Ahora y siempre, José Martí (+ fotos)

Rebuscando en la antigua, pero muy bien surtida biblioteca familiar, encontré un libro de cuya existencia no tenía yo noticia hasta ese momento.

Su título, Ámbito de Martí, atrajo de inmediato mi atención, No así la portada, gris y sin mayores pretensiones de diseño.

Un dato hace valioso el ejemplar: se trata de una edición príncipe, con datos interesantes que la convierten en una rareza bibliográfica.

Según el machón, se terminó de imprimir en enero de 1954; la edición fue realizada en los talleres tipográficos Fernández y Cía., ubicados en la calle del Hospital No. 619, en La Habana, Cuba, y el libro estuvo bajo los auspicios de la Comisión Nacional Organizadora de los Actos y Ediciones del Centenario y del Monumento de Martí y del Departamento de Publicaciones de la Sociedad Colombista Panamericana.

La investigación contó con el apoyo de prestigiosas figuras e instituciones de la cultura nacional e internacional.

En Cuba, tuvo la colaboración de intelectuales tan relevantes como Joaquín Llaverías, José Luciano Franco, Carlos Márquez Sterling, la familia Coyula y el Museo de la Ciudad de Cárdenas, Matanzas, entre otros.

También colaboraron personalidades e instituciones de España, Francia, México, Guatemala, Venezuela, Estados Unidos, Jamaica, República Dominicana y Haití.

El autor, el cubano Guillermo de Zéndegui, político, abogado, ensayista, historiador y figura polémica de la que hablaré más adelante, declara en un prólogo al que titula Prevención:

Esta obra no es propiamente una biografía, ni he querido que lo fuese […] Nuestro propósito ha sido […] reconstruir en lo posible el medio en que le tocó vivir […] este conjunto de realidades […] que constituyen el ámbito de su existencia.

Todo lo que rodea al personaje histórico, lo que le es familiar o logra impresionarlo al punto de provocar en su sensibilidad una reacción emocional, le pertenece biográficamente, forma parte de su paisaje vital. […]

De ahí que esta obra no sea propiamente un retrato, sino un marco; no una biografía, sino su complemento […]

El libro, que siquiera sea en grabados de época, litografías, fotos de lugares y retratos de personajes constituye un riquísimo conjunto testimonial de gran valor histórico, comienza con un capítulo dedicado a La Habana que vio nacer al Apóstol.

Con excelente factura de impresión, podemos apreciar imágenes de la época que nos muestran hasta el detalle la ciudad de aquel tiempo; imágenes que asombran por su extraordinaria nitidez y poco tienen que envidiar a las altas resoluciones digitales que conocemos hoy.

El estilo y el lenguaje son de una diafanidad y amenidad que captura de inmediato. Por ejemplo:

De los dieciséis barrios en que se hallaba dividida la ciudad intramuros, no era precisamente el de Paula uno de los mejores. Más allá del hospital de su nombre, cambiaba la fisonomía de la capital, ofreciendo un aspecto más abandonado y pobre. De hecho, ya al finalizar la primera mitad del siglo, el Salón de O'Donnell también llamado Alameda de Paula, había perdido su rango como lugar de recreo de la sociedad habanera. En los alrededores de la Casa de Recogidas, y de la Puerta de la Tenaza particularmente, abundaban los bodegones y garitos, con su clientela de maleantes y vagos muy numerosos por cierto durante aquel período de la vida colonial.

La vecindad de la calle de los Ejidos, que lindaba con la muralla, no favorecía tampoco el entorno de la barriada. Celebraban allí “cabildos” los negros de nación, y los domingos y días de fiesta, organizaban sus bailes excitantes, al son atolondrador y continuo de sus tambores, “hierros” y maracas. Frecuentemente la presencia del celador de policía no bastaba para calmar los ánimos exaltados por el aguardiente de caña y por la música, y era práctica prudente dejarlos gritar y bailar hasta que los rindiera la fatiga, ya de madrugada.

