Una Dama del Lago en La Habana colonial (+ fotos)

Hace muchos años, cuando el comienzo de mis estudios en la Academia Nacional de Artes Plásticas San Alejandro me llevó a visitar asiduamente los museos de arte de La Habana, descubrí en el de Bellas Artes, en la sala de pintura cubana, un cuadro muy perturbador: La dama del lago (Óleo sobre tela; 122 x 83.5 cm), de Juan Jorge Peoli.

Es probable, es casi seguro, que existen otros cuadros de atmósfera fantasmal en ese museo, pero este me impresionó profundamente porque su título remite, se cree, a las leyendas del ciclo artúrico, la saga de las aventuras del rey Arturo de Bretaña y sus Caballeros de la Mesa Redonda, que ha capturado a través de los siglos tantas fantasías individuales y colectivas, y cuyo imaginario celta inspiró a Tolkien la célebre tríada El señor de los anillos.

La historia del valeroso rey bretón, su druida Merlín y sus invencibles caballeros, protagonistas de cruentas batallas para librar su tierra del invasor sajón, también ha sido tema de innumerables cuentos y novelas, de estudios antropológicos y de unos cuantos juegos de rol.

En realidad, las damas del lago son personajes con ciertos poderes mágicos que se encuentran presentes en la mitología celta, pero también, con otros nombres, en las mitologías de Europa y de todo el planeta, porque su origen data de las religiones animistas más remotas, que suponían una representación humana para cada fenómeno de la naturaleza, lagos en este caso, aunque todas las formas del agua tenían su propia entidad, siempre femenina. En el ciclo artúrico las damas del lago favorecen a Arturo desde su infancia hasta su muerte, y una de ellas es quien le entrega la espada Excalibur, oculta en el lecho del lago en que ella habita, y siempre le ayudan. En el folclor germánico antiguo la célebre hada Lorelei es una dama del lago que habitaba en las aguas del Rin. Entre los griegos las damas del lago se llamaron ninfas, náyades, dríadas, etc.

La Dama del Lago, de Juan Jorge Peoli.

Peoli, especialista en retratos, creó la imagen casi traslúcida de una bella mujer semivelada en un mundo de sombras impenetrables, bañada de frente por una lechosa luz lunar que, al estar la figura de perfil, deja invisible la mitad posterior del cuerpo. Nada más que el delicado encaje del velo y la fina orfebrería del tocado puede apreciarse con cierto detalle. Las facciones se presienten como de filigrana, pero solo las ropas están lo suficientemente iluminadas. La expresión del rostro, con sus ojos bajos, parece meditativa, o tal vez revela cierta aflicción, o solo una castidad que se reserva… Nunca he llegado a una conclusión sobre eso. Interpretar la expresión de un rostro puede llegar a ser empeño muy difícil por su extrema subjetividad.

Siempre que pienso en eso recuerdo haber leído en el libro de algún especialista que las estatuas colosales de la Isla de Pascua tienen una expresión “sabia y reflexiva”, mientras que en otro libro de otro especialista se afirma que carecen de toda expresión.

Yo diría que el óleo de Peoli es de filiación romántica, no solo por la emoción que transmite, sino porque una de las características del romanticismo como movimiento artístico fue la vuelta de la mirada hacia la Edad Media. En este caso, y según el atavío de la dama, ¿pudiera ubicársela en los primeros siglos que siguieron a la retirada de las legiones romanas de la isla de Bretaña y la consolidación de los primeros reinos autóctonos, quizá en tiempos del rey Alfredo el Grande de Wessex (871–899)? Pero el tocado también recuerda el de las aristócratas de la antigua Rus, y aparece entre los tocados italianos de la Baja edad Media. La moda en tiempos remotos no cambiaba tan rápido como en la era moderna, y en ocasiones algunas aristocracias europeas usaban atuendos semejantes a las de otras. Sin embargo, en la serie española Isabel, la actriz que encarna a la Reina que fue mecenas de Colón y personaje clave en el descubrimiento del Nuevo Mundo, aparece en varias ocasiones, en ropa de Corte, con un vestuario muy semejante al de la dama de Peoli. Es difícil saber qué clase de ropaje viste la mujer fantasmal creada por el pintor. Lo que sí puedo asegurar con certeza total es que las damas del lago celtas no visten como ella.  De cualquier modo, por las fechas de su nacimiento y muerte y, en especial, por los años que abarca su carrera, Peoli coincidió en el tiempo con uno de los últimos rastros del romanticismo en las artes plásticas: el movimiento prerrafaelita inglés, cuyos representantes fueron abiertamente medievalistas.

