En mi fiesta de graduación de sexto grado de la escuela de Enseñanza Primaria Rodolfo Díaz Alfonso, en Luyanó, fui escogida junto con otras niñas para bailar una coreografía inspirada en una pieza musical entonces muy conocida, Damisela encantadora, de Ernesto Lecuona, cantada por la célebre intérprete cubana Esther Borja.
Semanas antes de la celebración, todo era trajines para las 12 niñas que
debían bailar, porque necesitaban vestir cono damas de la colonia. Nosotras
decíamos “dama antigua”,
porque en ese entonces no contábamos con el historiador Eusebio Leal y se sabía
menos que ahora de la época colonial cubana.
Los padres y madres, como siempre, tomaban
parte muy activa en el asunto. Los míos y mi abuelita me llevaron a varias
casas donde alquilaban trajes de época, de primera comunión y bodas, pero, como
yo era una niña demasiado alta para mi edad y muy delgada, no aparecía ningún
traje que me quedara bien.
Me enamoré de uno blanco y de otro rosa, pero fue imposible. Tuve que
conformarme, ya en la última casa que nos quedaba por visitar, con uno azul
pálido, color que jamás me ha gustado. Luego vino el problema muy serio de la
pamela, que hubo que alquilar en otra casa, y después los mitones, que no
aparecían precisamente en aquel tono de azul. Una niña de 10 años entiende poco
de esas cosas, pero yo veía tan atribuladas a mi mamá y mi abuela, y tanto
torcer de boca de las dueñas de los trajes que acabé desesperándome y me eché a
llorar sin consuelo.
Más o menos así era aquel traje.
El día en que debíamos ir a la prueba final del traje, que habían tenido que entallar con decenas de alfileres a mi minúsculo esqueleto, y ya con los mitones, la pamela y unos preciosos pendientes de brillantes de mi tía Aurora en mis orejas, me miré en el espejo y me vi tan perdida dentro de aquel enorme traje, y para colmo con el pelo corto y no largo por la cintura como mi amiga María Elena, quien por aquel entonces era mi icono de belleza, que me dio una pataleta de las que no se olvidan.
De repente, una voz desconocida, clara y
suave, exclamó: “¡Miren, pero si esta niña es igualita a Esther Borja!”. Como
por arte de magia dejé de llorar y sonreí, y por fin mi familia pudo volver a
casa.
Al día siguiente, bailé sin lágrimas y con una cierta sonrisa misteriosa
dando vueltas por mi boca que mordía nerviosamente un caramelo de menta. ¿Un
milagro? No. Es que Esther Borja era mi cantante preferida, incluso por encima
de Rosita Fornés. Y por supuesto que no tenía yo ningún parecido con ella,
salvo que cantaba obsesivamente todas sus canciones por toda la casa, pero me
lo creí y esa fue mi salvación.
Mucho después supe que Lecuona, junto con Gonzalo Roig y Rodrigo Prats, integraron la trilogía más
importante de compositores del teatro lírico cubano y, en especial, de la zarzuela. Entre sus obras se destacan Canto Siboney, que surge
integrado en su obra La tierra de Venus; Damisela
Encantadora, que está integrada en la zarzuela Lola Cruz, Diablos
y Fantasías, El Amor del Guarachero, El
Batey (1929), El Cafetal, El Calesero, El
Maizal, La Flor del Sitio, Tierra de Venus (1927), María la O (1930) y Rosa la China (1932);
las canciones Canto Carabalí,
La Comparsa y Malagueña (1933),
perteneciente a su suite Andalucía;
sus obras para danza, Danza de los Ñáñigos y Danza Lucumí; la ópera El Sombrero de Yarey (cuyo paradero se
desconoce), la Rapsodia Negra para
piano y orquesta, y su Suite Española.
Esther Borja (La Habana, 5 de diciembre de
1913-La Habana, 28 de diciembre de 2013) fue la intérprete fetiche de Lecuona.
Ella interpretó toda su música, y su rostro era habitual en las pantallas de la
televisión cubana.
Yo no me perdía ni un programa suyo. No era una mujer bonita. Al lado de
Rosita Fornés se volvía invisible, pero poseía un refinamiento tan grande que,
para mí, era el prototipo de la dama por excelencia. Una elegancia tal de
modales no la había visto yo jamás.
Tenía una voz muy peculiar, que se movía
en un registro de acentos líricos de soprano y tonos graves de mezzo. Nadie
como ella ha cantado Siboney. Todo lo que entraba a su garganta
brotaba de ella transformado en música de las esferas.
Retornó a Cuba, intervino en conciertos de
Eliseo Grenet y, en 1943, viajó a los Estados Unidos. En 1944, ella y Lecuona
fueron aclamados en el Hall of América y en el Steinway Hall, de Nueva York. Su
voz impresionó a Sigmund Romberg compositor de operetas húngaro, quien la
contrató y presentó en el Carnegie Hall con su orquesta, luego de lo cual
efectuó una gira por 48 estados norteamericanos.
De regreso a Cuba, cantó en los teatros
Martí, Auditorium y Blanquita; luego tuvo exitosas apariciones en el teatro
lírico español, en 1953.
En Cuba, tuvo una destacada participación
en la televisión y, a partir de 1961 y durante un cuarto de siglo, condujo con
exquisita maestría el programa Álbum de Cuba, todo un clásico de
la pequeña pantalla nacional. No por casualidad, años después, se le otorgó el
Premio Nacional de Televisión.
Sus inolvidables registros quedan en las
grabaciones que recrean la obra de grandes autores, en particular en Rapsodia cubana y el
disco Esther canta a dos, tres y
cuatro voces.
Fue Premio Nacional de Música en 2001 y
merecedora de numerosos reconocimientos y distinciones, como la Orden Félix
Varela de Primer Grado y la condición de Artista de Mérito de la Unión de
Escritores y Artistas de Cuba.
En la radio, el teatro, el cine y la
televisión, en Cuba y en el extranjero, sus baluartes interpretativos fueron la
zarzuela y el repertorio lírico nacional.
Ernesto Lecuona dijo de ella: “Esther
Borja es la artista cubana más completa. Como intérprete de la canción, no hay
quien la supere”.
No recuerdo si hubo algún fotógrafo en aquella fiesta de graduación. No conservo ninguna foto de aquella tarde. Tampoco puedo decir que bailé a gusto, porque las coreografías fueron siempre una de las peores pesadillas de mi niñez y mi adolescencia, y los ensayos los dirigía una maestra muy exigente y austera que andaba un poco escasa de pedagogía y, sobre todo, de dulzura.
Pero siempre he recordado aquel traje de azul desvaído con alfileritos que
me pinchaban las costillas, con su falda enorme de encajes y tules, los
desgraciados mitones, que eran de un azul mucho más oscuro que el vestido, y
aquella pamela que no me dejaba ver a mi compañera para hacer bien las figuras
de la danza.
Sobre todo, he recordado que alguien, en
aquella casa de alquiler de trajes, miró con ojos lo suficientemente amables a
la niña flaquita y desangelada que fui como para encontrarla parecida a la más
grande diva cubana de la República.
Gracias a aquella voz desconocida pude graduarme sin pasar por más malos ratos y salir triunfante para la secundaria. Quien quiera que haya sido, le deseo que haya tenido una vida muy buena, de verdad. (Gina Picart Baluja)