienta de catástrofes y hambrienta. /Quiero escarbar la tierra con los dientes, /quiero apartar la tierra parte a parte /a dentelladas secas y calientes. /Quiero minar la tierra hasta encontrarte /y besarte la noble calavera /y desamordazarte y regresarte. /Volverás a mi huerto y a mi higuera: /por los altos andamios de las flores /pajareará tu alma colmenera /de angelicales ceras y labores. /Volverás al arrullo de las rejas /de los enamorados labradores. /Alegrarás la sombra de mis cejas, /y tu sangre se irá a cada lado /disputando tu novia y las abejas. /Tu corazón, ya terciopelo ajado, /llama a un campo de almendras espumosas /mi avariciosa voz de enamorado. A las aladas almas de las rosas /del almendro de nata te requiero, /que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero.
EL ADIOS DEL SOLDADO
Adiós, adiós/ Lucero de mis noches,/ Dijo un soldado/Al pie de una ventana./ Me voy, pero no llores alma mía,/ Que volveré mañana./Ya se asoma la estrella de la aurora/ Ya se divisa por el oriente el alba/ En el cuartel tambores y cornetas/ Están tocando diana./ Horas después cuando la negra noche/ Cubrió de luto el campo de batalla/ A la luz de un día pálido y triste/ Un joven expiraba./ Alguna cosa veía el centinela/ Que al sentirse/ morir en una emboscada/ Soltó el fusil, luego cerró los ojos
Y se enjugó una lágrima./ Hoy cuenta por doquier/ Toda la gente que cuando asoma
Por el oriente el alba/ En el cuartel tambores y cornetas/ Están tocando diana./ Se ve vagar la misteriosa sombra/ Que se detiene al pie de una ventana/ Y murmurar no llores alma mía/ Que volveré mañana.
Ambas composiciones tienen por tema el amor y la muerte, por lo que pertenecen al género poético elegíaco. En la primera, Hernández expresa su desolación por la muerte de su mejor amigo, y su ira y desesperación por no haber podido llegar a tiempo al entierro para cavarle la fosa con sus propias manos, según una promesa que los dos jóvenes se habían hecho tiempo atrás (“Aquel de nosotros que muera primero cavará la tumba del otro.”), mientras la pieza mexicana habla también de una promesa, pero esta vez hecha por un soldado a su novia, de que sobreviviría a la guerra para volver a buscarla. El joven muere en combate, pero su sombra, atada por su promesa de amor, regresa al pie de la ventana de la amada, y le habla como si aún viviera. Si el poema de Miguel Hernández siempre me ha conmocionado por su telúrica emocionalidad, la letra de Fernández también siempre me ha asustado, y hasta me inspiró un cuento de terror, La esfera de oro, ambientado en La Habana colonial. Dicho sea de paso, El adiós del soldado es una habanera, que en Cuba popularizó la compositora e intérprete María Teresa Vera, a quien en mi familia hemos venerado por generaciones y la llamamos «la monstra».
Pero, además del tema de la muerte entrelazado con el de una promesa póstuma (de amistad en un caso, de amor en otro), las dos composiciones tienen algo más en común, y es que en ellas se hace mención a los amores al pie de las rejas: “Volverás al arrullo de las rejas /de los enamorados labradores” en Elegía, y “Dijo un soldado al pie de una ventana” en Adiós de un soldado. Y me ha llamado mucho la atención, porque enamorar al pie de una ventana enrejada, además de ser un gesto de belleza poética propio de tiempos pasados —definitivamente perdida—, es una costumbre típica de la Cuba colonial, inmortalizada en numerosos cuadros y grabados de época, en novelas, cuentos y poemas. Así susurraba Leonardo Gamboa sus primeros requiebros al oído de la bella mulata Cecilia Valdés en la novela homónima del gran escritor cubano Cirilo Villaverde, y Carlos Manuel de Céspedes, Padre de la Patria, compuso con sus amigos La Bayamesa para cantarla al pie de la ventana de una señorita a la que los tres pretendían con un espíritu caballeresco muy propio de mejores días. Los ejemplos serían infinitos.
