El Moncada: la victoria de una derrota


«Aunque perezcamos todos, habremos salvado la dignidad y la vigencia de Martí en el año de su centenario», comentó Abel a su acompañante Pedro Trigo, y pudo verse la certeza asomada a sus gafas, las mismas con las que pulsaba el ambiente de un Santiago carnavalero que avanzaba hacia la madrugada del 26 de julio de 1953.

Vivían la antesala del hecho que les haría entrar en la historia, y tal vez a esa hora el joven revolucionario también evocaba el aroma de las raciones de arroz y pollo, su plato favorito, que había encargado, y que de seguro ya saboreaban muchos de sus compañeros allá en la Granjita Siboney, en ese minuto escenario de impaciencias, uniformes recién planchados y anuncios graves.

Cuando entrada ya la madrugada el joven abogado Fidel Castro develó lo que pocos sabían: asaltarían la segunda fortaleza militar del país, e insistió: «Todo el que salga conmigo, debe hacerlo por su voluntad», Abel Santamaría olvidó definitivamente la comida que nunca llegó a degustar para remarcar su fe en el triunfo.

«Si el destino es adverso estamos obligados a ser valientes en la derrota, porque (…) nuestra disposición de morir por la patria será imitada por todos los jóvenes de Cuba», reiteró el segundo jefe del Movimiento. Desde entonces su entrega es germen y flama de un país que siguiendo sus pasos conquistó la libertad.

Por eso, cuando poco después de las 5:15 de la mañana el jefe ordenó la retirada, perdida la sorpresa y en lidia desigual de un centenar de brazos imberbes contra mil entrenados en la saña y la barbarie, nadie pensó en derrotas.

Entre los muros del Moncada había presentado sus credenciales una nueva vanguardia revolucionaria.Eran el retrato joven de la Cuba que intentaban transformar.El rostro de un pueblo que, cansado de la miseria, los atropellos y las falsas promesas, anunciaba convencido que las armas eran el camino para transformar su realidad.

Su gesto cambió el rumbo de una nación entera y sembró una semilla.Era necesaria una arremetida final para culminar la obra de nuestros antecesores y eso fue el 26 de julio, señaló Fidel en 1973. Aquel amanecer de la Santa Ana igualmente trasciende hasta nosotros como una embestida de certidumbre joven que reavivó la prédica martiana, una carga de valentía, entrega y compromiso nuevo que nos mostró el sentido de la continuidad.

La masacre que sobrevino al ataque despertó la conciencia nacional en apoyo y simpatía a la causa revolucionaria.El gesto heroico de aquella juventud conmovió a una ciudad que nunca olvidó. Marcado por la imagen de aquella rastra de cadáveres que llegó a Santa Ifigenia para intentar sepultar el coraje en rústicos ataúdes sin forrar, el indómito Santiago pasó de la expectativa a la indignación; de la solidaridad a la entrega total por una Cuba nueva. Desde entonces aquí, como en toda Cuba, siempre es 26.

El Moncada es programa y camino, chispa de un pueblo unido que comenzó a andar en pos de su libertad y, sobre todo, como sintetizara luego el eterno líder de la acción, cuyas dotes como dirigente y estratega fueron a partir de aquel despertar faro de Cuba, el Moncada nos enseñó a convertir los reveses en victorias.

No fue, no ha sido, la única amarga prueba de la adversidad, diría ciertamente Fidel, pero ya nada pudo contener la lucha victoriosa de un pueblo al que una acción le mostró la fuerza de las ideas, y le legó la lección permanente de la perseverancia y el tesón de los propósitos justos.

El espíritu de aquel amanecer viajaría en el Granma, subiría a la Sierra y anunciaría la libertad verdadera el 1ro. de enero de 1959; es lección y acicate en las batallas de hoy. El sacrificio de tanta vida en flor aún nos señala el deber de seguir adelante, y 69 años después, la fe en el triunfo asomada a las gafas de Abel encuentra réplicas infinitas en muchas pupilas que hoy se empinan con igual convicción por una Cuba próspera, unida y soberana. (Tomado de Juventud Rebelde)

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