En otras ocasiones he escrito sobre lo que significó para el sistema educacional español imperante en Cuba el fin de la última guerra independentista (1895-1898) en la nación caribeña.
Es sabido que los funcionarios de la nueva metrópoli
(Estados Unidos) que estuvieron al frente de la primera ocupación de Cuba juzgaron
necesario cambiar los patrones pedagógicos que durante siglos había impuesto España
en su colonia, para sustituirlos por otros modernos, capaces de garantizar la
formación de una intelectualidad nacional que pudiera seguir el desarrollo
tecnológico que traía consigo la instauración de una república, con el vecino
del norte como primer y más importante socio comercial.
Si bien la enseñanza
en la Cuba colonial se basaba en esquemas decimonónicos y hasta medievales,
como es el caso de la escolástica, no es menos cierto e innegable que la colonia
vio siempre florecer una intelectualidad de primer orden, con formación
universal, una alta cultura políglota al tanto de cuanto ocurría en el mundo,
con cerebros tan potentes como el padre Félix Varela, Francisco de Arango y
Parreño, José Antonio Saco, Carlos J. Finlay, Carlos de la Torre, Rafael María
de Mendive, José de la Luz y Caballero, Carlos Manuel de Céspedes, Julián del Casal
y el propio José Martí, por no incluir más nombres que harían demasiado extensa
esta enumeración de titanes del pensamiento que tuvimos los cubanos a través de
toda nuestra historia.
Si la escuela
española era tan deficiente, atrasada y obsoleta, ¿de dónde salió esta pléyade
de figuras intelectuales? ¿Solo de los viajes a Europa que algunos de ellos
podían permitirse al amparo de los caudales de sus poderosas familias y sus
haciendas?
La respuesta se puede encontrar en un viejo recorte del
Diario de la Marina, y contiene un interesante y muy lúcido artículo del
intelectual cubano Juan J. Remos, fechado el 15 de marzo de 1952, en el cual
Remos afirma que “más atención y buen éxito alcanzó la enseñanza superior que
la primaria”. Y continúa:
La escuela primaria estuvo en manos del clero en los siglos primeros. Después se sumó la misión de las congregaciones religiosas, en especial franciscanos, dominicos y jesuitas aunque estos no se quedaron mucho tiempo; de las de algunas personas de color entre las cuales no pocas demostraron cualidades y preparación en lo que cabía para su época y su clase, pero la mayoría de las cuales carecía de dotes y cultura, predominando el tipo de la llamadas “cuidadoras” que, más que otra cosa, lo que hacían era entretener a los niños, y la “amigas”, muy características durante el siglo en la escuela privada, y entre las que es justo reconocer que hubo en considerable proporción muchas intuitivas cuya labor fue eficiente. Los maestros, desde luego, carecían de titulación y de obligatoria prueba de capacidad.
A la Sociedad Patriótica de Amigos del País se debe el comienzo de una preocupación documentada y de una acción persistente y útil en la enseñanza primaria. Gracias a los esfuerzos de los eminentes miembros de la Sección de Educación de esta institución, que al final se llamaría Sociedad Económica de Amigos del País, se logró mucho y, sobre todo, interesar a la metrópoli en la comprensión del problema. Es la Sociedad la que con su sentido de responsabilidad colectiva imprime el impulso inicial. Funda escuelas, moviliza a sus hombres para informar sobre las necesidades en el método y en las atenciones materiales. Aquellos primeros trabajos fueron dando su fruto, aunque lentamente, y hasta encontraron la oposición oficial, debido a las luchas políticas. Finalmente apareció un plan oficial para sistematizar y centralizar la enseñanza en todos los grados, hasta la universitaria. En lo teórico se hizo mucho, en lo práctico poco. Baste saber que en 1836 solo el 4,75 % de la población escolar recibía educación.