Y… ¿de dónde, sino de España, le vino a Cuba esa costumbre tan romántica y fina de amores ventaneros? Y la Madre Patria, ¿de quién la heredó? Pues de la cultura árabe, que encierra a las mujeres de la casa en habitaciones separadas del resto del inmueble y llamadas serrallo o harem. Estas habitaciones tienen un modelo de ventanas propio de la arquitectura islámica: la celosía. En La Habana aún es posible observar algunos inmuebles con este tipo de ventana, que no se abre, sino está cubierta por una especie de artístico calado elaborado en el mismo material de la construcción, algunas veces tan bello y delicado que semeja un encaje. Este tipo de ventana permite ver hacia el exterior, pero desde la calle resulta imposible ver hacia dentro, y por tanto, el paseante nunca puede saber quién está detrás de la celosía. Los enamorados árabes, cubierto el rostro por su viril tocado, pasaban bajo las celosías, que a veces daban a un jardín interior con árboles frutales y alberca, donde se solazaban las bellas, y allí intercambiaban algunas rápidas frases dulces y enervantes con la dama de sus sueños, cuyo semblante no podían ver, y solo debían conformarse con escuchar su voz, que a menudo respondía en susurros. De esas imágenes rebosan Las mil y una noche árabes.
Si bien es cierto que las costumbres libres de hoy, donde no existen barreras para los cuerpos, encuentran todo esto ridículo y se burlan de las antiguas restricciones que encerraban a las mujeres a veces de por vida y sin ver el sol, no es menos cierto que este modo de cortejar tenía un grado muy elevado de glamour, de misterio excitante, de fantasía sin bridas. Quienes conozcan la obra del poeta persa Omar Kayyam o hayan leído las novelas del viajero francés Pierre Loti, entenderán de qué hablo. Esta ocultación devenida imposibilidad, obstáculo, ansia insatisfecha y a veces sin esperanza, obligaba al amante a sublimar su deseo, por lo que su pasión, sin dejar de ser muy viva, adquiría fuertes tintes de espiritualidad, lo que la embellecía y elevaba, alejándola de los bajos instintos o instintos primarios, como se los quiera llamar, que definen más la conducta sexual meramente animal que la del ser humano, aunque incluso dentro del reino animal hay especies, como las palomas —y no son las únicas— donde ninguna pareja se consolida sin un cortejo previo largo y sostenido, lleno de detalles, y donde el menor error o negligencia puede descalificar sin remedio al pretendiente. Miguel Hernández, natural de Orihuela, provincia de Alicante, Valencia, provenía de una tierra de moros donde prevalecían, y tal vez aún prevalecen, antiguas costumbres moriscas.
Nuestras muchachas de la Colonia no estaban encerradas en un harem ni ocultas tras celosías, pero sí guardadas por rejas de bellísimo labrado que permitían ciertas alegrías, tales como un roce de manos, un beso que apenas si alcanzaba la piel de una mejilla temblorosa, un intercambio de cartas y billetes perfumados, pero, sobre todo, hacían totalmente posible ese lenguaje de amor hablado por los ojos con brillo de relámpagos, párpados que caen como lánguido velo sobre la sonrisa de aquiescencia, y la visión, inefable para un enamorado, del rostro de la persona amada. No deja, sin embargo, de estremecer a quien escucha la canción del soldado, la imagen de esa sombra que se alarga en la calle bajo la luna, mientras se va acercando despacio hasta la reja donde aguarda una doncella con el corazón oprimido por la angustia, quien sentirá un frío poco natural cuando el espectro se aproxime para darle la noticia de que, fiel a la promesa que le hizo horas antes, ha vuelto por ella al pie de su ventana.
He visto en Internet que El adiós del soldado no solo ha sido interpretada por los más famosos cantaurores latinoamericanos, entre ellos la sin par Chabela Vargas, sino que fue una canción muy cantada entre soldados que pelearon en la llamada Guerra del Golfo y está considerada internacionalmente como una de las más célebres canciones pacifistas de todos los tiempos. (Gina Picart Baluja)