La imperdonable culpa de obviar a un gran poeta

La imperdonable culpa de obviar a un gran poeta

Alberto Serret Yéndez nació en Santiago de Cuba en 1947, pero vivió largo tiempo en La Habana y fue aquí donde su extraordinaria obra poética se posicionó rápidamente entre las más importantes de la generación de los 70 del siglo XX.

Él y su esposa, Chely Lima, fueron narradores, poetas, guionistas de radio y televisión (¡inolvidable Shiralad!), libretistas de ópera, dramaturgos, ilustradores y editores, además de fundadores -junto con Daína Chaviano y Antonio Orlando Rodríguez- de la segunda generación de la ciencia ficción cubana.

Pese a la intensa vida intelectual que desarrollaron en la capital cubana y a haber sido un dúo cultural de gran visibilidad pública, nunca disfrutaron del reconocimiento que merecían. Fueron años difíciles, eran homosexuales y vivían centrados en el arte.

Nadie podría describir mejor a Alberto que el poeta Sigfredo Ariel, quien dijo en entrevista concedida a la prensa:

Era un hombre apuesto y dulce, dado al chiste blanco y a la risa abierta. […] Escribía mucho, era culto y limpio al hablar. Poca gente sabe dar cariño como él lo hacía, naturalmente. Se detenía en uno, no fingía interés por ti, por tus cosas, su abrazo era verdadero siempre. En las fotos también está su nobleza, la tremenda y linda frente, su sonrisa en medio de la barba negra. Así lo recuerdo.

Confirmo sus palabras, pues por años fuimos vecinos y amigos cercanos. Hablábamos sobre lo humano y lo divino. Poseía una cultura asombrosa que no suele hallarse en nuestros intelectuales de las promociones jóvenes. A nadie envidió, y era de una sinceridad que, de no haber sido por lo bien intencionada, hubiera resultado letal. Pero era bondadoso, y aunque su gran ingenio le hubiera permitido ser sarcástico, prefirió ser amable y compasivo, y muy protector con sus amigos. Nadie acudió a él en busca de ayuda de cualquier tipo y salió con el alma o las manos vacías. Y reía, sí, pero sus ojos eran tristes. Lo querías desde el primer encuentro.

En 2009, el poeta Roberto Manzano, en un intento por rescatar del olvido la obra de Serret, quien había ido al exterior desde el comienzo del llamado Período Especial (crisis económica de los años 90 en Cuba) en procura de mayor seguridad para la muy precaria salud de su esposa, publicó en la editorial Letras Cubanas una panorámica de la poesía de Serret, quien cayó fulminado por su inquieto corazón en una calle de Quito en 2000. Los poemas de El mediodía y la sombra son una selección de otros poemarios publicados por el autor y alguno póstumo dado a la imprenta por Chely. El prólogo de Manzano muestra la gran admiración que sintió por Alberto y la honestidad con que reconoció la belleza y maestría de su obra.

[…] es uno de los poetas más significativos de la década del 70. Como sobre este decenio pesa la mala política cultural empleada, los balances de hoy pasan apresuradamente sobre el mismo y pierden la capacidad de ver con serenidad y justicia […] Cuando llegaron los […] 80 ya Serret era dueño absoluto de una manera de decir que intensificaría con creces al paso de los nuevos acontecimientos estéticos. Ya tenía el extraordinario oído y la vigorosa capacidad asociativa de que su obra hace gala, y […] muchas de las audacias de actitud lírica que se convertirían en su rostro definitivo […] marchó al reencuentro de las formas clásicas del verso para revisitar la tradición con ánimo nuevo […] Tenía muy bien asimilados el vanguardismo europeo y latinoamericano […] y la poesía finisecular francesa y la generación beat […].

¿Sería una audacia mía compararlo en ciertos aspectos con Julián del Casal? Según Manzano, padeció, como el iniciador del modernismo, la fascinación del abismo, y yo sé que le atraían demasiado las ciencias ocultas, la parapsicología, la magia y todo lo que Jung denominó La Sombra. Amó y estuvo asustado con la intensidad que solo un poeta puede padecer. Fue un alma torturada como pocas he visto, pero al mismo tiempo, uno de los hombres más valientes que he conocido. El contrapunto entre mediodía y sombra (la luz y la oscuridad) desnuda el drama visceral de su existencia.

A pesar de haberse formado en el coloquialismo, Alberto mostró siempre una gran elegancia poética, un lenguaje refinadísimo y una eufonía de la carecen los poetas de su generación y de las posteriores hasta hoy. Unía a todo ello una sensibilidad tan mórbida que era casi decimonónica, decadente. Era un espíritu demasiado profundo, y aunque hizo todo lo que pudo para conciliarse con sus circunstancias, el dolor que emana su poesía deja ver cuán desgarrador fue para él ese esfuerzo colosal.

Dulce María Loynaz, también conocida como La Poetisa de América, dijo que quien no es capaz de escribir un soneto no tiene derecho a llamarse poeta.

ÍCARO

Mi infancia huele a pan recién horneado,

a sahumerio de alumbre y a picuala.

Ícaro fui, cargué sobre mis alas

un gallo muerto, un beso asesinado.

Con esa espuela hundida en el costado

me remonté, tan alto como pude,

y aún no hallo el milagro que me escude

del espacio común… Jugué a los dados

con el ángel más fiel de mis pilares,

el último en dormirse (sus impares

ojos fijos en mí), como azorado

de que no fuese yo tan mansa oveja.

Jugué y perdí: la deuda era muy vieja.

Por eso llevo un corazón prestado.

Pero Alberto podía, además, hacer algo que, hasta donde sé, ningún otro poeta cubano ha logrado jamás: versificar como José Martí, a quien veneraba. Las cuartetas octosilábicas que copio a continuación tienen idéntico ritmo que Los zapaticos de rosa y La bailarina española, y el Maestro pudiera rubricar esta composición (y otras que Serret le dedicó) sin perder ni un átomo de su grandeza:

MARTIANA SEGUNDA

Mueve las alas despacio

como si fuera a volar;

de espacio revienta el mar

a sus espaldas, despacio…

Se funde todo el espacio

en un haz de luz neblada

cortando el hilo del hada

(la blanca pluma del ave);

y el ave respira suave:

se muere de una pedrada.

Se acaba, se acaba el ave

lentamente sobre el muro.

Su pico, leve y oscuro,

naufraga en la humilde nave

de su blancura. Lo grave

del hombre mancha la pluma,

La fina y pálida pluma

que puso amor en el muro:

zozobra, encalla lo puro,

roto de frío en la bruma.

Despacio mueve las alas…

Ave y muro: canto y cumbre.

Se va, como de costumbre,

sobre esa fuerza que exhala.

Pájaro y pan: vida y bala

con que se rompe esa vida:

Alas sin viento la huida

del ave muerta, del ave

que se va, tímida y suave,

como al final de una herida.

No se trata solo de gemelizar el estilo: sostengo que compartían un mismo espíritu de amor hacia la naturaleza y los animales, y el profundo dolor de ser humanos. Eso duele, ¡y mucho!

Una última consideración: ¿Cómo se puede olvidar el gigantismo poético, ecuménico y sublime del cubano Serret?¡Que algún día semejante injusticia pueda ser reparada! (Gina Picart Baluja)

Publicar un comentario

Gracias por participar

Artículo Anterior Artículo Siguiente