Había un 70 por ciento
de analfabetismo entre los blancos, y 87 por ciento entre los negros. Hay, sin
embargo, un dato atendible, y es que, después de la última guerra la
inmigración de peninsulares se duplicó, y ellos traían la educación española de
la primera enseñanza. Continúa Remos explicando:
El método memorizador, que era el escolástico, imperó. El lectivo, que era el de Varela y Luz, ejerció su influencia en zonas y momentos. En la metodología se impusieron ideas nuevas en instantes diversos. En los planes se adelantó, pero como dijo Manuel Valdés Rodríguez en su brillante estudio sobre la educación popular, esta no existía en 1891, se había retrocedido. Universidades, Seminarios, Escuela Normal, Institutos de Segunda Enseñanza, Escuela de Pintura y Escultura, Escuela de Náutica dieron saldo bueno entre las clases pudientes. Los colegios privados (como el de Mendive, al que asistió Martí) realizaron una gran función. Faltaba en todo el interés oficial a partir de Yara, y antes lo hubo a medias.
El artículo de Remos se interrumpe aquí y, aunque anuncia
una segunda parte sobre la significación de los centros de docencia y cultura
nacional para la enseñanza en Cuba, si no encuentro esa continuación entre la
vieja papelería familiar, no podré ofrecerla aquí. El tema es arduo y con mil
aristas, más propio para ser analizado en una exhaustiva investigación que para
intentar hacerlo en un artículo, por más brillante y documentado que este
pudiera ser.
Es obvio y bien conocido
que las clases pudientes cubanas, desde los hacendados hasta los comerciantes y
todo aquel que tuviera medios económicos, enviaban a sus hijos a estudiar fuera
de Cuba.
Recordemos el extenso
viaje a través de varios países de Europa que la familia de Céspedes le
obsequió a Carlos Manuel cuando este se graduó de Abogacía.
A menudo, los jóvenes
vástagos de importantes linajes comenzaban en Cuba sus estudios de nivel
superior, pero se graduaban en universidades españolas, francesas o italianas,
y más tarde en universidades e institutos tecnológicos norteamericanos.
Estos jóvenes intelectuales y científicos, incluidos los de la burguesía media, que también se beneficiaron de la enseñanza en órdenes religiosas de tanto prestigio en el magisterio, como La Salle, por solo citar un ejemplo, hacían número suficiente para crear en conjunto una intelectualidad que, incluso, superó a la de los Virreinatos, pero eran muy pocos en comparación con la masa popular que solo disponía de pequeñas y atrasadas escuelas y quedaba, en su mayoría, condenada al analfabetismo.
ESCUELITA A BASE DE CORAZÓN
Y SUEÑOS
Mi propia abuela paterna, una gallega dulce y con grandes
dotes para disciplinar y educar, tuvo en su juventud una vocación muy fuerte
por el magisterio.
Ella pertenecía a una familia de escasísimos recursos
económicos, así que obtuvo por un precio muy módico (y alguna mirada zalamera
de sus glaucos ojos celtas) que el carpintero del barrio le confeccionara unos
tabureticos de madera, pidió prestada a su madre la sala de la humilde vivienda
familiar y la mesa del comedor, y con unas pocas libretas compradas por ella
misma convocó a los niños y niñas del barrio que pudieran pagar unos centavos
mensuales por asistir a aquella humildísima escuelita improvisada.
Allí mi abuelita les enseñaba a leer y escribir a través de
las cartillas, a sumar, restar, dividir y multiplicar, y a las hembras las
puntadas básicas de la costura.
El resto del programa educativo de mi abuela quedaba
forzosamente reducido, por falta de recursos materiales, a enseñar a sus pupilos fundamentos de educación formal, como las normas
correctas de conducirse a la hora de comer, cómo vestir en las diferentes horas
y ocasiones de la vida social y algo del catecismo…
¿Qué otra cosa hubiera podido hacer la bella Hilda, quien, la
mayoría de los días, ni tizas tenía para escribir las vocales en la pequeñísima
y desconchada pizarrita de su escuelita de barrio? Pero fue en estas escuelitas
modestas de muchas angelicales Hildas de Centro Habana y La Habana Vieja, donde
numerosos cubanos tuvieron acceso a la única enseñanza que conocerían a lo
largo de sus vidas antes de 1959.
¿Una educación masiva y gratuita? ¿Quién hubiera osado pensar en algo así en la Cuba colonial? (Gina Picart Baluja)