Esta manera de escribir, este ritmo lento que se regodea en el detalle minucioso para recrear un fresco de la ciudad, me hizo recordar la prosa de Cecilia Valdés. Para quienes gustamos del pasado, de imaginarlo, de comprenderlo, esta clase de escritura nos resulta muy enriquecedora. ¿Cuántas veces quienes amamos la historia de esta ciudad en que hemos nacido, habremos hecho el fatigoso, y a menudo también estéril ejercicio de la memoria para intentar imaginar que caminamos por aquella villa colonial de San Cristóbal respirando sus olores, escuchando su mezcla enloquecedora de ruidos y pregones, sintiendo el latido de su pulso vital, el calor, los hedores, la cercanía de aquellas presencias variopintas que hoy son solo sombras que deambulan…, en fin, la existencia del día a día de aquellos habaneros que nos precedieron y hoy se pudren en todos los cementerios de la urbe junto con lo que sus ojos vieron y disfrutaron, junto con los recuerdos tan difícilmente recuperables de la urbe que nos amamantó como tierra natal, con su savia inigualable por la savia de ninguna otra tierra…?

Debo admitir, para confesión de mi propia e imperdonable ignorancia, que por primera vez vi en estas páginas retratos de los padres de Martí sobre los que antes nunca había posado mis ojos, uno de ellos de doña Leonor Pérez, con un atavío elegante que da prestancia de dama a su rostro tristísimo, como de quien carga sobre sus hombros todos los males y penas del mundo, el vaticinio de terribles dolores.

Le sigue un capítulo dedicado a la estancia de Martí en Hanábana, un relato detalladísimo de aquellos meses vividos por el todavía niño Pepe, y una pintura maravillosa de aquellos parajes, y me pregunto si no fueron esas páginas las que inspiraron la extraordinaria fotografía de Raúl Pérez Ureta cuando su cámara nos regalaba aquel cielo nocturno estrellado, aquellos atardeceres, aquel rocío sobre las plantas que hacen de Martí, el ojo del canario, de Fernando Pérez, una joya de la cinematografía cubana de todos los tiempos… Nunca lo sabré, pero las visiones de Hanábana del filme todavía perduran en mí.

No se trata solo de imágenes, hay también una enorme riqueza de datos históricos que quizá ya estén perdidos, como, por ejemplo, que el poblado de Caimito de Hanábana, “caserío miserable”, hoy borrado del mapa, desapareció por causa de fuertes inundaciones en la zona provenientes del río del mismo nombre, y por el cruce de una carretera “por aquel lugar en que hoy se encuentra Amarillas”.

Nunca había tenido yo noticias de estas circunstancias que barrieron un poblado tan valioso para la cronología histórica de Martí. No digo que el dato no exista en ninguna parte más que aquí, estoy segura de que está registrado, sino que es poco conocido y es el tipo de noticia que apasiona a quienes amamos la Historia.

En el capítulo dedicado al Presidio Político, hallé una anécdota que también desconocía y retrata de cuerpo entero la osadía y el coraje del jovencito recién liberado de aquel horror. Ocurrió a bordo del vapor-correo Guipúzcoa, que llevaba a Cádiz al aún adolescente, pero ya desterrado político José Martí. En la misma embarcación también viajaba el teniente coronel Mariano G. de Palacios, comandante del Presidio:

en el tiempo en que Martí sufrió allí arbitrario y bárbaro castigo. La identidad de Palacio como tal carcelero no era, sin embargo, conocida por los pasajeros del buque, lo que permitió a Martí en cierta oportunidad, referir de sobremesa la vida del condenado a trabajos forzados. La narración de quien llevaba consigo la huella del ultraje, conmovió a tal punto al auditorio que todos expresaron su censura y su repulsa. Al terminar, Martí añadió, con la natural sorpresa de cuantos le escuchaban, estas palabras:

-Pues bien, señores, ese hombre por quien sentís tan grande y merecido desprecio, es el coronel Palacios aquí sentado…

En el capítulo dedicado a París hay una deslumbrante y muy sutil descripción no solamente de la urbe, sino de la vida social, cultural y científica de aquel momento, de la siempre inestable presencia de los movimientos intelectuales y artísticos, y de cómo, al tiempo de la llegada de Martí, la poesía estaba siendo desplazada por una nueva generación que clamaba por la impersonalidad del arte y reivindicaba la novela como el género literario único, validado y justificado por lo convulso de la época, que reclama su fiel expresión. Los parisinos parecen exclamar: “¡El romanticismo ha muerto! Nada de confidencias ni de intimismos sentimentales”.

