La esclavitud y la presencia en Cuba de negros -de nación primero, y luego criollos libres o esclavos- dio siempre lugar a un ejercicio febricitante de la imaginación, no solo entre los blancos de todas las clases sociales, sino también entre la misma población sometida.
En ello se inspiró el renombrado etnólogo cubano don
Fernando Ortiz para escribir su célebre libro Los negros brujos, profunda
investigación con la que se propuso aportar a la cultura cubana el riquísimo
acervo mágico de raíz africana que la nutre.
Abundan en la memoria de la isla historias de negros
brujos y de endemoniados, sin distinción de edades ni procedencias. Una
de ellas, relato apenas creíble por ir contra las leyes de la naturaleza, es la
del esclavo Miguel.
Traído de la isla de Martinica, Miguel era robusto, de unos 30 años en el momento de los sucesos que protagonizó,
ocurridos en la cuarta década de 1700. Fue comprado por el hacendado Juan de la
Barrera para formar parte de la dotación de su ingenio San Hipólito, ubicado a
unas dos leguas del poblado de Guanabacoa.
Miguel sublevó a los esclavos de la dotación, que incendiaron la casa de vivienda del ingenio sin provocar mayores males. Había entonces en Cuba una institución de inspiración castellana llamada La Santa Hermandad, cuya tarea consistía en recorrer las afueras de las ciudades y los campos de la isla persiguiendo cimarrones y a quienes estuvieran acusados por delitos, pero que, en realidad, se dedicó a la captura de esclavos fugitivos que luego regresaba a sus dueños si estos los reclamaban; si ello no ocurría, los vendían por su cuenta.
Sus miembros, entre los que se contaban expertos rancheadores,
eran muy eficaces, y Miguel fue pronto apresado. Confesó su responsabilidad en
los hechos y alegó que su intención había sido la de provocar que el amo
culpara y despidiera al mayoral, pues este era un hombre malo que abusaba de
los esclavos y les imponía castigos horrendos.
Fue condenado a muerte. La sentencia debía cumplirse
el Día de Todos los Santos de 1736. Hasta finales del siglo XVIII en Cuba las
ejecuciones se llevaban a cabo por arma de fuego con pistolas que solo cargaban
dos balas. En el caso de Miguel, además, sus jueces decidieron que el condenado
fuera atado a un poste y, si no moría de inmediato por causa de los disparos,
recibiría azotes hasta que su vida se apagara definitivamente. A los tres
esclavos cómplices de Miguel se les cambió la pena de muerte por 200 azotes y
posterior cautiverio.
El 3 de noviembre de ese mismo año, la sentencia de
Miguel se cumplió en presencia del conde Barreto, alcalde de la Santa Hermandad
y padre de su famoso descendiente, el mismo que inspiró la leyenda del temporal
de Barreto. Acompañaban a los verdugos dos sacerdotes franciscanos, uno de los
cuales le preguntó a Miguel si deseaba reconciliarse con Dios. Miguel, ya
atado, asintió, pero le pidió al religioso que gritara que los otros tres
esclavos no eran culpables de nada porque no habían tomado parte en la quema.
Él no tenía cómplices.
El verdugo vendó los ojos de Miguel y le descargó el
primer disparo en la sien derecha. María Teresa Cornide, descendiente por seis
generaciones de la familia Barreto y autora del libro La Habana de siglos y de
familias, narra así el suplicio del condenado:
Miguel inclinó la cabeza y la sangre comenzó a
brotar por la enorme herida y por la nariz. Sin embargo, Miguel no murió. De
nuevo, se le disparó por la misma sien con otra pistola cargada con dos balas y
el resultado fue que Miguel alzó la cabeza y abrió los ojos, a pesar de que se le
había levantado la visera del cráneo.
Se le taparon nuevamente los ojos y el verdugo hizo
su tercer intento por la misma sien. Los frailes pidieron misericordia, pero el
alcalde ordenó dispararle por cuarta vez.
Por increíble que parezca, Miguel no moría.
Entonces, el alcalde los perdonó, a él y a los otros reos. Se le bajó del
patíbulo y fue llevado a una casa para ser curado, camino que hizo por sus
propios pies. De regreso al calabozo le quitaron los grillos y declaró haber
visto a la Virgen del Rosario.
Según el acta de la ejecución, un cirujano intentó
extraerle dos balas del cráneo al sobreviviente, pero tuvo que suspender la
operación a medias porque el herido sangraba demasiado. Cinco días después
Miguel seguía vivo, y como había nacido en Martinica, isla donde la hechicería
era tan fuerte como en Haití, los blancos, ya temiendo que la magia estuviera
jugando algún papel en aquella inexplicable sobrevida, decidieron visitar el
bohío del esclavo en busca de evidencias que delataran que el negro era brujo.
No hallaron nada que corroborara sus sospechas.
Once días después de la brutal ejecución Miguel
murió por fin. Los frailes llegaron a tiempo para suministrarle los Santos
Sacramentos. Fue sepultado en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de
Guanabacoa, y la partida de su enterramiento pudo ser consultada por Cornide
mientras preparaba su libro, que vio la luz en 2001.
No es un caso similar al de la muerte del esclavo
Mackandal, houngan del culto vudú y líder de la rebelión en Haití, a quien los
negros vieron transformarse en ave que voló sobre la pira donde se consumían
sus restos, y de quien aseguraban que, gracias a sus poderes mágicos,
continuaba vivo, pero cambiaba su forma humana en la de varios animales para seguir
liderando, desde la oscuridad, las ansias de libertad de los esclavos.
Sin embargo, años después, cuando el único hijo del
conde Barreto, alcalde de la Santa Hermandad habanera y juez de Miguel, se
convirtió en el hombre con peor fama de maldad en toda la isla por sus
atrocidades contra los negros y sus extravagancias inauditas -entre las cuales
se encontraba azotar con un látigo una enorme imagen en madera de Cristo
Crucificado, por solo mencionar una de sus más conocidas perversiones-, no
faltó quien asegurara que el alma en pena del negro Miguel, consumado
hechicero, había esperado vagando entre los mundos a que este bebé naciera,
para meterse en su cuerpecito y provocarle una de esas locuras satánicas que
envían directo al infierno a quien la padece, como venganza contra el blanco
que ordenó aquellos cuatro disparos y provocó al esclavo su larga y horrorosa
agonía. (Gina Picart Baluja)