Sin embargo, hay un detalle que pudiera resultar esclarecedor: aunque la obra de Peoli que se encuentra en el Museo habanero estaba en la sala cubana (hoy se exhibe en el Edificio de Arte Cubano), Peoli no era exactamente cubano. Descendía de la familia Paoli, de Córcega, y había nacido en Nueva York en 1925. Su padre fue un patriota venezolano que vivía en el exilio por haber tomado parte en la conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar. A los ocho años, Peoli regresó a Cuba, y a los 15 matriculó en “San Alejandro”. Mereció la primera beca que se otorgó a un cubano para continuar sus estudios en Europa. Vivió en Madrid desde 1847 y después regresó a los Estados Unidos. Su formación como pintor fue, pues, más europea que cubana.

Así vio el pintor prerrafaelita inglés Edward Burne-Jones
a Nimue, la dama del lago en la leyenda del rey Arturo,
en el momento en que ella seduce al druida Merlín, y
luego, mediante los secretos mágicos que él le ha
enseñado, lo encierra en la pared de una cueva de cristal.

En la casa de los Peoli en Nueva York, se reunían intelectuales, artistas y patriotas que soñaban con la independencia de Cuba. José Martí fue uno de sus asiduos visitantes y mantuvo con el pintor una amistad estrecha que duró hasta la muerte del artista, ocurrida en Cuba en 1893. Estaban, además, emparentados, porque Carmen Miyares, última mujer en la vida del Apóstol, era también descendiente de los Paoli.

Se cree que Peoli volvió a la isla para ocuparse personalmente de asuntos legales, posiblemente se trataba de una herencia vinculada al ingenio Resulta, en Sagua, propiedad de su familia política. En aquella ciudad murió de neumonía a los 68 años de edad.

En los museos de Cuba, incluido el de los Capitanes Generales, en La Habana Vieja, se conservan obras de Juan Jorge Peoli. No hay solo retratos, sino también paisajes cubanos. No sé si hay algún paisaje del río Hudson, que impresionaba mucho al pintor.

En el Museo de Bellas Artes se encuentran dos magníficos óleos titulados La Tragedia y La Comedia, que representan a las musas del teatro griego Melpómene y Talía. Obras suyas se exhiben en museos de los Estados Unidos, como el Smithsonian, donde por su lugar de nacimiento se le rubrica como un ciudadano “americano”. En los óleos de las musas se puede apreciar que su paleta no fue amiga de colores vivaces y ni siquiera naturales. Martí, con su habitual penetración como crítico de arte, se refirió a su estilo como “leal en el dibujo, sabio en los matices, huraño y melancólico en el color”.

Cuando Martí supo de la muerte de Peoli, escribió:

El arte, con haberle dado días de gloria, y ser su empleo principal, fue lo menos de él. Amó la beldad ardientemente; la respetó, y le enojaba que no la respetasen; reconocía en sí, y en todo, una realidad visible, de fácil copia, y otra espiritual, a que con callada pasión buscó color y símbolo: la fuerza, para él, residía en la gracia, y vio en el universo, aun a pleno sol, como un color nocturno; su pincel, jamás mercenario, desdeñó la fama fácil del retrato, en que sobresalía, y de sus magistrales escenas de la Naturaleza, para fijar en las luces aéreas el alma solemne que se alza de la vida, y cuajar en cuerpos leves y ondulantes la beldad creatriz que flota sobre el mundo. […] Pero de su arte mismo fue lo más bello el carácter manso y puro con que, por el amor y fuerza de él, y por la luz y dicha de su alma, pasó en salvo Peoli por las tentaciones de este mundo. Lo conoció y ahondó, puso de lado toda la impedimenta de él, con que el vulgo humano, en que entra mucho de lo que no quiere pasar por vulgo, se deshonra y aflige; y cultivó en la vida lo que tiene de sustancia y ventura, que es el decoro propio, en el trabajo continuo y la amistad sincera el alivio del dolor del hombre, el rincón de la casa, y la ciencia y fe que vienen del conocimiento y amor de la creación. El hombre, que lleva lo permanente en sí, ha de cultivar lo permanente; o se degrada, y vuelve atrás, en lo que no lo cultive. [] Murió en el campo, silencioso y solemne, que prefería él a la ciudad fea y vana. Murió en Cuba, la tierra que amó él tanto, la tierra que le premió el mérito, y le dio mujer noble, hijos buenos, ilustres amigos. Murió como las tardes del Hudson, que se sentaba él a ver caer, desde el banco rústico de su manzano solariego, en las colinas de tiniebla y oro por donde baja majestuoso el río.

(Gina Picart Baluja)

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