El panorama es tan vívido y el análisis tan profundo que me pareció estar de regreso en mi aula de la Facultad de Letras, escuchando una de aquellas clases que la doctora Beatriz Maggi nos impartía a los alumnos de Filología sobre la literatura universal. Volví a escuchar su voz pausada y grave hablándonos del realismo en El rojo y el negro, de Stendhal, aquello del espejo paseado a lo largo de un camino, mientras desplegaba aquel marco histórico que ahora vuelvo a disfrutar en estas páginas dedicadas a la estancia de Martí en París.

El Apóstol admira sobre las tablas el arte de Sara Bernhardt, se acerca al Barrio Latino, va a contemplar desde una esquina la casa donde reside el gran Víctor Hugo, al tiempo que no aparta ni por un instante su pupila de observador visceral de la política gala. En sus ratos libres, visita el cementerio más famoso de Francia, el Père Lachaise, del que encontramos en el libro una exhaustiva y bella descripción e, incluso, imágenes. Martí visita las tumbas del compositor Chopin, el fabulista La Fontaine, el poeta Alfred de Musset, el filósofo Moliere, el pintor Delacroix, el escritor Honoré de Balzac y los sepulcros de la icónica pareja de trágicos enamorados Abelardo y Eloísa.

De París viaja Martí a México, y aquí comienza el autor el recuento del largo e inquieto periplo del revolucionario por el Nuevo Mundo, que concluye en el capítulo titulado La ruta heroica de Montecristi a Playitas, donde aparecen las más formidables tomas de esta playa-santuario que yo haya visto. Es el paisaje cubano, el más agreste en toda su magnificencia, en todo su esplendor, casi de otro mundo, en su solemnidad y su majestuosa grandeza.

Playitas de Cajobabo. Imías, Guantánamo.

Algunas de las últimas imágenes, como el mamoncillo a cuyo pie fue depositado el cadáver de Martí en un alto del camino, cuando era llevado a su destino por la columna española de Sandoval, no las reproduzco porque son de un impacto fortísimo. Yo lo sentí y no quiero traspasar esa emoción y ese dolor a los lectores.

Finalizada esta reseña o más bien comentario del libro, toca la parte más desagradable: la ficha bibliográfica de su autor. Pero no quiero llegar a ella sin contar antes una anécdota personal a quienes lean este artículo.

Hace muchos años, en mis tiempos de estudiante de Literatura en la Escuela Nacional de Arte, el pintor Arturo Cuenca me dio a leer La montaña mágica, de Tomas Mann. Los alumnos de la especialidad de Literatura formábamos un pequeño y muy cerrado cenáculo que intentaba construirse una cultura sólida y universal, aunque para ello tuviéramos que "tomar prestados" libros de las bibliotecas de Santa Fe y Cojímar, únicas a las que podíamos trasladarnos por su cercanía a la beca donde estudiábamos.

Quedé deslumbrada con aquella novela, a la que siguió mi lectura de Muerte en Venecia, del mismo autor. No soy dada a endiosar nada ni a nadie, pero mentiría si negara que mi admiración por el escritor fue inmensa, como un flechazo de amor fati.

Pasó el tiempo y, cuando yo misma era ya una escritora, un colega muy cercano que también veneraba a Mann me dio a leer los Diarios del alemán. Yo apenas podía creer que el artista que había creado aquellas novelas maravillosas, el ser sensible, sutil observador capaz de penetrar el alma humana hasta sus últimas entretelas y comprenderla… hubiera sido capaz de anotar con fría precisión de bodeguero las insulsas idas y venidas, los rutinarios acontecimientos de una vida de pequeño burgués más que gris, al estilo de “tomamos el coche y fuimos a cenar a la casa del Consejero fulano. Regresamos tarde. Llovía”, y así hasta la última página. ¿Cómo se puede ser un escritor tan sublime y un ser humano tan mediocre?

Pues más o menos lo mismo me acaba de ocurrir cuando, al buscar en Google datos sobre Guillermo de Zéndegui, he encontrado su ficha bibliográfica en la enciclopedia colaborativa cubana Ecured, y con la misma honestidad con que he defendido la enorme belleza, la acuciosidad histórica y la inspiración de su libro sobre José Martí -el hombre que más admiro y reverencio entre todos los humanos de todos los tiempos-, tengo que exponer aquí de manera resumida -porque esto no deja de ser periodismo- lo que leí sobre Zéndegui:

Guillermo de Zéndegui y Carbonell (La Habana23 de febrero de 1910 - Miami1998) fue un abogado, político, ensayista e historiador cubano, funcionario de la tiranía de Fulgencio Batista, que ―como los demás cómplices de la dictadura batistana― vivió expatriado en Miami hasta el fin de sus días.

En un pésimo artículo en una revista estadounidense ―«Welcome, intervention!» (‘¡bienvenida, intervención!’), artículo publicado en 1977 en el número 24 de la revista Americas (Miami)―, Zéndegui sostiene que la explosión del buque Maine en el puerto de La Habana fue una excelente táctica que utilizó Estados Unidos para poder intervenir en la guerra de independencia de Cuba y se quedase con las tres colonias que le quedaban al Reino de España: Cuba, Filipinas y Puerto Rico.

En Miami publicó Todos somos culpables (1991) y Las primeras ciudades cubanas y sus antecedentes urbanísticos (1997,). ambas financiadas por la empresa Ediciones Universal (1965-2013), del Departamento de Estado de los EE. UU.

En el artículo El factótum cultural del dictador, publicado el 13 de octubre de 2006 en el sitio web La Jiribilla (La Habana), el periodista Pedro de la Hoz sostiene:

Zéndegui, ya se sabe, como factótum de la cultura oficial de la dictadura, fue el ejecutor de la orden de suprimir los exiguos fondos estatales al Ballet de Cuba, encabezado por la legendaria Alicia Alonso, acto en stricto sensu miserable respondido por la FEU con un hermoso y digno acto de desagravio en septiembre de 1956.

Aunque en una oportunidad Alicia dijo que prefería borrar de la memoria el nombre de quienes habían tratado de hacerle daño, conviene refrescar algunos rasgos del perfil del personaje [Zéndegui]. No se trata de una pesquisa con ribetes arqueológicos, sino de recordar ―a la luz de circunstancias y amenazas actuales― cómo la mendacidad, la manipulación, el cipayismo y la mediocridad atentan contra la cultura. Cuando nadie o casi nadie se prestaba a respaldar a un régimen que por su propia naturaleza era la negación de la vida espiritual del país, De Zéndegui (La Habana, 1912-Miami, 1998), historiógrafo de escaso vuelo y escritor diletante, vio las puertas abiertas a su ambición. Obtuvo el nombramiento de director de Cultura del Ministerio de Educación, cargo que aún en la República mediatizada contó con la estatura intelectual y la vocación de servicio de figuras como José María Chacón y Calvo, Dulce María Borrero y Raúl Roa, y concibió al gusto de Batista un denominado Instituto Nacional de Cultura que sirvió de fachada para limpiar las impurezas de un gobierno gangsteril.

Idéntico ejercicio mental al que hice, y aún sigo haciendo con Mann, tendría que hacer con Guillermo de Zéndegui: no pensar en su vida, sino en esta obra, o aceptar que no es el mismo hombre que escribió este libro que me está constelando, lo cual resultaría un poco esquizofrénico para mi gusto. Pero según la teoría literaria, hay todavía una tercera posibilidad más acorde con la lógica que siempre intento cultivar, la cual postula que el artista que vive en el hombre no es el hombre y viceversa, lo cual reivindica la total autonomía de la obra de arte con respecto de su creador.

Entonces, en atención a que, contra viento y marea, nuestro ballet figura entre las primeras compañías danzarías del mundo, y a muchas otras cosas que no sucedieron en la Historia de Cuba como él hubiera deseado, acepto la oscuridad que habitó a este cubano y suscribo la frase tremenda de Oscar Wilde: “Todo hombre lleva dentro el cielo y el infierno”.

Por fortuna mayor, esta isla ha parido a Martí, un gigante, un Homagno que lleva en la frente, para siempre, la estrella que ilumina y mata. Mientras siga irradiando y aniquilando la oscuridad, todo, aún, será posible. (Gina Picart Baluja)

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